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Por. Juan Antonio Varese
jvarese@st.com.uy

 


 
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MONTEVIDEO SUR
Por. Juan Antonio Varese

Hay cafés y bares que brillan por el colorido de su frente o las luces de las marquesinas y letreros, mientras que otros se destacan por su belleza interior, la calidad del mobiliario o la personalidad de quienes los atienden. Tal el caso del MONTEVIDEO SUR, cuya fachada grisácea y anodina no deja traslucir las sorpresas que se esconden hacia dentro. La misma presenta un estilo Art Decó, original y sin concesiones y se ubica en la planta baja de un edificio de cuatro pisos, de esos que fueron muy comunes para renta en la década de 1930. En concreto se trata de uno de los cafés y bares montevideanos mejor conservados en su aspecto tradicional y clientela de siempre. Por dentro resaltan varias cosas, entre ellas el conjunto de carpintería del viejo sector almacén, el increíble zócalo de mayólica que representa una atracción por si misma y el largo mostrador de mármol orgullo de la pasada generación de artesanos.
El boliche está ubicado en pleno barrio Sur de Montevideo, con entrada sobre la calle Paraguay Nº 1150, esquina Maldonado. El hecho de conservar el aire característico y el plano escénico de los almacenes y bares de las primeras décadas del siglo XX amerita su inclusión en el Listado de “cafés y bares con historia, una memoria con futuro”, iniciativa de la Comisión de Apoyo y Promoción de los comercios con giro de Café y bar que impulsa la Intendencia y Junta Departamental de Montevideo conjuntamente con el Ministerio de Transporte y Turismo y Cambadu (Decreto Nº 30.168 del 19 de diciembre de 2002). El negocio funcionó con tipología de almacén y bar desde la década de 1930 o tal vez antes, sin que la memoria de los vecinos acierte en aportar datos más precisos, de cuando los barrios de la ciudad tenían fisonomía y características propias. En especial el Sur, que siempre tuvo fama de bravío, entorno de conventillos, niños jugando con pelotas de trapo, boliches pendencieros, tradiciones del candombe y ensayos de carnaval, carros de verduleros y carritos para repartir la leche y el pan.
Para conocer de primera mano sobre la trayectoria del café y sus pequeños secretos concertamos un encuentro con Leonor, en realidad Doña Lola, como la llaman todos. Una larga entrevista con una gallega de ley, que junto a su esposo le apostaron alma y vida al lugar. Y que nos advirtió que era la primera vez que concedía una entrevista aunque muchas veces se lo pidieron anteriormente. La charla tuvo lugar en una de las mesas contra la pared sobre la que se recuestan vitrinas con botellas cubiertas con una pátina de polvo y más allá varios cuadros con fotos de jugadores de Nacional, dispuestas como para plantear el tema y provocar la discusión con los clientes. Jesús Rodríguez, su esposo, lo compró en la década de 1960, cuando era un boliche desacreditado y con poca clientela. El dueño anterior, Morfino o Molfino, tenía la mala costumbre de fabricar vino en el sótano y la mala fama de albergar una barra pendenciera que alejaba la clientela familiar. Jesús, apenas comprado el negocio, empezó a cambiar las cosas, apartó las barras de copas e invitó a los vecinos para que se acercaran; fue entonces cuando Lola se arrimó y decidió poner el hombro.
Yendo a sus historias personales, que siempre son interesantes las de una generación de gallegos a los que hay que sacarles el sombrero por su capacidad y disposición al trabajo, última tanda de los que vinieron a hacerse la América, se conocieron de niños en La Coruña natal. Jesús vino al Uruguay con 17 años y tiempo después lo hizo la novia para casarse. Jesús trabajó en varios empleos hasta que en 1967 pudo comprar “un pequeño bar sin nombre ni papeles”, con mala fama y peor clientela pero de precio accesible para sus ahorros. Lo compró como se compraban entonces los negocios, a pura cuota y largos plazos, cuando la venta estaba en manos de intermediarios que giraban como rematadores, balanceadores y tasadores. Varias firmas ponían avisos de ventas de bares y cafés en largas columnas de avisos económicos en El Día, lista que hoy resultaría impensable, entre los que figuraba la firma de González Karlen, la que intervino en la compra. (Por mi parte recuerdo perfectamente que a fines de la década de 1960, cuando me recibí de escribano, la lista de ofertas de cafés y bares llenaba páginas de El Dia porque eran miles los negocios que estaban en venta en una época en que en cada esquina abría sus puertas de 2 a 4 cafés).
Doña Lola, al poco tiempo de comprado el negocio y viendo que su marido no lograba sacarlo adelante decidió colaborar por si misma y ocuparse de los almuerzos. El café por entonces no tenía nombre, era conocido por lo de Molfino. El de MONTEVIDEO SUR surgió de cuando un grupo de muchachos que se reunían en el café y jugaba al fútbol en una cancha de la rambla, decidió formar un cuadro. Jesús les propuso que lo llamaran  Montevideo del Sur y de ahí quedó bautizado el cuadro y como les gustó a todos, terminaron por adjudicárselo al boliche donde todos se reunían. Lo cierto es que Doña Lola le infundió un gran impulso, con sus recetas sanas y suculentas, que llenaron de clientela fija los almuerzos. Se volvieron habituales los empleados de los comercios de la zona, en especial los administrativos y periodistas de El Diario y La Mañana, una vez que el periódico se mudó a la esquina de Isla de Flores y Río Negro, de la editorial Losada, de Max Factor, de las tintorerías cercanas, etc.
El MONTEVIDEO SUR supo también de la visita de algunas  personalidades de las que enriquecen el anecdotario. Entre ellas del medio político como que alguna vez estuvo el Pepe Mujica mucho antes de su postulación política o Lacalle antes de ser presidente, y algún ministro del Interior de tiempos pasados cuyo nombre no recuerda. Estuvo también Pacheco Areco y su hijo, en varias oportunidades, aunque se mostró reacia a hablar del tema, explayándose, en cambio en anécdotas de algunos clientes extranjeros, tan pintorescos como reconocidos a las especiales recetas de la propietaria, que sigue recibiendo cartas y recuerdos de fin de año pese a los años transcurridos.
Un hecho del que se siente orgullosa es que la mayoría de los clientes se sientan “como de la casa”. Hay algunos con casi 40 años de permanencia como un señor de la Corte Electoral y otros que han cumplido cerca de los 35 de permanencia. Termina resaltando el carácter personal, el conocimiento de la clientela y el trato cálido, resabio de tiempos pasados. Se enorgullece de que, según ella, el que viene una vez y prueba sus recetas queda de cliente para siempre”.

 

 

EL PALACE

palace

 

El palacio Salvo sigue siendo el edificio más emblemático de Montevideo. Ubicado sobre 18 de Julio entre la plaza Independencia y la calle Andes, desarrolla sus 95 metros de altura en 27 pisos, con un total de 370 unidades habitacionales. Todo un mundo proyectado por el arquitecto italiano Mario Palanti, que también diseñó el palacio Barolo de la capital argentina como dos torres simbólicas que formarían un puente cuyas luces pudieran verse desde ambas márgenes del Plata. El estilo, en realidad un compuesto de diferentes estilos arquitectónicos con predominio del Art Decó, constituye un elefante blanco en medio de la ciudad.
Podemos suponer el impacto que habrá producido su inauguración el 12 de octubre de 1928, en pleno auge económico del país. Montevideo, la pequeña y coqueta capital, se vestía de fiesta y engalanaba con un edificio que por entonces era el más alto de América del Sur. Bien pronto se convirtió en una referencia obligada y lugar de encuentro para paseos y negocios, con lo que no resulta de extrañar que en sus entrañas, y también en sus cercanías se inauguraran todo tipo de locales y comercios representativos de la vida social y cultural de la época. Como ejemplo en el entrepiso funcionaron emprendimientos tales como un diario, las oficinas de Ganancias Elevadas y del Impuesto a la Renta, salas de bailes de carnaval y de ritmos populares y, desde años atrás las oficinas de CX 30 Radio Nacional.
En la planta baja existieron varios cafés, siendo la sucursal del Sorocabana el más famoso, ocupado hoy por las oficinas de Movistar. Y vecino lindero al Salvo, sobre la calle Andes núm. 1319, abrió sus puertas el café PALACE, motivo de nuestra crónica. El café tenía dos entradas, dos sectores diferentes para dos tipos de público y a su vez para servir de pasaje entre el mundo popular y bullanguero de la calle Andes, al que dedicaremos un próximo artículo sobre su antiguo esplendor nocturno y el más recóndito del pasaje interior que miraba hacia la plaza. El local donde se inauguró el café estaba decorado con el mismo estilo barroco de su gigantesco vecino y, como si formara parte del mismo no obstante su estrechez, disponía de palcos y reservados al estilo de una pequeña sala teatral y las paredes lucían decoradas con dibujos del muralista italiano Enrico Albertazzi, el mismo que pintó los frescos del entrepiso del Salvo. Entre los dibujos figuraba el retrato de Boabdil frente a los jardines de la Alhambra de Granada, el rey moro que lloró como mujer la fortaleza que no supo defender como hombre.
El PALACE abrió sus puertas en la década del treinta, sin que hayamos podido precisar la fecha de apertura, vivió una etapa de auge hasta promediar los cincuenta y después comenzó a decaer a medida que declinaba y se despoblaba el centro de la ciudad, hasta el cierre definitivo a principios de los 80.
En la primera etapa podemos incluirlo en la categoría de los café concerts, muy comunes en Montevideo desde la década del 10 al 50, entre los que podemos mencionar la GIRALDA, el ATENEO, el SARANDÍ, el JAPONÉS, el AU BON MARCHÉ, el TUPÍ (Viejo) y luego el Nuevo, entre muchos otros, en los que era frecuente la actuación de orquestas de tango, género que fue ascendiendo de categoría y blanqueando su fama hasta su ingreso en sociedad. El PALACE era famoso por las actuaciones de las orquestas de señoritas, de moda en los cuarenta. Dos conjuntos se sacaban chispas, uno dirigido por Lolita Parente, a la que nos hemos referido en otros artículos y otro por la pianista Teresita Añón, directora del conjunto Las Golondrinas. Tanto éxito tenían ambos conjuntos que llegaron a actuar tres veces por día: después del mediodía, a la tardecita y a la noche, siempre con barras de público renovado y aplaudidor. Los cafés y también las confiterías solían brindar números musicales desde conciertos hasta funciones populares de tango o de jazz. Por el escenario del PALACE desfilaron varias orquestas típicas como las de Laurenz – Colucci, Isidoro Pellejero, Roberto Cuenca y Donato Racciatti y algunos intérpretes comenzaron sus actuaciones y luego consolidaron su nombre. Entrevistamos al pianista Panchito Nolé y a la cantante Olga del Grossi, quienes se iniciaron artísticamente en el PALACE, uno como músico y la otra como cancionista en la década del 40, conservando un emocionado recuerdo del lugar y de la época. También la famosa intérprete uruguaya, Nina Miranda, en realidad Nelly María Hunter, la que después de ganar un concurso en Radio Centenario empezó a realizar giras artísticas y actuar en el lugar. Según sus propias palabras: “en Montevideo nos presentábamos en el café PALACE, que estaba abajo del Palacio Salvo, donde siempre actuaban orquestas de señoritas”, en una entrevista recordando también la orquesta Las Golondrinas que dirigía Teresita Añón. En la lista debemos incluir al maestro Ruben Lapuente, pianista, compositor y director que comenzó sus actuaciones en el PALACE en la década del 50 junto a la orquesta de señoritas.
En cambio, de épocas posteriores contamos con pocas referencias y para colmo tampoco conservo recuerdos propios. Resulta importante, entonces, la evocación que hace Carlos Marchesi en su libro “Montevideo, una fiesta al sur” quien lo recrea “como uno de los cafés que mantenían enhiestas las viejas virtudes cafeteriles de Montevideo”. El lugar siempre presentaba movimiento, con un público diferente para cada hora del día. En la mañana servía de desayuno circunstancial para abogados, escribanos y contadores de las inmediaciones; sobre el mediodía se llenaba con los empleados de la oficina del Impuesto a la Renta que se mezclaban con los funcionarios de la cercana Casa de Gobierno, entre los que no era de extrañar el encuentro con algún consejero de Gobierno, incluso el propio Presidente, en busca de un rincón donde charlar más distendido. Entre ellos solía verse a Echegoyen y Nardone, Eduardo V. Haedo (cuando no estaba en el Jauja o en el Tupí), los Beltrán, Vivián Trías, Real de Azúa, Hierro Gambardella y César Batlle. De tardecita cambiaban las cosas y aparecían, como por arte de magia, pequeños grupos de viejos judíos, centro europeos desplazados por la guerra que venían a pasar las horas y olvidar su pasado frente al tablero de ajedrez o con una partida de cartas. Y sobre la nochecita se hacían presentes los intelectuales o los actores de teatro, tanto de la Comedia Nacional como de los conjuntos independientes de la zona. Un grupo juvenil se reunía entorno al Profesor Cicalese, que daba cursos de latín en la Facultad de Humanidades y los complementaba con clases particulares, que en caso de alumnas de sexo femenino impartía en una mesa del PALACE.
De los últimos tiempos, de los 70 y 80, nos remitimos al testimonio del escritor Alejandro Michelena, que en su libro Los cafés montevideanos, lo definía como “cafecito a la española, oscuro y alargado, que ocupaba el espacio de la rinconada donde años más tarde se estableciera la cervecería La Pasiva”. Entre los parroquianos recordaba a Carlos Real de Azúa, y bibliófilos como Arturo Scarone, Ariosto González  y el doctor Armando Pirotto. En el mismo artículo menciona el café Armonía, casi vecino, también reducto de una clientela que hablaba en yidhish, leía los diarios y jugaba a los dados. Por la noche ambos cafés se poblaban de gente de teatro, danza y la música de los teatros de las inmediaciones.
Hoy en día el local de la calle Andes 1319 permanece cerrado, con una capa de polvo acumulada sobre la chapa acanalada del portón, prueba de sus largos años de clausura. Y lindero, hacia el sur, un local nocturno de esos que antes estaban destinados a marineros y hoy a personajes de vida nocturna, extraños e innominados, de lóbrego frente durante el día y cueva de tenue iluminación durante las horas de la noche.

