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Por Claudia Rossi

 

   
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DOS MUJERES SOLAS

Por Claudia Rossi


Los últimos ranchos que quedaron en pie en el pueblo, fueron el de Sara y el de la curandera. Muchos amaneceres recibieron los conjuros de Doña Juana, que aprovechaba la luz natural al máximo y se acostaba temprano. Ella era otro " personaje", como me gusta llamar a estas personas que casi no se ven y que cargan sus pesares sin un reclamo. A   Sara le daban " de prestado" el rancho de un solo ambiente, que  es mucho decir, sin baño, claro está, por cocina un calentador  y algunos enseres básicos. Sara había perdido parte de la razón y, a veces salía desnuda por entre los árboles, yuyos y gallinas alborotadas. El pelo suelto, ralo, con flores prendidas, que ella dejaba hasta que se iban cayendo, marchitas.      No usaba ropa interior, para que, pienso ahora. Había sido linda mujer y muy amada, fresca y risueña, trabajadora y musical. cantaba a toda voz temas de su época y le gustaban los bailes, que ella embellecía con su gracia particular. También cocinaba con gusto, sazonando sus cocidos de manera espectacular. Su " entorno", con los años se fue convirtiendo en tapera, con yuyos y suciedad por todos  lados, sin saneamiento ni luz eléctrica. Apenas recibía alimentos de algunos vecinos con quienes hablaba poco o nada. Se burlaban de ella por su locura, sin reconocer su valor, la gran tragedia que en algunos momentos de lucidez debía recordar.: su hija encontrada en el fondo del aljibe, después de varios días, y el hombre, compañero de Sara, huyendo en la noche, con su doble culpabilidad a cuestas. Fue capaz de vivir en soledad y sin renunciar a su derecho a la vida. la locura era su válvula de escape. Esa otra mujer sola, Doña Juana, como podía se valía de sus " servicios", aunque en los últimos años entreveraba las oraciones y " remedios". Pero tenía  suerte, la  gente  se curaba de sus afecciones y el " mal de ojo" desaparecía de alguna manera milagrosa. .Por lo menos " sociabilizaba" con la gente que acudía en su ayuda. Era respetada y hasta temida, desde ese punto frágil de soledad y desamparo. Cuando  murieron ambas, casi al mismo tiempo, el pueblo perdió dos espacios irrecuperables, dos inmensidades de misterio y silencio.

EN EL PUEBLO  
Por. Claudia Rossi
 
  A la hora de la siesta, las siestas tenían carácter sagrado. O al menos eran una costumbre  muy arraigada por aquel entonces, En verano cuando el calor apretaban las siestas daban lugar a una forma de pasar el momento de mayor temperatura, tal vez hasta soñando o sorteándose espacio del día sin conciencia. En invierno también eran una forma de estar cobijado. Pero yo señalaría que se trataba de una    modalidad social respetada en general por todos, donde no ocurrían acontecimientos destacables. A mí me encantaba en los veranos de vacaciones, ese esplendor de luz único, el zumbido insistente de la chicharra, la tierra caliente bajo mis pies descalzos y la excitación de no respetar el orden y salir a dar vueltas sin que nadie me viera.     Sin embargo las siestas apacibles tenían excepciones, como el caso que voy a mencionar. En el pueblo existía lo que se llamaba "enfriadoras" construcciones angostas, húmedas y muy frías, donde se conservaban los tarros de leche que se vendían a los vecinos. Si se hubiera tratado de una novela policial, en esta situación podríamos decir que se había llegado al crimen perfecto. Una de esas enfriadoras fue escenario muy reducido, por cierto de unos amores ilícitos  que dieron mucho que hablar, Perfecto recurso para dos personas cuya pasión podía entibiar el frio de hielo que producía la cámara enfriadora. La pareja en cuestión (ambos casados con otras personas) encontraron la oportunidad única, tanto en locación  como  en horario. Siendo " terreno neutral" la hora de la siesta permitía escapadas que, casi seguramente, nadie se molestaría registrar. Estos dos seres ardientes, derretían sus ansias en aquel cubículo húmedo y estrecho, en contados minutos, cuando iban presurosos a buscar la leche diaria. Allí podían escabullirse y gozar de momentos que podríamos suponer incómodos pero ventajosos. El destino les jugó una mala pasada cuando debía haberlos premiado por el ingenio. Una tarde en que el vasco Echeverría, dueño del local, tenía que ausentarse para ir a la ciudad, decidió cerrar la enfriadora con candado y marchase tranquilo. Los pobres enamorados aguantaron cuanto pudieron, pero se estaban quedando azules, y, el encierro "sin acción" los fue tornando  claustrofóbicos. No tuvieron más alternativa que recurrir a los gritos y a los golpes de puño para ser liberados. Así fueron descubiertos. Ignoro como habrán arreglado el asunto con sus respectivos conyugues, Lo cierto es que  no se encontraron nunca más, ni se saludaron, hasta el día de su muerte.        

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 







   
 


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