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Por. Carlos Maggi    
   

CUENTOS DE HUMORAMOR
El matrimonio es una situación muy extraña
(de “Los desenfados morales” de San Filomeno) Montevideo 1967

UNO SOLO 

El pianista interrumpió lo que estaba tocando, se dio vuelta hacia el público y dijo:
—Tengo un amigo que un día se despertó y se encontró un guardia civil en la cama.
Era una boite pequeña y en las mesas solo había dos o tres clientes y una mujer de la casa, a porcentaje sobre las copas que hiciera tomar. En la primera pasada de la noche las cosas sucedían siempre así. El pianista dejó correr bajo los dedos dos o tres compases de “Susurran­do” y volvió a darse vuelta:
—Fabián, se llama mi amigo —dijo—. Tiene el mismo nombre que yo, Fabián, y nos conocemos desde chicos. Palabra: una mañana, se despertó, miró y ella estaba durmiendo a su lado, pero era un agente de policía con uniforme y todo. Claro, le siguieron diciendo Isabel y cocina y arregla la casa y cuida los chiquilines y se em­polva la nariz, pero desde esa mañana siguió con el uniforme, para siempre. Va a la feria de revólver y usa un bigote espeso y negro. Pobre Isabel! De repente no puede contenerse: deja el carrito con las verduras, se para en el medio de la calle, toca pita y dirige el trán­sito. Casi todas las tardes, se pone el quepis, calza la ca­chiporra y hace averiguaciones en el barrio o patrulla los alrededores del empleo de Fabián. Al lavar, le examina las camisas con lupa, como Sherlock Holmes; bus­ca huellas digitales. Últimamente la pobre Isabel se ha puesto tan sabueso, pero tan sabueso, que olfatea el saco de Fabián para seguir los rastros del perfume.
Las manos volvieron a correr sobre el teclado, pero de pronto se suspendieron sobre él y dejaron hacerse un silencio. Sin volverme, el músico dijo:
—Son cosas que pasan. Fabián dice que uno se acos­tumbra. ¿Ustedes qué opinan? —y miró confianzudo hacia las mesas, haciéndose cómplice o partícipe de las co­incidencias de su cuento con la realidad de los oyentes. Pero era temprano y no hubo respuesta a su proposición. Hilvanó algunas frases desprolijas que recordaban el Paso del Tigre e insistió: —Ustedes conocen el caso de Ama­deo y de la señora de Amadeo. Y bueno, ¡¿quieren des­gracia más grande?! Se compran un cadáver, lo ponen en el dormitorio, al lado del ropero, y el muerto empie­za a crecer. Cada día tenían más difunto. Se les llenó la pieza y no podían entrar para acostarse; y después
—Vamos a ser cuatro —dijo el recién llegado, que era inconfundiblemente el marido de la rubia flaquísi­ma que lo acompañaba—. Hablaba con una voz suave y redondeada y vestía un traje oscuro y una camisa con el cuello y los puños impecables. Los dos se sentían en una noche especial y los dos pidieron whisky importado.

Aniversario —pensó Fabián— bodas de plata —y le erró nada más que al número; eran veinte los años que se cumplían, ese 5 de febrero. El traía un anillo con una piedra verde y el estuche le abultaba el bolsillo. Pero no llegó a entregárselo. Isabel habló sin parar durante todo el festejo. Aunque en esos primeros minutos ninguno de los dos pronunció palabra; se quedaron tiesos con­tra el respaldo, vigilando el lugar, sin mover la cabeza ni hacer comentarios.
Al   cabo de un rato dijo el hombre:
—Es raro que no hayan llegado.
—Eligen un lugar sin gente y se permiten llegar tarde.
—Tenemos que esperar.
—Pero no es lógico, somos nosotros los que festeja­mos, ¿no?
—Y ya ves: llegan tarde.
—Podrías hacer algo, por lo menos impacientarte.
—Preferida no tener que impacientarme, prefería es­perar así: esperando nomás.
Es increíble —se quejó ella, sin que se supiera de quién; pero en ese instante llegó el otro matrimonio. Se besaron las señoras y la rubia dijo con la cara aún cerca de la mejilla de su amiga:
—Llegan tarde.
—Lógicamente —dijo Isabel, acusando a su marido.
—Llegamos tarde —dijo él reconociendo.
Hubo una pausa un tanto embarazosa; Isabel procu­ró salvarla empezando a decir sin saber hacia dónde iba:
—Así que...
cl muerto se desparramó por el patio y al final les dio el desalojo y tuvieron que irse; tapó el zaguán y se quedó con toda la casa.
Como un contraste sorpresivo atacó con su mayor capacidad de cursilería los primeros compases de la Se­renata de Schubert y sin interrumpirla, como para ven­garse gritó despiadadamente, dando la espalda al des­ganado auditorio.
—No sé si se dan cuenta de lo que estoy tocando. Pienso que si revuelvo esta mermelada un rato todos los días, dentro de un par de semanas cumpliré veinte años y después 19 y después 18 y al final perderé el sue­ño y estaré locamente enamorado. Todos nos enamora­mos alguna vez y conseguimos algún día o alguna noche que una de ellas se enamore o crea que se enamora o por lo menos diga que tiene la impresión de que está enamorada. Con esto basta. La vida y el arte estén lle­nas de grandes ejemplos de amor y la página policial de los, diarios también. Y está demostrado que cabe más amor en una buena puñalada que en un mal poema.
Era un hombre pequeño, bajo, más bien gordito, de unos cuarenta o más años y dijo todo eso que había in­ventado hacia mucho y que repetía noche, a noche, con demasiada ansiedad, como reprochándoselo a alguien. El mozo, que también se llamaba Fabián, se acercó al piano para dejarle un gran vaso de caña y se quedó mirán­dolo; Fabián levantó los ojos y le sonrió.