 

 

CAFÉ Y RESTAURANT DEL FERROCARRIL

Ferrocarril

En todas las estaciones del mundo es de rigor que exista o hayan existido cafés y restaurantes donde los pasajeros que llegan o los que están próximos a partir puedan tomar alguna bebida o reponer las fuerzas con un almuerzo, cena o desayuno que pueda ser preparado en el momento. Porque si hay algo variado e impredecible es el horario de llegada o de salida de los medios de transporte.
La estación del Ferrocarril Central de Montevideo, llamada Estación General José Artigas después de 1955, no fue una excepción puesto que durante toda su vida activa funcionó en su interior un elegante café y bien surtido restaurante amén de  pequeños puestos donde los pasajeros podían tomar refrescos o comer algún sándwich. Me invade la nostalgia al evocar el viejo y tradicional CAFÉ Y RESTAURANTE DEL FERROCARRIL, ubicado a mano izquierda de la entrada, al que tantas veces concurrí con mi padre o mis amigos; no es que viajara tanto sino que el tren siempre me despertó una especial fascinación y cada vez que andaba cerca lo elegía para tomar un café o cortar la jornada con un almuerzo. Me gustaba ese inmenso salón de pródigas maderas, aire sobrio y mesas de largo mantel. Pero lo interesante no era solo el local sino la clientela siempre distinta, renovada constantemente, en especial antes o después de la llegada o la partida de los servicios de larga distancia. La sección cafetería ocupaba las primeras filas de mesas mientras que la parte del restaurante se ubicaba más adentro, cerca de las ventanas, con mesas reservadas para los comensales sin más separación entre ambas partes que el mantel y la vajilla que cubrían éstas últimas. Además de la típica clientela de pasajeros y viajeros, la calidad del servicio lo había vuelto el preferido de muchos montevideanos que deseaban una buena cena o un almuerzo de negocios a pocos pasos del centro. Y la cafetería solía ser un discreto punto de encuentros y de citas para parejas que se aguardaban en el anonimato de un lugar concurrido.  La cafetería y Restaurant del Ferrocarril cumplió exactamente 90 años de vida, de 1897 en que se inauguró la estación hasta fines de 1987, cuando se suprimió el servicio de pasajeros. El 2 de enero de 1988, día en que partió el último tren una profunda tristeza invadió nuestros corazones, ante el temor de que la desaparición del ferrocarril provocara también la desaparición de ese lugar tan tradicional en la vida montevideana. De todas maneras pocos cafés y restaurantes tuvieron tan larga trayectoria, aunque haya cambiado muchas veces de dueño. La estación del Ferrocarril Central del Uruguay fue inaugurada el 23 de junio de 1897 con un gran banquete de la colectividad inglesa, comerciantes, industriales y autoridades. El inmenso y hermoso edificio fue proyectado por el ingeniero Luigi Andreoni y librado al servicio público el 15 de julio de ese año. La disposición interna era, por entonces, diferente de la que conocimos. Hasta el año 1930 las boleterías daban  sobre la calle Rio Negro y el restaurant y confitería con todo el lujo de la vajilla inglesa ocupaba el hall central del edificio. En 1930, el año del Centenario, se llevaron a cabo algunas reformas para volver más funcional el servicio y la cafetería pasó al ala izquierda del edificio mientras que el inmenso hall central fue ocupado por las boleterías y comercios volantes como puestos de diarios y revistas, lustre de calzado y tiendas de souvernirs. Para este artículo interesa rescatar la magnificencia de los primeros tiempos, de cuando el ferrocarril era el medio de transporte por excelencia. Todo el movimiento comercial convergía en la capital, los negocios y el transporte de mercaderías y de personas. La estación estaba pegada al puerto, proyecto vial inglés para la rápida salida y entrada de las mercaderías en beneficio del hasta entonces inconmensurable imperio británico. La primera estación ferroviaria que tuvo Montevideo fue inaugurada el 16 de julio de 1871 en la esquina de Orillas del Plata (actual Galicia) y Río Negro y la segunda en 1874 sobre la calle Rio Negro, entre La Paz y Valparaíso. Para 1888 el Ferrocarril Central había proyectado una nueva estación terminal en terrenos que se ganarían al mar al costado de la calle Rio Negro, decisión que debió ser apurada tras producirse el incendio de la estación existente. La piedra fundamental fue colocada el 27 de agosto de 1893 y la Estación Central inaugurada el 27 de agosto de 1893 y librada al servicio el 15 de julio siguiente. El ferrocarril y los servicios anexos (entre los que se encontraban la cafetería y restaurante) funcionaron bajo la férrea administración inglesa hasta el año 1949 en que el servicio fue nacionalizado y fusionado en 1952 con el nombre de AFE. El 1975 el soberbio edificio fue declarado Monumento Histórico Nacional y luego de algunos toques de esperanza por el Plan Fénix cayó en estado de abandono por el que sufrimos todos los montevideanos esperando la pronta restauración y reciclaje con un destino adecuado a su pasado tradicional. Volviendo al restaurante poseo en mi archivo fotográfico un aviso publicitario de la cafetería y restaurant aparecido en la GUIA DEL SIGLO del año 1900. Por entonces el concesionario era Alberto F. Müller, un comerciante de origen alemán establecido en el país desde antes del año 1878. Müller tenía varios negocios y explotaba diversos ramos desde una cervecería hasta la representación, proveeduría y distribución de los siguientes productos: Agua Mineral, Ginger Ale, Guinnes´s extra Stout, Pale Ale, Cerveza de Pilsen y de Munchen. Dentro del ramo de bebidas finas tenía la representación de vino del Rhin y Mosela, Champagne y Bordeau, Oporto, Jerez y Madera, Whiskys Escocés, Irlandés y Americano, Old Tom Gin, Cognac Hennesey y Hardy, Bitter Angostura del Dr. Sigert, Ginebra y Licores de Holanda, Cacao y Chocolate, Conservas, Cigarros y Habanos de H. Upman. Y como corolario era proveedor de la línea del Norddeutscher Lloyd, con escritorio en Montevideo en la calle Solís números 59 a 65, esquina Cerrito. En el año 1900 la cafetería y el restaurant funcionaban a pleno. Ya en tan poco tiempo se había hecho famoso el buen servicio de la cafetería y de la comida. Y también de que el simpático germano no escatimaba esfuerzos en incorporar los últimos adelantos. La propaganda decía que la gran novedad del año era el GRAN ORCHESTRION AUTOMÁTICO, único ejemplar existente en el país que se había ubicado en el medio del salón. Se trataba de una verdadera joya de la mecánica, igual a los que estaban haciendo furor en los grandes salones europeos y norteamericanos que al funcionar semejaba un órgano en el que actuaban 72 flautas, 5 trombones y 33 trompetas, formando “una espléndida orquesta única en la República, ejecuta muy bonitas y variadas piezas que resultan de gran efecto por la precisión de todos los instrumentos”. La propaganda concluía con una promesa de buen servicio: “Los pasajeros que lleguen de campaña encontrarán siempre en este acreditado Restaurant a la llegada de los trenes, los manjares más delicados y platos a la minute. La cocina está a cargo de uno de los principales cocineros de la capital lo que es una recomendación para los gourmets”. En las inmediaciones de la Estación del Ferrocarril Central existieron negocios de todo tipo para atender el mundo de gente que circulaba diariamente por el lugar. Varios cafés, algunos bares y algunos restaurantes entre ellos el recordado Al Ritrovo degli Amici junto con hoteles y negocios de diferente estilo.

 

 

CAFÉ Y CONFITERÍA DEL RUSO

varese

A lo largo de la historia de Montevideo hubo varios almacenes, bares, cafés y confiterías con características tan singulares y curiosas que merecen figurar en la memoria de la ciudad.  Algunos por la personalidad exótica de sus dueños, otros por la especial ubicación de sus locales y los más por el tipo de clientela.  El CAFÉ Y CONFITERIA DEL RUSO por cierto que cumplió con todas esas circunstancias de dueño, lugar y público para quedar grabado en el recuerdo y merecer la pluma evocativa de Rómulo Rossi, un escritor memorialista que supo ser primero Intendente y luego periodista antes que ponerse a rescatar episodios del pasado. Porque el propietario del café, el Ruso, no era de nacionalidad rusa sino un robusto y dicharachero italiano, genovés por más señas, que de niño mereció tal apodo por el rojo anaranjado de su pelo. Pasaron los años y perdió algunas mañas pero siguió conservando el color del cabello que le daba un aire centro europeo. Entre las cosas que se contaban de él, se decía que había llegado en un barco como despensero de a bordo y que se las ingenió para desertar y quedarse en Montevideo, donde había encontrado varios connacionales. Después de años de duro trabajo en fondas y pensiones pudo cumplir el sueño del negocio propio y abrió un café en plena calle Sarandí, por entonces la más concurrida de la ciudad, entre Juan Carlos Gómez e Ituzaingó, como quien dice equidistante entre las Cámaras (antiguo Cabildo) y la Catedral. El local había sido el domicilio de Santiago Vázquez, constituyente y político, que la mantuvo en excelente estado hasta su fallecimiento en 1847 pero luego sus herederos se desinteresaron y el inmueble cayó en estado de abandono, lo que fue aprovechado por el Ruso para alquilar a buen precio la planta baja y por una partera, una Madame de buenos oficios, para ocupar el piso alto, donde hacía propaganda con un cartel que anunciaba su profesión y la complementaba con el dibujo de un niño envuelto en pañales.
El Ruso hizo colocar un toldo con su nombre frente al negocio para ganar unos metros sobre la vereda y separó el área del café de la confitería, dejando un espacio libre para comodidad de la clientela. Esta era generalmente fija, tertulianos habituales como los llama Rossi, entre los que se contaban los generalesFlores y de Tezanos, el comandante Quinteros, el Coronel Luís Queirolo, Juan Furriol y Enrique Casariego, Ruperto Nogués, Antonio Mayobre, el General Clarck, el coronel Usher, Blas Márquez, el coronel Zoilo Pereyra (muy bien tratado por ser el comisario de la seccional), los hermanos Laordell y varios señores y señoritos de visita diaria como Guillermo Mac Clean, Andreu, Viscayar, Larrobla, José Accinelli y José Mancilla, entre otros. Nombres que hoy no nos dicen nada pero que en su momento eran gente de influencia y figuración.  
Pero como la vida del Ruso era su propio negocio tampoco descuidaba los almuerzos ni las cenas para las que siempre tenía pronta una sartén gigantesca con aceite hirviendo en la que freía todo lo que el cliente pidiera, desde huevos hasta chorizos con puré, trozos de jamón, carne de res, pescados y toda clase de aves de caza y de campo. Todo bien frito y con el mismo sabor, gustoso pero de paladar indefinido.
Pero la riqueza del negocio estaba en las anécdotas. El Ruso tenía peculiaridades que lo hacían único. Se preciaba de ser amigo de los clientes y se sentaba con ellos en las mesas compartir vidas y charlas. Hombre de buen carácter llegó a prestar dinero a más de uno para sacarlo de un apuro, sin cobrarle intereses, e incluso llegó a fiar cantidades considerables, claro que sabiendo muy bien a quien prestaba. Que la decisión de prestar debía salir de él y no de que alguien se lo pidiera. Dicen las buenas mentas que nunca dejó de recuperar lo prestado, a veces en dinero y otras tantas en buenos servicios. Sus hijos recibieron educación en los mejores colegios, dícese que a cambio de cuentas abiertas para cenas suculentas de personajes influyentes. Y que no le quedó ningún clavo sin cobrar, salvo algunos casos en prestaba a sabiendas que no iban a devolverle, para tener un pretexto para sacarse de encima a los malos clientes.
Indudablemente que las anécdotas son la sal de los personajes y el sabor de los lugares. Hay algunas jocosas que pintan de cuerpo entero al pelirrojo genovés pero ninguna tan comentada como la del día en que un grupo de jóvenes clientes quiso pasarlo. En determinado momento que el Ruso se encontraba en el baño los clientes salieron de apuro, sin que nadie los viera, llevándose una fuente rebosante de comida. Era de noche y se escondieron en la sombra cómplice de la plaza Matriz. Estaban masticando a toda mandíbula y riendo a más no poder de la hazaña cumplida cuando apareció el Ruso con una bandeja en la que llevaba pancitos y varias botellas de buen vino con vasos correspondientes al número de los comensales. Y por supuesto que cargó el total a la cuenta de los chistosos, cazadores cazados, que vieron frustrada su diversión y tuvieron que pagar hasta el último peso.
Además del buen café, siempre servido en jarras humeantes, la especialidad de la casa lo eran las perdices en escabeche. La receta era secreta pero el resultado exquisito y convocaba una legión de adictos los días que las anunciaba un  letrero colocado en la puerta. Porque antes como hoy en día las perdices no eran plato seguro sino que dependía de la buena puntería de los proveedores. Los suculentos platos del genovés tenían fama de reconstituyentes como bien aseguraban los jóvenes calaveras que llegaban de madrugada para reponer las fuerzas gastadas en los bailongos del Bajo o de las Academias. El café del Ruso estuvo abierto por casi 30 años, desde antes de 1860 hasta 1885,en que  le fue dado el desalojo para construir el moderno edificio del Club Uruguay conforme a los planos del ingeniero Luigi Andreoni, también autor del edificio de la Estación Central del Ferrocarril. El Club Uruguay fue inaugurado con toda pompa en 1889 constituyéndose desde entonces en uno de los referentes del devenir ciudadano.
Por último no dejamos de advertir la coincidencia de que el mismo año 1885 en que cerraba sus puertas el CAFÉ Y CONFITERÍA DEL RUSO, las abría el CAFÉ AL POLO BAMBA, por los hermanos Severino y Francisco San Román, símbolo de los cafés literarios. Se cerraba una etapa y comenzaba una nueva.

Rómulo Rossi nació en Canelones el 29 de enero de 1879 y falleció en Montevideo el 2 de febrero de 1945. Político, periodista y escritor en 1911 se convirtió en Intendente de Canelones al suceder a Eduardo Lenzi. Dejó el cargo en enero de 1917 y se dedicó al periodismo. Integro durante años la redacción de La Mañana. Muchos de sus artículos fueron agrupados en forma de libro en los que integra sus propios recuerdos con la investigación histórica y anécdotas populares. Dentro de sus obras figuran Recuerdos y crónicas de antaño, publicadas en La Mañana en 1922 en el que habló del café y confitería del Ruso.

 

 

EL HISPANO

Hispano

El bar HISPANO, ubicado en la céntrica esquina de San José y Río Negro, es uno de los pocos sobrevivientes de los grandes cafés montevideanos de la década de 1950, entre los que se contaban el TUPÍ NAMBÁ, el MONTEVIDEO, el SOROCABANA, el AÑÓN y el MANCHESTER, entre otros. Hasta el año 1959 era el almacén y bar ACEVEDO, convertido desde entonces  y venta mediante en el amplio y luminoso salón del HISPANO, nombre destinado a rendir homenaje a la nacionalidad de los nuevos propietarios. Por entonces la ubicación era extraordinaria, en el verdadero centro de la ciudad, cerca de las grandes tiendas como el London París, Angenscheidt  y La Madrileña y próximo a la plaza Libertad, auténtico kilómetro cero, de donde llegaban y partían los ómnibus de Onda, cuyos autobuses comunicaban todas las rutas del país. Ciertamente se trataba de otro Montevideo, bullente de día y que brillaba de noche. La avenida 18 de Julio era una romería, especialmente los sábados en que la gente asistía a los cines para luego complementar el paseo en los bares y restaurantes. Para conocer la historia y el ambiente de un café, ya lo dijimos en más de una oportunidad, nada mejor que entrevistar a uno de los mozos. De cuanto más larga su trayectoria mejor, puesto que suelen ser la cara visible y los más fieles depositarios de la memoria del lugar. En este caso contamos con la presencia y personalidad de Rafael Domínguez, un montevideano  de 57 años, que entró a trabajar muy joven en el HISPANO, en noviembre de 1974, ya con experiencia en el ramo puesto que antes estuvo en el CASTROBÓ de 18 y Paullier, el LATINO y el MANCHESTER. La década del 50 fue de años de mucho, muchísimo trabajo, en que había varios cafés en cada esquina y todos trabajaban. Siempre con gente, tanto de día como de noche. Los cines, antes de la llegada de la televisión y de los shoppings, eran la gran diversión.  Y también los teatros, de gran movimiento en los ensayos y localidades agotadas durante las funciones.  El sábado era el día clásico, 4 funciones de cine y luego la trasnoche. Eran las tres o cuatro de la mañana y la gente seguía caminando por 18 y entrando en los boliches. Había otro poder adquisitivo y también los cafés eran verdaderos centros de encuentro, donde todos se conocían y reunían para conversar. Por entonces los bares y cafés del centro no cerraban nunca, abrían a las 6 de la mañana y cerraban a las 4 o 4 y media de la madrugada, solo para limpiar el piso, arreglar el mostrador y cambiar de turno. Otra peculiaridad de aquellos tiempos era la costumbre del copetín o aperitivo, que se servía con cantidad de acompañamientos, modalidad que hizo famoso al HISPANO con sus 30 platitos con queso, fiambre, maníes, aceitunas, papitas, etc. Todos productos de calidad, pequeñas porciones de especialidades de la casa, generalmente divididos en la parte caliente, la fría y la dulce. Tal cantidad de acompañamiento no dejaba lugar para más nada, constituía un verdadero almuerzo o cena, según la hora.  Hoy esta práctica casi ha desaparecido, como también cambiaron muchas otras costumbres en los últimos 30 años; la gente dejó de ir al centro, que quedó vacío, después de las 12 de la noche no queda nadie, las calles se vuelven oscuras y peligrosas. De otra época Domínguez recuerda haber atendido en el HISPANO a personajes de la vida social y la política, entre ellos a Zumarán, Carlos Julio Pereira, Jorge Batlle y al General Seregni,  y de tiempos actuales a Fernando Lorenzo, Vergara, el ministro Bonomi y al propio presidente Mujica, a quien tuvo el honor de servir personalmente. También atendió la mesa en que se sentó el presidente norteamericano George Bush, precedida el día anterior de una legión de guardaespaldas que fueron a estudiar el terreno y a planear la seguridad.  En tiempos de la dictadura hubo un mozo, conocido como El Cacho, que había sido puesto por la Dirección de inteligencia para escuchar las conversaciones, tanta era la cantidad de gente y tantos los temas que se hablaban en el HISPANO, hecho del que recién se enteraron años después, por comentarios de clientes que trabajaban en el Palacio Legislativo. Durante estos años se sucedieron tres firmas comerciales en el bar, con las que Domínguez se llevó muy bien, en especial con los hermanos Celso y Leandro Monteserín, dedicados hoy al ramo hotelero.

La peña de Candeau

Pero, sin duda, lo más importante y característico del bar HISPANO es el homenaje a la peña que todas las noches y casi por 30 años se reunió en torno a la señera figura de Alberto Candeau, una de los actores más influyentes y recordados del teatro nacional. La peña artístico teatral la había fundado en la década del cincuenta el abogado y dramaturgo Juan Carlos Patrón en una mesa del viejo TUPÍ NAMBÁ de la plaza Independencia. Patrón, decano de la Facultad de Derecho y referente del mundo universitario y bohemio de la época había sido años antes el creador de una peña en el VACCARO, de General Flores. Jurista, escritor de piezas teatrales y musicales, amigo de Gardel y compositor de letras de tango, Patrón merece que le dediquemos un próximo artículo. Amante del teatro y autor de algunas piezas, solía reunirse con actores y artistas, especialmente de la Comedia Nacional que solían frecuentar su mesa para conversar de todos los temas. Entre ellos y desde el principio entabló amistad con Alberto  Candeau, con quien llegó, incluso, a escribir un par de piezas dramático musicales. En 1959, año en que cerró el viejo TUPÍ para dar lugar al edificio Ciudadela, la peña teatral se mudó para el HISPANO, abierto ese mismo año.  Y cuando Patrón dejó de concurrir a la peña, esta continuó bajo la tácita dirección de Candeau. El actor se sentaba en su mesa, ubicada en la mitad del café, rodeado de una legión de amigos y conocidos, muchos de ellos actores y otros pintores o literatos. Rafael Domínguez, nuestro mozo, recuerda haber atendido muchas veces a  Candeau, que irradiaba el ambiente con personalidad y con su voz. En algunas noches la peña llegó a superar las 20 personas, grupo heterogéneo que se olvidaba del tiempo y muchas veces quedaba hasta el cierre del local, atrapado por la magia y los comentarios del actor, que narraba historias y anécdotas, analizaba obras de teatro, funciones de cine y hasta improvisaba relatos de fútbol o discusiones sobre política. Resulta curioso que siempre empezaban hablando de teatro pero terminaban tocando todos los temas.  Candeau se quedaba hasta el final, recuerda Domínguez a veces hasta que los mozos empezaban a baldear el piso. En una oportunidad, recién cuando el agua llegó hasta los pies el actor este se dio por aludido y se levantó para decir en tono teatral: - Parece que me están echando…Para complementar la riqueza anecdótica de la peña y catalogar su tono vivencial contamos con una entrevista de primera mano debida a la pluma del crítico literario Prof. Rodolfo Fatoruso, que fue publicada el 29 de mayo de 1982 en el seminario Opinar. Un testimonio vivo sobre la peña y el ambiente cultural que se respiraba en el momento, en fecha en que el actor contaba con 72 años de edad pero mantenía toda su robustez intelectual y moral. La nota consistió en una sucesión de entrevistas, empezada con la del propio Candeau y continuada luego por las realizadas a Estela Castro, Estela Medina, Denis Molina, Alfredo de la Peña y Dumas Lerena, entre otros, a medida que iban llegando a sus lugares durante el correr de la noche.  Todos fueron contestes en que Candeau era el polo de atracción y que los pocos días que faltaba, generalmente los miércoles, el tema derivaba en comentarios sobre su persona. Candeau falleció en el año 1990 pero los contertulios, amigos y compañeros, siguieron reuniéndose durante años en torno a la misma mesa, recordando la voz recia y la presencia del actor. En el año 1992 decidieron homenajear el recuerdo y colocaron, con permiso de los dueños del HISPANO, una chapa de bronce contra la pared, pegada a la misma mesa donde se reunían todas las noches. La placa lleva la siguiente leyenda:

LA PRESENCIA Y EL ESPÍRITU SIGUEN INTACTOS.
ESTA ES LA PEÑA DE ALBERTO CANDEAU. 1992”. 

Y junto con la chapa de bronce se colocó una fotografía del actor en momentos en que leía la proclama del Obelisco, magistral anticipo del retorno a la democracia que resonó por todo el Parque de los Aliados.
Otros memoriosos como Luis Greene, en su sección Prohibido para nostálgicos, recuerdan la peña de Candeau con encendido homenaje. Otro de los infaltables lo era el pintor Manolo Lima, que pedía su bistec acompañado de vino rosado, también venía el actor Enrique Guarnero con jóvenes estudiantes de la Escuela de Arte Dramático y más tarde llegaba el Bebe Cerminara. También se hacía presente el escritor Alejandro Paternain, a cargo de la página literaria de El Día y más tarde el actor Carlos Aguilera, que leía en voz alta las cartas que mandaban los amigos desde el exilio.

 


El mozo Rafael Domínguez junto con el escritor Juan Antonio Varese,en la misma mesa donde se sentaba el actor Alberto Candeau

 

 

CAFÉS Y BARES DE CAMARERAS
Por. Juan Antonio Varese

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Acuarela realizada por Álvaro Saralegui Rosé de la obra: “CAFETÍN DEL PUERTO” de Manuel Rosé

 

Los que peinamos canas solemos recordar los tiempos de los cafés y bares de camareras –de alguna manera hay que llamarlos- que pululaban por la Ciudad Vieja desde la calle Florida hasta la de Pérez Castellano y desde 25 de Mayo hacia el norte, destinados principalmente a una clientela de marinos y marineros, por entonces numerosa, que disponía de noches libres y dinero en los bolsillos para vivir el sueño de un amor en cada puerto. Eran los típicos boliches y bolichones de copas donde no importaba tanto la calidad de las bebidas sino el trato con las mujeres que los atendían, antesala obligatoria para un rato de intimidad en la trastienda o en la casa de huéspedes de la esquina.
Podemos decir que había decenas de ellos, prácticamente a lo largo de la zona portuaria desde la calle Florida hasta Maciel. Lugar céntrico y apartado a la vez, de casas viejas y calles empedradas, conocido popularmente como el “bajo” y habitado, en general, por gente de mal vivir que había llegado desde distintos puntos de la ciudad. Antiguas viviendas, algunas de tipo residencial convertidas en hoteles, pensiones, prostíbulos y amuebladas donde se refugiaba la caterva del sub mundo que solía rodear a las mujeres “del ambiente”. Por doquier abrían sus puertas los cafetines, desde los clásicos para tomar bebidas y pasar el tiempo hasta los atendidos por camareras y bailarinas. En realidad se trataba de lugares difíciles de definir: locales de varietés, prostíbulos con bebidas o salas danzantes, los había de todos los tipos y para todos los bolsillos. Algunos presentaban lujoso aspecto y ofrecían música en vivo y bellas mujeres mientras que otros mostraban un pésimo aspecto y un plantel femenino que dejaba mucho que desear.
Poco o nada, curiosamente, se ha escrito sobre estos lugares ya que los cronistas se dedicaron más a los cabarets y dancings ubicados cuadras arriba como el Royal Pigall o el Moulin Rouge, a los que dedicaremos un próximo artículo. Por lo que para hablar de estos antros debo recurrir a mis recuerdos, entrevistas a viejos vecinos y a los avisos aparecidos en la prensa de la época. Algunos hacían buena propaganda y lucían por fuera grandes letreros como el Nelson Baar, en la calle Piedras 513, que anunciaba “Varietés y orquesta internacional de Jazz” o el Café  Paradis, de la calle 33 núm. 1516 que se anunciaba como “Gran café y varietés. Precios populares, alegría y cultura”, o el Kakadú de Colón 1588 que se promocionaba como “el más alegre del puerto, siempre con novedades y excelente orquesta” y el City Baar de Colón nº 1561, que ofrecía “grandes atracciones, precios moderados y excelente orquesta”.

cafe bar


Además de la clientela habitual de marineros llegados desde todos los mares del mundo en épocas en que los barcos requerían de numerosa tripulación para las maniobras y de personal para la carga y descarga de las mercaderías, dichos negocios se llenaban con toda la suerte de extraños personajes de la vida nocturna. La novedad de aquellos tiempos eran las máquinas automáticas en las que había que insertar monedas para seleccionar las piezas musicales; todo establecimiento que se respetara tenía que tener a lo menos uno y los más sofisticados disponían de luces de colores y extraños efectos.
Claro que estos lugares nocturnos y danzantes eran peligrosos porque corría el alcohol y muchas veces la droga, males que generalmente van de la mano. Y otras veces solía correr la sangre, ya fuere entre borrachos o entre las mujeres y sus macrós, los hombres que las protegían y esclavizaban a la vez. Un poco el mundo del tango, la ley del suburbio aunque ya desaparecida de los propios suburbios. Mundo oscuro y rechazado que no dejaba de inspirar cierta fascinación entre el resto de los montevideanos. Muchos jóvenes estudiantes como el suscrito, aunque los mirábamos como lugar tabú y una especie de zona roja en versión criolla, nos sentíamos ganados por la curiosidad de ver a las mujeres “del ambiente” en su propio ambiente y nos armábamos de coraje para entrar en alguno de ellos hasta acodarnos en el mostrador y pedir una copa, como pretexto para observar atentamente el espectáculo. Y a veces nuestras novias o amigas nos pedían que las lleváramos en auto para observar desde fuera todo ese mundo de luces y sombras, sórdido y deslumbrante a la vez. Que lo prohibido siempre ha tenido un encanto muy particular.
El común denominador de estos lugares era el aspecto desprolijo que presentaban durante el día. Frentes abandonados y luces de neón sin entusiasmo sobre las marquesinas, pero que al llegar la noche comenzaban a cobrar vida, a encenderse con nombres tintineantes, generalmente en inglés o francés, para llamar la atención de los clientes que, no se sabía de donde, comenzaban a aparecer como por arte de magia. Desde dentro se prendían pálidas luces de colores, rojas, amarillas o verdes, lo que les confería un toque de misterio y permitía entrever sombras femeninas de curvas generosas en medio de una nube de humo. De las puertas abiertas salía un extraño perfume con dejos de aire cerrado, sudores intimistas y alcoholes concentrados.
El personal masculino era generalmente escaso y atendía tareas propias como la atención de la caja y el mostrador, cargos que en locales pequeños se confundían en la misma persona. Y en ciertos casos dos o tres fornidos porteros, cual modernos patovicas, para cuidar la entrada y la salida, especialmente esta última para que los clientes no se fueran sin pagar. El personal restante era femenino, mozas o camareras y bailarinas que aguardaban paradas en hilera o sentadas en el mostrador hasta que el cliente las convidara con una copa. Luego de la bebida y el baile, según las reglas de cada local, dama y cliente aguardaban el momento adecuado para retirarse. Cada caso según lo convenido aunque a veces las cosas se complicaban y terminaban en descomunales reyertas cuando el cliente no quería pagar las consumiciones o el precio convenido por el acto de amor.
Montevideo, como toda ciudad portuaria, tuvo siempre este tipo de cafetines pero su número y clientela aumentó desde 1930 en adelante cuando comenzaron las expropiaciones de la zona sur de la ciudad. Las demoliciones se llevaron el famoso “Bajo” de las calles Brecha y Yerbal, inmortalizado por las plumas de Ramón Collazo y del Hachero, sus principales cronistas. Fue entonces que los peringundines y amueblados se mudaron para el norte de la ciudad vieja, quedando la calle 25 de Mayo como línea divisoria entre el mundo de los negocios y la banca y el de la prostitución. El trazado de la rambla sur borró de un plumazo buena parte de la historia de la ciudad.
Por la década de 1980 dichos negocios comenzaron a desaparecer, hasta el punto de que hoy no queda ninguno. Han cambiado los tiempos y las circunstancias. Por un lado la ciudad se ha modernizado con el mejor trazado de la rambla norte y la activación del puerto y por otro el transporte marítimo ha evolucionado y la carga en contenedores limitado el tiempo de estadía de los barcos en el puerto o sea que hay menos marineros en banda.
Adjuntamos una página de la revista Montevideo Alegre, publicada en 1930, entre los que podréis encontrar propaganda del Café y bar Edison, el Carlton y el Café y bar Cerro Largo:


No debemos confundirlo con el “Bajo” de las calles Brecha y Yerbal que se ubicaba al sur de la ciudad vieja hasta la década de 1930.

 

 

EL MORISCO
Por Juan Antonio Varese

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El MORISCO fue  el cabaret más lujoso y lujurioso que tuvo Montevideo. No debe extrañar la inclusión del género cabaret dentro de las historias de los cafés porque el concepto desde el que se desarrolla el tema tiene mucho que ver con la evolución de la ciudad, sus costumbres y formas de vida. Y porque, aunque las modalidades fueron totalmente distintas, subyacía el nexo común de tratarse de lugares donde la gente concurría en busca de diversión y esparcimiento. Los bares y café, por un lado y los cabarets y lugares nocturnos por otro, eran en última instancia, puntos de encuentro donde la bebida no era el fin sino el medio para el intercambio y el dialogo. En uno el encuentro se daba con uno mismo o con los amigos y en el otro la búsqueda era del complemento femenino, un poco de amor transitorio y casual. La ciudad de Montevideo tuvo, especialmente entre las primeras décadas del siglo veinte, una rica y activa vida nocturna, materializada en cabarets, dancings, clubes nocturnos, cafés concerts, teatros de variedades, etc., tema del que nos ocuparemos en otro artículo. El MORISCO, uno de los más increíbles cabarets que tuvo la ciudad, fue más conocido por el público con el nombre de CABARET DE LA MUERTE. Ubicado a los fondos del cementerio del Buceo y de frente al mar justo donde la rambla traza un recodo brusco y repentino que ha ocasionado muchos accidentes automovilísticos, haciéndola merecedora del apodo de “curva de la muerte”.
Este antro nocturno que semeja un palacio de las mil y una noches tuvo un auge tan breve como legendario, menos de dos años de vida llena de extrañas leyendas y comentarios de lujo y perversión logró despertar múltiples polémicas entre los trasnochadores montevideanos del pasado, la primera de las cuales refiere a su nombre.
¿De donde proviene lo de cabaret de la muerte?
Para algunos antiguos clientes se debía a la proximidad del cementerio, vecindad no adecuada para rendir culto a la diversión nocturna, mientras que otros lo atribuyeron al espantoso crimen con ingrediente pasional incluido, que aconteció a los pocos meses de la inauguración, cuando uno de los parroquianos mató a su querida y al amante dentro del local. La polémica se trenzó con otra de las versiones que lo atribuía a su presunta similitud con el “Cabaret de la Mort” existente en París con el nombre de Cabaret du Neant, famoso centro nocturno que muy pocos habían visto y muchos menos conocido por dentro no obstante lo cual despertó fascinación en nuestro ambiente. El llamado Cabaret de la Mort o du Néant fue fundado en el año 1892 por un excéntrico empresario francés de apellido Dorville y se ubicaba en el número 34 del Boulevard  de Cliché. El lúgubre interior fue conocido gracias a las fotografías tomadas por Eugêne Atgest 1857-1927), fotógrafo que se dedicó a retratar  las escenas más mórbidas del sub mundo parisino de la época. El lugar estaba distribuido en diferentes salas a las que se accedía por oscuros y angostos pasillos, los nombres de las salas dependían de los actos que allí se representaban. Por ejemplo, la sala del bar  tenía la peculiaridad de que las mesas eran ataúdes. Toda la sala era de tonos oscuros con calaveras y siniestras estatuas decorando las paredes que, bajo la iluminación tenue de las velas que colgaban de huesudas lámparas, otorgaban al lugar de un aire cargado y siniestro. Otra sala era conocida como la de la Desintegración, en la que se representaban espectáculos tétricos, el más conocido era el “Pepper´s Ghost”, en el que una persona elegida de entre el público se transformaba ante la mirada atónita de los espectadores en un esqueleto, lo que se conseguía mediante un efecto óptico creado con luces y espejos. Los rumores sobre este fantástico submundo deben haber influenciado la fértil imaginación del Cavaliere Visconte Romano, el dueño del MORISCO, un empresario italiano radicado en Montevideo y también dueño del teatro ROYAL PIGALL, hombre entrado en fortuna, noctámbulo por excelencia, amigo de artistas, cantantes y él mismo barítono venido a menos. Respecto del lugar elegido el barrio del Buceo, en la década de 1920 era un lugar sombrío y poco poblado. La presencia del Cementerio dominaba todo el barrio y el trabajo de sus pobladores. Siempre fue considerado un apéndice de la Unión, su puerto, su aduana y su playa. Con todo la zona tuvo sus momentos especiales como cuando el naufragio del navío Nuestra Señora de la Luz y las posteriores incursiones en busca de sus tesoros, de ahí el nombre del Buceo. Otro momento de esplendor se vivió durante las invasiones inglesas, cuando las tropas invasoras desembarcaron en la playa y de allí avanzaron hacia la ciudad amurallada. Pero sin duda el momento culminante lo fue durante la Guerra Grande, cuando era puerto de entrada y salida del gobierno del Cerrito. El proyecto del MORISCO, para el cual consultó a varios arquitectos de Montevideo, data del año 1925 aunque su construcción comenzó tiempo después, inaugurado en 1930. Ya desde los cimientos, dados los problemas con las autoridades municipales y los accidentes durante la construcción, comenzó con un aire de misterio, de fama maldita, de vicios ocultos y con el encanto que suele despertar lo prohibido. Se hizo famoso por lo refinado de su interior, de los finos tapizados traídos de oriente y de su reluciente vajilla. Pero también se hablaba de que las más hermosas y experientes mujeres de la noche eran alternadas, tras las rojas cortinas de brocato, con homosexuales vestidos de forma extravagante que encontraban el lugar adecuado para satisfacer sus inclinaciones. Muchos de ellos, se decía, eran personajes de la política y del foro, que de noche se vestían con atuendos femeninos para dar rienda suelta a su verdadera naturaleza. Entre ellos, según un excelente artículo de Ángel Grene, se encontraba uno de los más copetudos dirigentes del Jockey Club. También los comentarios circulaban sobre las bebidas, puesto que se servía un auténtico Pernod francés, y en especial un cóctel que se había hecho famoso y despertaba reminiscencias por lo exótico de su nombre, el “Hada Verde” con el cual se aseguraba un viaje más allá de los sentidos. Nunca pudo reconstruirse la fórmula aunque se decía que se trataba de una combinación de ajenjo con absenta, deliciosamente preparada, que subía directamente a la cabeza. Desde la entrada misma todo daba la sensación de un fastuoso rincón del oriente, por cuanto un par de porteros vestidos con turbantes custodiaban la puerta con sendas antorchas encendidas. La música era el jazz aunque otras veces amenizaban las guitarras y el bandoneón, cuando llegaba algún cliente amante del tango. Y la presencia femenina, elegante de fina insinuación, iba de mesa en mesa hasta que convenían con el cliente de turno para desaparecer tras las penumbras de los palcos. Santiago Luz, un gran músico uruguayo, contratado varias veces para amenizar los bailes, contaba que para subir al escenario lo obligaban a ponerse un frac. No más de dos años duraron las luces y lujos del MORISCO. En parte porque el crecimiento de la ciudad, que se orientaba hacia el este, le quitaba privacidad al lugar, lo que sumado a la presión de varias personalidades influyentes que estaban en contra del lugar, convencieron a las autoridades para que exigieran el cierre. Vicente Romano, Il Cavagliere Romano como le decían sus amigos, continuó con el ROYAL PIGALL pero no tuvo más remedio que cerrar el MORISCO. Aunque, hay quienes dicen que el cierre se debió al revuelo ocasionado por el sangriento crimen, que escandalizó y asustó tanto a la clientela que terminaron por dejar de ir a tan siniestro lugar de muertos y de sombras. Después de cerrado el cabaret las vueltas del destino volvieron a jugarle una tétrica remake puesto que fue utilizado, aunque por poco tiempo, como “morgue” del cementerio. Desde 1934 hasta 1940 el edifico fue destinado a Museo Oceanográfico. Después estuvo cerrado durante más de 15 años, sin que nadie acertara a encontrar una explicación para la clausura de sus puertas, hasta el año 1956 en que volvió a abrirse, esta vez como Museo Zoológico DÁMASO ANTONIO LARRAÑAGA, nombre y función que se mantiene hasta ahora. Aun hoy día el edificio sigue siendo uno de los más extraños de la ciudad y condensa una de sus historia más peculiares, tanto que se lo considera integrando una de las piezas más enigmática de nuestro folclore urbano.

 

 

CAFÉS, CONFITERÍAS Y BOLICHES
DE POCITOS y PUNTA CARRETAS
Por. Juan Antonio Varese

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Hacia 1877, en la entonces casi desierta playa de los Pocitos, tierra de lavanderas y de pescadores con el agregado de un pequeño galpón para que los primeros bañistas, separados por sexos, pudieran disfrutar tímidamente de las aguas del mar, se abrió el Recreo de los Pocitos, el primer lugar para tomar el té, saborear un café y beber refrigerios. Los llamados recreos (los hubo también en el centro, en el Cordón, en la Aguada, en las Piedras, etc. y otras partes de la ciudad) eran locales con una parte cerrada y otra abierta, ésta última separada por glorietas. Las bebidas más comunes eran el cognac y el aguardiente para los hombres mientras que las mujeres tomaban el té y la gente menuda el Cusenier, refresco en base a esencias de procedencia francesa y gustos varios.
Tiempo después abrió un restaurant y bar para complementar el establecimiento de baños y primer hotel de los Pocitos, levantado sobre la playa por la compañía del tranvía. Los visitantes que no se hospedaban en el hotel solían acudir a los almacenes, en cuyo mostrador podían tomar unas copas mientras se jugaba a las cartas o al billar. Las mujeres y los niños, por su parte, se dirigían al tambo para tomar un vaso de leche al pie de la vaca con los consabidos bizcochos de crema. Dos de los tambos quedaron para el mejor recuerdo: el de Manuel Antes en Pereira y Berro y el ubicado en el primer piso de Villa Bambolla, casona de madera sobre pilotes que se utilizaba para banquetes y en cuyo primer piso funcionaba el tambo; las vacas eran obligadas a subir las escaleras hasta el piso superior y por la noche se las llevaba hasta un refugio cercano.
A principios del siglo XX, en el todavía “pueblo de los Pocitos” surgieron algunos cafés y/o almacenes con una o dos entradas, al estilo de la época. En 1910 abrió el Expreso Pocitos frente a su ubicación actual, respondiendo su nombre a que el tranvía 31 solía regresar con el letrero de “expreso” hasta el centro. Décadas después, trasladado al edificio de enfrente, lleva más de 100 años de actividad. Le siguieron el almacén y bar Tabaré, que desde 1919 abre sus puertas en el lindero barrio de Punta Carretas, convertido desde 1993 en museo, restaurante y pub y La Giraldita, en la esquina de José Benito Lamas y Enrique Muñoz, abierto “desde principios del siglo XX”, remozado y ampliado en los últimos años. También debe mencionarse el Bar 62, en la esquina de  Miguel Barreiro y Berro, llamado así en homenaje a la terminal del trolley bus a su puerta que hoy luce con nuevo aspecto. También de aquellos tiempos novecentistas debe recordarse el café y billar con toques de suburbio que la fantasía popular dio en llamar Mirador Rosado, antro de rico historial, primero como casa de familia, luego como caserón de banquetes, más tarde almacén, café y billar de dudosa reputación hasta que fue demolido y vuelto a construir con su mismo color de fachada y desde la década de 1990 convertido en restaurante. Interesante historia que ameritará un próximo artículo para contar de un crimen prostibulario y de una increíble trayectoria deportiva que continúa hasta hoy.

Respecto de los cafés, bares y boliches de Pocitos y Punta Carretas, los hubo y los hay de todos los tipos y para todos los gustos. Desde paradores sobre la playa hasta elegantes confiterías, larga es la lista que despuntan los entrevistados memoriosos y brota de mis propios recuerdos. Entre ellos La Rana, bar y parador en la calle Benito Blanco casi Buxareo donde se levanta el edificio del Club Banco República, famoso por sus comidas caseras y el primero restaurante y salón de comidas y luego confitería Las Palmas, en la tradicional esquina de Bulevar España y la rambla, donde hoy funciona el café literario de la librería Jenny; dicho lugar abrió a comienzos de la década de 1910 cuando, al inaugurarse la rambla se aprovechó un viejo galpón donde se guardaban las carpas y sombrillas para convertirlo en restaurante. Recuerdo haber visto una foto que muestra un pequeño local rodeado de palmeras, de donde le vino el nombre. Después, en la década del 50, cuando se levantó un moderno edificio de apartamentos, Las Palmas se convirtió en confitería y continuó siendo el punto más elegante de la rambla. Todos los encuentros, las citas y los paseos tenían la tenían como referencia. De la misma época recordamos El Ombú sobre Bulevar España a la altura del emblemático árbol, primero restaurante y luego confitería trasladada hoy a Bulevar Artigas casi Canelones y La Torre, coqueto restaurante desaparecido cuando la construcción del Rambla Hotel.
Continuando con las confiterías, registramos la Conaprole en la rambla y Solano Antuña, frente a la plazoleta Trouville que todavía mantiene su clásica presencia y La Castellana, en la esquina de Avenida Brasil y Lázaro Gadea, inaugurada con todo lujo en el año 1948. Famosa por las mujeres elegantes, de fama dudosa, que se sentaban a la tardecita, lugar de citas clandestinas y parejas emancipadas donde se servían bebidas en ambiente distendido. Su dueño, Julián Moreno, todo un personaje y hombre de la noche, La Castellana marcó toda una época hasta su cierre en los ochenta y pico.
 Otras confiterías pocitenses lo fueron La Fragata y La Goleta, sobre la rambla, con nombres acordes al entorno marino de sus ubicaciones, hoy desaparecidas. Resalta en la memoria el reciente cierre de la confitería Anrejó en Avenida Brasil y Libertad, famosa por sus coctails. Y otras tantas que no podemos recordar por la ingratitud de la memoria.
Entre los boliches pintorescos, que ya no existen, sobresalen el Tico Tico, pegado al Expreso Pocitos, pero más libre y con clientela más joven, abierto por un antiguo empleado del Expreso, La Vitamínica sobre Benito blanco entre Bulevar España y Avenida Brasil, famosa por sus jugos y generosos sándwiches y ambiente cordial y Chamadoira, en Benito Blanco y Martí, y por próximo a Bellas Artes el preferido del mundo bohemio de artistas y estudiantes y Las 2 V – B en Veintiseis de Marzo y Buxareo.
De entre los más recientes la memoria pierde noción de perspectiva al mirar hacia atrás y tiende  a confundir los nombres y olvidar unos cuantos. Veamos primero, al correr de la pluma, algunos ya desaparecidos como el Gran Pocitos o Lo de Manolo (como mejor lo quieran llamarlo) en la esquina de Avda. Brasil y Benito Blanco, tradicional bolichín de copas frecuentado por guardas y conductores de ómnibus en relevo, ya que estaba a la vuelta de las oficinas, (donde hoy se encuentra La Pasiva), el café y bar La Proa, pequeño y esquinero en Br. España y Sarmiento, proa de barco difícil de atracar, luego florería y ahora óptica, cuyos principales clientes eran los estudiantes del Liceo Suárez, el café y bar Defensor en la esquina de 21 de setiembre, Jaime Zudáñez y Williman, muy caro en mis recuerdos porque durante muchos años fue mi lugar de parada, el café y bar Fray Mocho, otro de mis predilectos con típico sabor de café de barrio que supo conservar hasta el último día, con mozo pintoresco y mostrador de mármol para las copas y el café y bar Prado en la esquina de Br. España y Benito Blanco, desaparecido en beneficio de una sucursal de banco. A los que la memoria de “Rosa Roja”, de familia oriunda de Pocitos, agrega el café y bar Ajedrez, de 26 de Marzo y Pagola y el Deux Magots (demagogo) para los gurises del Suárez, de Br. España y Ellauri.
Respecto de los existentes, transformados o no, tenemos el café y bar Sporting, en la esquina de 21 de Setiembre y Libertad, el bar La Hacienda en Libertad y El Viejo Pancho, que sigue conservando su aire vetusto y auténtico, el café y bar Don Trigo en Berro y Pereyra, (antes El Gallo de Oro y después Pocitos Star), reciclado y con sucursal en el Parque Rodó, el bar El Emporio de la Pizza (antiguo bar Congreso) en Libertad y Bulevar España donde van los estudiantes de Arquitectura, el café y resto bar Valerio en Avenida Brasil y Ellauri (antes bar Torrado), el café y bar El Tigre en la esquina de Scocería y Luis de la Torre, lugar tradicional de barrio reciclado en moderna parrilla lo mismo que el Tranquilo Bar sobre 21 de setiembre, lugar de picadas, el café Costa Azul sobre Benito Blanco y Buxareo, el bar y pizzería Trouville en 21 de setiembre y Francisco A. Vidal y la otra en 26 de Marzo y Pereira, donde antes estuvo el bar Añón y después el Malecón) y otros tantos que la memoria no registra y acerca de lo cual pedimos la colaboración de los lectores.
Para el final dejamos el recuerdo de la esquina de nuestra juventud, la de 21 de Setiembre y Ellauri, con su inefable trío de cafés y pizzerías: el Añón, donde hoy se encuentra un Mac Donald funcional y adaptado a café, la pizzería Chez Piñeiro y el café y bar Saroldi, de grata memoria.
Y para los nostálgicos cerramos nuestro paseo con una mención a El Cubilete, un cabaret de copas y mujeres, modalidad casi desaparecida en estos tiempos y la boite A Baiuca, ésta última sobre Francisco Vidal y Juan María Pérez, con inolvidables noches de Bossa Nova y cómplice oscuridad.

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CAFÉ Y BAR DEL TRIUNFO*
por. Juan Antonio Varese



Desde el año 2000 que la esquina de las calles Cerrito y Colón se encuentra vacía, las puertas y ventanas tapiadas por tablones entrecruzados. Una pena porque en dicho local funcionó desde mediados del siglo XX el */Café y Bar Del Triunfo/*, uno de los más emblemáticos de Montevideo. Pero no tanto por su trayectoria comercial, por más interesante que haya sido, sino porque el terreno donde se asienta señala el lugar de nacimiento de uno de los héroes de nuestra independencia, nada menos que el general José Gervasio Artigas. El edificio, declarado Monumento Histórico Nacional desde el año 1975, se encuentra actualmente en manos privadas pero los montevideanos no perdemos la esperanza de que algún día albergue un museo destinado a conservar valiosos testimonios de nuestra historia, en especial de pertenencia a la época y familia de Artigas. Las puertas no solo están cerradas para las visitas al lugar sino que también lo están para la investigación, conforme a la máxima de que cuando un negocio se cierra poco queda de sus historias. He obtenido, no obstante, dos entrevistados de lujo para conocer sobre la trayectoria “Del Triunfo”: el “Pocho” Natale, vecino del barrio por más de 80 años y el lotero Ferreira, vendedor de lotería, con quienes conversé largo y tendido cuando estaba recabando información para el libro “Mercado del Puerto” y que ahora volvieron a brindar su generosa memoria para rescatar la historia del barrio, de la calle Colón y de la antigua terminal de ómnibus y trolleybuses de la Aduana. La calle Colón era de salida, era la que comunicaba el puerto con la ciudad y por lo tanto los comercios tenían movimiento inusitado y los bares y cafés del entorno se repartían las pandillas de changadores en espera de ser llamados para la carga y descarga de las embarcaciones. Cuando el cambio de tráfico dejó a la calle Colón casi vacía y las bodegas de los barcos se transformaron en contenedores y la zona del Mercado perdió su vida comercial la zona cayó en una larga decadencia. Muchos negocios cerraron, mucha gente se mudó hacia otros barrios y la mayoría de los boliches perdió su clientela y terminó por cerrar. Sergio Podestá, dueño del quiosco lindero sobre la calle Colón que atiende desde el año 1978, accedió a conversar sobre el pasado de ambas etapas, la del gentío y la de la decadencia posterior. Por la década de 1920 hasta más o menos 1950 y tantos en la esquina se encontraba el *almacén del TRIUNFO*, con lo que develamos el origen del nombre del café, continuación del famoso almacén que lo precedió. Una pequeña fotografía que integra mi colección muestra el almacén y el negocio de tintorería a su lado. El */café y bar del Triunfo/* era de dos hermanos de apellido Rodríguez, el primero Ceferino, famoso por ocupar durante varios períodos la presidencia del Club Nacional de Fútbol y ser propietario de varios negocios y el segundo, Leandro, de bajo perfil pero dedicación plena al negocio. Francisco, su mano derecha y hombre de confianza, se turnaba con él al frente al mostrador, de día y de noche, controlando al personal de un lado y atendiendo a la clientela del otro, para solucionar cualquier problema que pudiera presentarse. Pese a que los clientes eran mayormente de la zona, como los de los otros cafés de la cuadra, */Del Triunfo/* tenía un cierto aire de distinción que atraía a comerciantes y profesionales. Podestá recuerda que también venían profesores de historia e historiadores, entre ellos la profesora Martha Canessa durante sus investigaciones por la Ciudad Vieja, para departir sobre el tema del solar de los Artigas.Leandro Rodríguez era un hombre muy particular, seco y responsable, que en raros comentarios solía decir que guardaba sus ahorros en el sótano del café, tan grande como el propio salón, en bebidas importadas, otra forma de invertir el capital. Y que en el subsuelo había un pozo recubierto de ladrillos que nunca se supo bien que era, si la boca de un túnel o un rincón de desperdicios del pasado. El que trabajó mucho sobre el lugar de nacimiento del prócer fue Juan Alberto Gadea, cliente del boliche y miembro del “Centro de Estudios del Pasado Uruguayo”. Estaba orgulloso con su pequeño libro “El ambiente hogareño donde nació José Artigas”, que publicó el departamento de Estudios Históricos del Ejército. La discusión es de larga data y otros autores se inclinan por asegurar que el lugar solariego de los Artigas era el Sauce, en el departamento de Canelones.
Como dijimos, el edificio fue declarado Patrimonio Histórico Nacional según la ley de 1975 de creación de Monumentos históricos. En la oficina de la Comisión hay varios expedientes con motivo de los intentos de compra del local ya que la Comisión debe dar previamente el visto bueno. Y también interviene la Comisión Especial Permanente de la Ciudad Vieja para establecer los requisitos en función del lugar en que se encuentra.
En el año 2008 se colocó una placa como justo homenaje, primer paso en el reconocimiento, que dice:

En este solar nació el 19 de mayo de 1764
El Prócer de la Nación Oriental
José Gervasio Artigas
Homenaje de la Junta departamental de Montevideo
23 de setiembre de 2008

Para este artículo se agradece la colaboración de la biblioteca de la Junta departamental de Montevideo y de la Bibliotecóloga Dora Borges por la información bibliográfica así como de la Comisión del Patrimonio y el testimonio

 

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CAFÉ Y BAR REY
Por. Juan Antonio Varese

rey

Esta vez el protagonista de nuestra historia es un pequeño boliche de barrio, de esos que existieron por centenares durante la segunda mitad del siglo veinte. Locales pequeños y esquineros, de largo mostrador de mármol (que servía para unir más que para separar) y paredes tapizadas de afiches, fotos y reclames cubiertos de polvo. Bares atendidos por sus propios dueños, casi siempre españoles de inconfundible acento gallego, que entregaban sus afanes de sol a sol, sin turnos ni horarios; lugares abiertos al encuentro, el diálogo y la copa, ya fuere en una mesa solitaria o con la barra de amigos. Toda una época, una forma de vivir de la sociedad montevideana la en que los cafés constituían una referencia obligada de la vida social. Tiempos míticos en que había tiempo para todo, hasta para arreglar el mundo en una mesa de café, aunque no hubiera acuerdo en la integración de un equipo de fútbol o el comportamiento de algún político de turno. Todo eso ha cambiado en la vorágine globalizadora de los últimos veinte años (10 de fines del siglo XX y 10 de comienzos del XXI). Muchos factores sociales, políticos y culturales han llevado a un cambio radical en los usos y costumbres, entre ellos la decadencia del sentimiento de familia. La televisión primero y la computadora después han saciado la necesidad de información, acallado el diálogo y propiciada la diversión en solitario. La gente no tiene tiempo para reunirse y el espacio tradicional del café ha perdido mucho de su función social. Muchos han cerrado y los pocos que sobreviven han tenido que transformarse, servir comidas y modernizar sus instalaciones.
El Café y bar REY, nuestra referencia, se ubica en la calle Daniel Muñoz Nº 2152, esquina Joaquín Requena, frente a la nueva plaza Líber Seregni. Data del año 1949, casi con el mismo aspecto de hoy y el nombre de Pazos (el propietario de entonces), aunque sabemos por referencia de vecinos que existía desde años atrás. Era uno de los tantos boliches que rodeaban la Estación Central de Tranvías y las tres fábricas textiles del entorno, que trabajaban en varios turnos. Como podemos suponer un mundo de gente tanto de día como de noche, por lo que todos trabajaban a pleno. En 1978, tras el fallecimiento de Alejandro Rey, dueño desde 1961, el negocio continuó con sus hijas y yernos y se le puso el nombre Rey en su homenaje. Para conocer su trayectoria debemos empezar por el barrio, al igual que para conocer una persona debemos hacerlo con sus circunstancias. El café se ubica en el noroeste del Cordón, cerca de la estación de ómnibus de Tres Cruces, zona ligada al transporte capitalino por su ubicación frente a la antigua estación de tranvías, gigantesco edificio que en sus buenas épocas ocupaba la doble manzana de las calles Martín C. Martínez, Daniel Muñoz, Joaquín Requena y Dante. La referencia al tranvía resulta necesaria para comprender la evolución de la ciudad y el papel del barrio. Se trataba de un seguro y eficiente medio de transporte, que brindó por más de 40 años la compañía inglesa “La Comercial” -y otra alemana, “La Transatlántica”-, fusionadas en 1928. La “época de los ingleses” (1906 a 1947), recordada con afecto y nostalgia por los empleados que trabajaron en ella y pasaron a Amdet en dicho año, cuando los británicos pagaron las deudas de guerra con los servicios públicos (trenes, tranvías, gas, aguas corrientes, etc.) La estación Central funcionó como tal por diez años más, hasta el 14 de abril de 1957 en que el servicio de tranvías fue sustituido por modernos trolley buses, quedando la estación reducida a galpones donde guardar los viejos y reparar los nuevos vehículos. Para conocer la “pequeña historia” del Café y bar Rey nada mejor que cotejar testimonios de ambos lados del mostrador, primero del dueño y luego de alguno de los clientes más consecuentes. José Bouzón, la cara visible, llegó desde su Pontevedra natal en 1954 con solo 19 años de edad, contrayendo años después matrimonio con María Milagros Rey, hija de don Alejandro. Desde lo que recuerda el boliche mantiene el mismo aspecto y los elementos originales del principio como la balanza, la cortadora de fiambre y las dos heladeras enchapadas en roble; todo de excelente calidad, como se estilaba en aquellos tiempos de buena artesanía, maderas nobles y mostrador de mármol de Carrara. El negocio funcionó bien hasta el año 1975 en que se llevó a cabo la desmunicipalización de Amdet y los trolleybuses pasaron a manos de Cooptrol (Cooperativa de trolleybuses). Los talleres resultaron abandonados y la difícil situación económica del país llevó al cierre de las fábricas textiles lo que, tras cartón, provocó el progresivo cierre  de los cafés y negocios de comida de la vuelta; quedaron unos pocos, entre ellos el Rey, en base al esfuerzo y dedicación de la familia de los dueños. Las razones de la decadencia no solo fueron económicas sino también sociales y de cambio de costumbres. La gente joven modificó sus hábitos, dejó de reunirse en los cafés para preferir los pubs y locales con música. El Rey continuó su trayectoria pero hubo de transformar su forma de trabajo, servir comidas y preparar almuerzos. Bouzón recuerda la visita de personajes famosos entre la clientela, en especial artistas y políticos que recalaban antes o después de las asambleas y/o actuaciones musicales que se realizaban en el Platense Patín Club, sobre la calle Dante, entre ellos el “canario” Luna, el “Sabalero” y Los Olimareños y dentro de los políticos a Luís Alberto Lacalle antes de ser Presidente, al arquitecto Mariano Arana, que luego fuera Intendente y a Manuel Flores Mora e hijo. Del otro lado del mostrador buscamos un cliente de años pero de buena memoria y espíritu observador. Por experiencia sabemos que no todos sirven para testimoniar. Raúl Sánchez, el “Coco” resultó un entrevistado ideal por carácter y conocimiento del lugar. Asiduo desde el año 1968 o 69, tiene más de 40 años de vinculación con el café. Filosofa más que habla “como ha cambiado la vida también ha cambiado el lugar”.En otros tiempos era un grupo de jóvenes que se llevaba bien y que discutían de todos los temas en sana camaradería: “Lo lindo era venir a tomar una copa, o lo que sea, y llevarnos bien, ser todos amigos” pero hoy siente la angustia de las ausencias, muchos han fallecido y otros tantos se han mudado. Lo que más recuerda son los juegos de cartas, las interminables partidas de truco, tutte o conga. En las décadas entre el 60 y el 70, más especialmente en esta última, eran proverbiales los campeonatos de truco que congregaban entre 25 y 30 parejas que se trenzaban en un concurso que duraba varios meses. Por entonces el único día que el Rey cerraba sus puertas era el 25 de Agosto para realizar una comida en homenaje para la pareja ganadora, a la que asistían todos los competidores. A nuestro juicio, en estos últimos años las cosas han empezado a cambiar. Iniciativa de Cambadu mediante, el Rey fue declarado de carácter patrimonial y pasó a integrar el circuito de los bares y cafés de carácter histórico. Y, por otra parte, la vieja Estación Central de tranvías, el emblemático edificio que conoció épocas de tránsito inusitado y terminó como depósito de basura, fue demolida para dar lugar al parque Líber Seregni, una plaza funcional en homenaje a uno de los fundadores del Frente Amplio. El sector de las oficinas, en la esquina de Dante y Requena, fue la única parte que se mantuvo en pie y constituye hoy en día la sede municipal, la oficina del Alcalde del barrio del Cordón.

 

Broche de oro de este artículo resultó la entrevista al historiador Aníbal Barrios Pintos, vecino del barrio del Cordón desde el año 1983. Cliente especial del café y bar Rey, no lo es de sus instalaciones sino que todos los días le alcanzan el almuerzo hasta su domicilio, situado en la esquina. Barrios Pintos, autor del libro “Pulperías y cafés, instituciones del vivir oriental”, recuerda que la investigación le fue encargada por Cambadu con motivo de cumplirse el 80 aniversario de la institución (1892-1972). El trabajo culminó en un apéndice de aspectos históricos y literarios, en los que incluyó a las pulperías como antecedente necesario de los bares y cafés. Su trabajo se ha convertido en fuente primaria para el estudio del tema. El mismo se complementa con variados artículos que escribió para el Suplemento Cultural de El Día y otros medios de prensa.

 

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EL VASCO
Por. Juan Antonio Varese

varese

Pocos cafés de Montevideo han despertado mayor adhesión y espíritu fraterno entre sus habituales que EL VASCO, antiguo café y bar de copas oscuro e intimista, que durante más de un siglo mantuvo sus puertas abiertas en la esquina de Bacacay Nº 1310 y Buenos Aires. Tanto cariño profesado y parcialidad manifiesta llevó a que fuera conocido popularmente como EL VASQUITO y que cuando bajara sus cortinas en 1995 para su transformación en un moderno Restobar con el nombre de BACACAY, una mano anónima escribiera sobre una de las paredes recién pintadas, con marcador rojo y espíritu nostálgico “Te habrán maquillado pero para mi seguirás siendo EL VASQUITO”.

La historia de la acera norte de la calle Buenos Aires, entre Bacacay y la plaza Independencia, remonta su fama cafetera prácticamente a la inauguración del Teatro Solís en agosto de 1856, cuando en la callecita de “la vaca que cae” (Bacacay) funcionaba un tambo al que concurrían los espectadores durante los entreactos para tomar un vaso de leche al pie de la vaca, tal vez con una pizca de aguardiente para entonar su sabor. Tradicionalmente los teatros han sido centros de atracción de gente vinculada al ambiente artístico y cultural, por lo que no resulta difícil comprender que en la pequeña cuadra llegaran a funcionar cuatro cafés bien diferentes, desde el lujoso Tupí Nambá (inaugurado en 1889) hasta su vecino Le Perroquet (del tano Papacito, famoso porque era seguro encontrar reventa de entradas cuando las ventanillas lucían el letrero de agotadas y, pegado a su vez el Solís Coliseo (ex café Goret), de entrada angosta y aspecto apacible pero con fondo lúgrubre para practicar todos los juegos que entrañaran apuestas en metálico. Y cerraba la esquina el VASCO (también conocido como VASKO), el pequeño café de propiedad de los hermanos Bertonasco, cuyo nombre respondía, seguramente, a la nacionalidad de los mismos o anteriores dueños. Uno de los periodistas que mejor conoció la noche montevideana de los años 20 a los 50, bajo el sobrenombre de Diego Lucero, lo caracterizó como un “café para de futbolistas, burreros, cafiolos, portadores de juego clandestino y tenores fracasados”. El lugar, punto especial de Montevideo, equidistante entre la elegante Sarandí y el pasaje hacia el Mercado Central y los comienzos del “Bajo”, era uno de las más cosmopolitas, donde uno podía cruzarse a cualquier hora del día o de la noche con los personajes más conspicuos. Sobre los costados del teatro, flanqueando el edificio, se encontraban comercios elegantes como el Hotel y la Roteserie Severi con su gran terraza comedor y gabinetes particulares al “estilo de París”, abierto toda la noche y con servicio a la carte, según rezaba un aviso de diciembre de 1902 (donde luego funcionó por muchos años el Restaurant y café del Aguila y hoy en día el Rara Avis). En la otra ala se encontraban el Museo de Historia Natural y en la planta alta el Diario del Plata. Y más allá, sobre la desaparecida calle Liniers, se destacaba el cine Ideal y se abrían los portones de una hilera de cantinas italianas que durante la noche se iluminaban con canzonetas y luces de colores. El VASCO ocupaba la planta baja de un discreto edificio que data de fines del siglo XIX en cuyos tres pisos superiores se arrendaban departamentos para vivienda, aunque el paso del tiempo los convirtió en oficinas o estudios para clases de canto y danza, sin contar algunos para festejos de la bohemia. El café permaneció por muchos años con su mismo aspecto de bar de copas, boliche oscuro y cálido con prioridad de mostrador de mármol para acodarse, en detrimento del sector donde sentarse. Algunos cronistas que lo conocieron, entre ellos Nelson Laco Domínguez, lo definieron como “apéndice del Solís” mientras que otros como Alejandro Michelena lo vieron como “heredero del Tupí Nambá”, que cerró sus puertas en el año 1959. Como todos los boliches con personalidad propia EL VASCO tenía una clientela heterogénea, que variaba según las horas del día y de la noche. Por supuesto que dada la cercanía del teatro fue enclave de los empleados de utilería, escenógrafos, pintores y administrativos, pero también de músicos, cantantes, directores y criticos teatrales. El escritor Mario Delgado Aparaín en “Boliches montevideanos” registra la concurrencia de poetas y escritores como Líber Falco y Mario Arregui y artistas plásticos como José Gurvich, Manuel Espínola Gómez y Juan Radaeli. Y de marchands y pintores de las galerías de arte de las inmediaciones. Pero, desde 1947, año en que se creó la Comedia Nacional, EL VASCO se constituyó en punto de encuentro, antes o después de los ensayos y las funciones, de los actores. La mayoría de los miembros de la Comedia Nacional y de los alumnos de la Escuela Municipal de Arte Dramático visitaron las mesas del café y pasaron horas analizando las obras y comentando las actuaciones. Nombres famosos quedaron en el recuerdo como los de Estela Medina, Juan Jones, Enrique Guarnero, Maruja Santillo, Eduardo Schinca, Mario Palisca, Julio Salcedo (que no era de la Comedia pero igual lo frecuentaba), Miguel Guida, Gloria Demasi, Levon, por solo mencionar algunos. En el año 1959, tras la inauguración de un moderno edificio de las redacciones de El Diario y La Mañana en la esquina de las calles Buenos Aires y Bartolomé Mitre, como quien dice frente al VASCO, el café adquirió un nuevo y consecuente tipo de clientela, el de los periodistas. La entrevista con Huáscar Toscano, antiguo cronista de “información general” de La Mañana, amigo y compañero de Nelson Domínguez, con el que también dialogué sobre este y otros tantos cafés, fue esclarecedora. Para Huáscar cada diario tenía “su” café en la acepción “de boliche clásico y lugar de copas”, un rubro que ya ha desaparecido y del que se conservan pocos exponentes. Después de terminado el parto diario que significaba “hacer” el diario cruzaban al VASQUITO, como lo llamaban, al que consideraban propio. Hace alusión al mobiliario “el largo mostrador y las típicas mesas con tapa de mármol y sillas de madera de estilo vienés”. Y agrega un detalle significativo: “la cultura nuestra no nos llevaba a sentarnos en las mesas sino a veces quedarnos en el mostrador para conversar mejor y en rueda de compañeros o incluso con otra gente”. Se formaba un grupo variable de gente de la redacción que podía ir de dos hasta siete u ocho periodistas, según los casos. En cambio para sentarse y conversar u ordenar los papeles era mejor hacerlo sentado y con un humeante café. Por eso es que el VASCO para tantos periodistas de aquella época, se transformaba en un centro, una especie de centro social donde se intercambiaban datos, informes, comentarios y las dificultades o los logros para terminar las notas. En 1977 el interior del café recibió las luces de filmación de “El espejo”, un cortometraje dirigido por Álvaro Sanjurjo Toucón y José Fornio, para filmar una escena con el actor Walter Speranza, película que se conserva y constituye un documento de valor inestimable por tratarse de uno de los pocos boliches registrados por el celuloide. Promediando la década de 1990 los dueños habían cumplido el ciclo de su sacrificado trabajo al frente del negocio. Seguramente era hora de venderlo y regresar a una España próspera y receptora del esfuerzo de sus hijos peregrinos. En 1995, el momento coincidió con los planes renovadores de una joven alemana, Regina Rebman, que compró el local y decidió transformarlo en un café bistró más al tono de una nueva época. La Ciudad Vieja de Montevideo había iniciado un proceso de modernización con calles peatonales y la instalación de negocios reciclados. El asunto era atraer a la clientela joven con boliches para la vida nocturna. Muchos bares tradicionales empezaban a cerrarse y otros se reciclaban con moderno aspecto y una oferta más amplia para almuerzos de corte ejecutivo. Paredes claras, mucha luz y buena música. Platos elaborados y precios más caros cambiaron la clientela del lugar. El viejo VASKO se transformó en el café BACACAY, nombre más acorde con los nuevos tiempos y con la finalidad de rendir homenaje a la antigua callecita convertida ahora en peatonal al influjo de un Montevideo que decidió peatonalizar algunas de sus calles.
El antiguo café desapareció pero nada impide que quienes lo conocimos, cada vez que pasamos frente al teatro Solís, demos rienda suelta a los recuerdos. Y hay una leyenda recurrente, tal vez no cierta pero no por ello menos real y sugerente, que la del mural dibujado en una de sus paredes por el inefable humorista Julio C. Suárez, Peloduro, plasmando muchos de sus personajes en un afiche espontáneo que luego habría tapado la pintura modernizadora. Otro alto precio a pagar por la modernidad, suponemos.

“El Espejo”, cuento de Álvaro Sanjurjo Toucón, que figura en el libro “La Luz de la linterna”, publicado en Montevideo por ediciones Medio y Medio.

 

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CAFÉ DEL GLOBO

el globo

 

El café del Globo, en la planta baja del viejo edificio ubicado en la rambla portuaria (hoy Rambla 25 de Agosto) esquina Colón, fue durante un largo siglo uno de los más concurridos de la ciudad. En un lugar de privilegio, el hotel del mismo nombre daba frente al acceso de entrada de pasajeros del puerto de Montevideo. Se trataba de la primera construcción con la que tropezaban los ojos de los marinos, inmigrantes y viajeros llegados de todas partes del mundo, una época en que el marítimo era el único, o al menos el principal, medio de transporte. De aspecto elegante el hotel constaba de un amplio salón comedor, luego convertido en café con entrada independiente y tres pisos superiores con habitaciones a la calle.
Conocí el café del Globo recién en la década de 1980, cuando ya no era sombra de lo que había sido en las primeras décadas del siglo XX. El lugar, sin embargo, continuaba lleno de vida aunque hubiera cambiado la calidad de la clientela. Ya no eran damas elegantes y pasajeros ilustres sino un repertorio de gente de trabajo y elementos de mal vivir. Gustaba sentarme en una mesa sobre la calle Colón, arteria llena de vida y movimiento para ver el pasaje de ómnibus, trolley, camiones y vehículos particulares que doblaban en dirección al centro. Sin saber el porqué me atraía su ambiente un tanto oscuro y recóndito, aunque tuviera ventanales a la calle. Las paredes dejaban traslucir el paso del tiempo y la falta de cuidados no lograba ocultar su pasado esplendor. Detalles en la mampostería y el mobiliario no condecían con las mesas y sillas de tipo moderno. Espejos biselados y toilettes espaciosos le conferían un aire anacrónico como de fino envoltorio para mercadería de menos valor. Lo que más llamaba la atención era lo heterogéneo de la clientela, pues algunas mesas permanecían ocupadas durante horas por los mismos parroquianos mientras que otras variaban continuamente. La mayoría era de trabajadores portuarios, obreros de las pandillas de fletes, jornaleros de la estiba, porteadores y changadores, pero también alternaban marineros y mujeres del ambiente, toda la farándula que gira alrededor de las zonas portuarias. En otras mesas se ubicaban los vendedores de lotería, diarieros, lustradores de zapatos, cambiadores de moneda y contrabandistas, que llegaban para cobrar su parte o reponer la mercadería. O para festejar con alguna copa o integrarse a una rueda de convites en clima distendido.
Yo me sentaba en una mesa contra la ventana, abstraído en mi mundo. Recuerdo haber preguntado varias veces por la historia del café y especialmente por la del hotel, que ya figuraba como pensión. Interrogaba a los mozos y a los canillitas y lustradores de zapatos, que suelen ser excelentes informantes. Pero nadie pudo explicarme el origen del nombre del globo ni la fecha de sus comienzos, pero a resultas de las guías comerciales logré ubicarlo como contemporáneo con la inauguración del muelle de pasajeros. Hacia la década de 1870 existía un hotel pequeño, de un solo piso, que más tarde adquirió un gallego llamado José Argudín, procedente de Vigo, que llegó como cocinero a bordo de un barco y luego de cumplir el trayecto de todo esforzado inmigrante llegó al logro del negocio propio. Según datos aportados por la familia tenía siempre una habitación libre para ayudar a alguno de sus compatriotas que llegara sin dinero ni recomendaciones y terminaba por conseguirles algún empleo.
En la Guía panorámica de Montevideo de 1910, joya bibliográfica que conservo en mi colección, figura como uno de los más lujosos dentro una extensa lista de hoteles y privilegiada su ubicación para realizar paseos y recorridos tranviarios y ferrocarrileros, ilustrada con una foto y un aviso que destacaba su posición centralísima, frente a la Aduana y la entrada al Puerto. Lo recomendaba recomendaba especialmente para familias, dado su salón espacioso y que todas las habitaciones daban a la calle, además de contar con luz eléctrica, teléfonos de las dos compañías y un gran restaurante a la carte. Además de que por su frente pasaban todos los tranvías de la capital. Aclaraba que se trataba de un anexo del Gran Hotel Colón (Sarandí y Bartolomé Mitre) y que era propiedad de la firma “Argul Hermanos”.
No debe sorprendernos entonces que fuera uno de los más buscados para el hospedaje de las personalidades que llegaban de visita al país. Y tampoco que existan referencias en la literatura, el periodismo, la historia e incluso en el mundo del cine.
Nada menos que un cuento de Jorge Luís Borges, que tiene de personaje a Avelino Arredondo, el huraño joven que cometió el único magnicidio que se dio en el país al asesinar al presidente Idiarte Borda en 1897, contiene una referencia al Café del Globo, elegante y discreto para conspiraciones.
Rafael Barrett, un controvertido escritor y periodista español llegó a Monetevideo en noviembre de 1908 y pasó a alojarse en el Hotel del Globo. Se trataba de un intelectual famoso por su pensamiento filosófico cercano al anarquismo. Perteneciente a una acaudalada familia madrileña participó de la vida bohemia con discusiones literarias con varios miembros de la Generación del 98, pero una intempestiva agresión a un miembro de la corte lo condenó al exilio en los países del Plata y especialmente en Paraguay. De brillante prosa y espíritu combativo empezó a escribir en El Liberal, semanario que dirigía Belén de Sárraga, librepensadora española radicada en el país y más tarde se vinculó a la redacción de La Razón con artículos polémicos. Bien pronto se integró a las peñas de intelectuales uruguayos del Polo Bamba pero meses después era internado en el Hospital Maciel, víctima de la tuberculosis, el flagelo de la época. Apenas mejorado partió para Corrientes y luego al Paraguay, volviéndose a radicar en Asunción desde donde continuó enviando artículos a La Razón de Montevideo. En el año 1910 se embarcó con destino a Francia pero cumplió una escala en Montevideo, alojándose nuevamente en el Hotel del Globo para presentar el libro Moralidades actuales que se había impreso en nuestra ciudad durante su ausencia. El recibimiento fue caluroso y recibió las felicitaciones sin salir de su habitación del hotel. Partió al poco tiempo para Europa para fallecer en un sanatorio de la localidad francesa de Arcachon, en diciembre del mismo año.
De entre las muchas referencias de huéspedes famosos mencionamos tres historias que tuvieron de escenario el hotel: uno vinculado con un grupo de proxenetas polacos que procuraban la prostitución de mujeres judías, otro con la visita y homenaje a un personaje de la colectividad vasca, el lehendakari vasco Aguirre y otro con el transitorio hospedaje del anarquista italiano, Severino Di Giovanni, conocido como el “el idealista de la violencia”, personaje pintoresco al estilo Robin Hood, que cometía robos y atracos en la Argentina para repartir entre los necesitados.
Por último, el ambiente entre elegante y decadente de las habitaciones del hotel y la oscura amplitud del café sirvieron de escenario a varias de las escenas de la película En la puta vida, de la cineasta uruguaya Beatriz Flores Silva.
Varias fueron las razones que llevaron a la decadencia de la zona en general y del café y hotel del Globo en particular. A mediados de la década de 1940 la Ciudad Vieja comenzó un proceso de deterioro, pauperización del entorno, mudanza de familias y consiguientes terrenos baldíos.
El hotel perdió su ubicación de privilegio y selecta clientela con la popularización del avión para el transporte de pasajeros. Al desaparecer los trasatlánticos los puertos quedaron reducidos fundamentalmente a la carga de mercaderías. La Terminal portuaria quedaba reducida a la llegada del Vapor de la Carrera con un turismo argentino que buscaba veranear en Pocitos y luego costa del este. La planta baja se separó y convirtió en café con entrada independiente y el hotel fue paulatinamente convirtiéndose en pensión para huéspedes fijos. Con todo y hasta la década del 90 el café mantuvo su auge popular mientras tres hermanos gallegos fueron los dueños de tres bares en la misma cuadra: el café la Picada atendido por Eusebio, el café del Globo atendido por Manolo y el Turisbar, a la vuelta por la calle Yacaré, por Luis. Gallegos de la vieja estirpe, cuando fallecieron o regresaron a España, los negocios cambiaron de dueños y terminaron por cerrar sus puertas.
La decadencia se acentuó a principios del 2000, el golpe de gracia lo dio la nacionalización de la estiba, la mecanización del puerto y el sistema de contenedores. Y lo remató la supresión de la Terminal Aduana y el cambio de la circulación en la ciudad vieja, dejando de ser la calle Colon el eje principal.
Hoy el edificio está cerrado y tapiado. Esperemos que pendiente de reciclaje porque su ubicación sigue siendo excelente, a dos cuadras del Mercado del Puerto y frente al Ministerio de Turismo y Deporte.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 



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