 

UNO SOLO  (Parte II)

Dijo:
—Salud —se sacó el cigarrillo de la boca y lo dejó sobre un costado y bebió un trago largo, todo sin inte­rrumpir lo que venía tocando; era su alarde preferido; como fumar un cigarrillo entero sin sacárselo de entre los labios y haciendo caer la ceniza directamente al sue­lo, sin que la ensuciara la ropa.
Había entrado una pareja que no se decidía entre las varias mesas desocupadas. El mozo señaló una cual­quiera, cerca de la pista de baile y ellos acudieron.
—Llegaron tarde —dijo Fabián por complacerla.
—Déjame hablar, Fabián.
—Bueno —dijo la mujer del segundo matrimonio— los felicito por el aniversario. ¿Cumplen...?
—Yo también los felicito por el aniversario —se apu­ré a decir el marido.
—Ya dije que los felicitábamos.
—Es que yo quería...
—¿Quién habla de los dos? ¿Hablas tú o hablo yo?
—preguntó Isabel.
—Pero Isabel, ¿por qué no voy a felicitarlos si hace 20 años que se casaron?
Ella parpadeé y se echó hacia atrás en la silla.
—Está bien. Habla tú, entonces —lo miró despacio­sarnente y agregó—. No pienso decir una palabra más, Fabián.
—Si te pones así, vale más que hables. Claro —repitió con un gesto que pasó por sobre la mesa—. Habla ‘tú. Habla.
—Estuve tantos años sin decir ni pío que bien pue­do hoy seguir callada, ¿no?
—No veo por qué! Habla, querida. Algo tendrías que decir ya que dijiste...
—¿Dije qué? No!... —este “no” fue lo más agresivo de todo el diálogo—. No dije nada ni pienso decir nada!

—¿Entonces para qué dijiste todo lo que dijiste si después vas a salir diciendo que no dijiste nada?
—Dije que no pienso decir y no digo. Di tú, Fabián. Habla.
—Claro que hablo.
—Para que me interrumpas... —lo interrumpió ella.
—Te dije que me parece perfecto que no digas na­da ¿no?
—Y yo ¿qué dije? ¿Dije algo, yo?
—Me interrumpiste.
—No te interrumpí en absoluto y menos te interrum­po ahora puesto que decidí no intervenir más en esta conversación estúpida. Tu déjame a mí que yo te dejo a ti, ¿estamos?
—Lo que es yo...
—¿Y yo? O vas a pensar que me muero por hablar­te. Por mi...
—Pero fuiste tú la que...
—Tú y nadie más que tú. Me atajas cada vez que voy a decir media palabra —Isabel estaba al borde del llanto.
—Yo, atajar! —se sorprendió el hombre— debieras ser noble y reconocerlo: ¿quién interrumpió a quién?
Hubo una pausa que se llenó con el gesto esperan­zado de él. El matrimonio invitado a festejar su aniver­sario también creyó vislumbrar un acuerdo, pero ella no dijo nada y Fabián -volvió a insistir:
—Estoy dispuesto a aceptar lo que tú digas. Habla, Isabel.
—Hable, Isabel —dijo el otro marido; la mujer la in­vitó a hablar con un gesto de simpatía.
—Habla, di algo, cualquier cosa.
—No pienso contestarte.
—No, ¿eh? Entonces ni te hagas la ilusión de que yo vuelva a preguntarte nada —y pareció desentenderse. Pero ella levantó la voz por primera vez:

—No pretenderás, Fabián que te dé la oportunidad de que me hagas callar, ¿no?
—No pretenderás, Isabel, que yo permita que me im­pongas silencio, ¿no? Contesta. ¿Estoy en lo cierto o no? Di, vamos, dio. Habla. Habla. Habla!!... —Y estuvo a punto de pegar un puñetazo en la mesa, pero en el ins­tante inmediato anterior su mujer habló y dijo, dirigién­dose a Isabel:
—Y qué me dice de lo de Fabián.
—¿Qué Fabián?
—¿Me lo pregunta?
—Claro, Isabel querida. Si no sé exactamente a qué Fabián se refiere.
—Pero en serio ¿no recuerda a Fabián, Isabel?
—Mi querida! Lo recuerdo tan bien, pero tan bien, que recuerdo tres Fabianes y no se a cuál de ellos se refiere.
—Elija, Isabel.
—No, Isabel, lo lógico es que elija Ud.
—Sea sincera ¿sabe o no sabe lo de Fabián? Si todo el mundo...
—¿Cómo no comprende, mi querida Isabel? Depen­de de qué Fabián sea ¿Ud. cuál dice?
Isabel estalló en el colmó de la impaciencia:
—¿Cómo quiere que le diga? Fabián! Si se llama Fabián es Fabián. Usted lo sabe bien, querida: yo, al pan, pan; y al vino, Fabián.
—¿No me diga que vino?!
—Pero Isabel de Dios, si lo sabe todo el mundo... Vino, claro que vino. Y eso no es. todo.
—¿Qué?... ¿vino y se fue?
—¿Y si lo sabía por qué no lo dijo desde el primer momento?
—Si supiera bien a cuál de los tres Fabianes que conozco se está refiriendo... De estos que le digo, creo~ no estoy segura, pero me parece que... sí! Dé lo por fir­mado, de los tres Fabianes que estoy pensando, en ve­rano, siendo febrero como ahora, es seguro que no hay ninguno en Montevideo. Los tres Fabianes que yo le digo van a Punta del Este; tienen casa.

 

(Con RAICES de Setiembre-2013, continuamos con los hermosos trabajos de Carlos Maggi)

 

UNO SOLO  (Parte III)

—Casa... pero entonces serán hermanos o padres o hijos o algo así... —Hubo un tono de infinito desprecio en la expresión “algo así”, pero Isabel se recuperé:
—Cada uno, tiene su casa; por eso dije; tienen casa, que es como decir la casa de cada uno de ellos.
—Claro, así es diferente.
—Pero Ud., ¿a cuál se refería?

—¿A cuál voy a referirme? a Fabián, queridísirna Isabel. El que es casado con la prima del coronel Fabián que es hija de mi amiga Isabel, aquella que vive en Me­lilla, que justamente Ud. me dijo que no la ubicaba. Bue­no, esa que Ud. no conoce, cuando estuvieron en Euro­pa, se encontró con el menor de ellos, que estaba vincu­lado con el coronel, un hombre de cierta edad, porque son tres hermanos y el menor, Fabián, que es hijo del segundo matrimonio, fue el que mandaron a estudiar a Suiza, cuando no andaba muy bien del estómago y tenía mareos y justo cuando ellos pasaron por Florencia, él estaba de vacaciones, hacia sky, pero no en Chamonix ni cerca del Mont Blanc, él hacía sky en Austria o en la Selva Negra, en un lugar de esos, porqué iba al chalet del yerno; no se si notó que son todos rubios, austriacos, creo, pero eso es lo menos importante, porque según me dijeron son de Suecia. Bueno, el hecho es que se encon­traron cuando ninguno de los dos estaba en París, fue algo emocionante, de novela, y cuando volvieron, la so­brina, una rubia que se llama como yo: Isabel, se casó con uno de los compañeros de clase de él, que había venido por tres días de la estancia y justo al irse, en la estación, se le abrió la valija y como el coronel no esta­ba y ella había ido sola, Fabián se agachó y empezó a recogerle la ropa y los frasquitos del botiquín que dice que se habían desparramado; ella usa tres clases de cre­ma de limpieza; y estaban así, ocupados en eso, y levan­tó los ojos Fabián y para qué....! flechazo! creo que ya se lo conté y Ud. me dijo que ya se había enterado en la modista.

—No me diga que es ése el Fabián que decía, el de la modista!
Una mano de Fabián se posó sobre el brazo de Isa­bel y el hombre dijo:
—Bailamos, querida, tengo un regalito para...
Ella sacudió el hombro hacia delante para librarse del llamado y pidió sin mirarlo:
—Un minuto, Fabián. Y dice que vino y después ¿se fue?
—Como me oye.
—Es increíble! Yo supe algo por la menor de las Malvarez.
—La divorciada de uno de los ahijados...
—Claro. Del ahijado mayor del Coronel, porque son dos, ellos. Qué raro¡ No llegué a enterarme de que se hubiera ido.
—Pero si eso fue lo peor. Después de haber venido. Un descarado!
—Pobre Isabel! Primero el otro, que era un mujerie­go, y ahora éste!
—Fabián, ¿qué me dice?
—Querida... —volvió a insistir el marido.
Isabel dio vuelta la cara sin separar de ella la mano que habla marcado admiración contra la mejilla y hubo un silencio largo. De allí fue saliendo la voz de Fabián repechando:
—¿Bailamos, Isabel? Tengo una cosita para... —y comenzó a buscar en los bolsillos; pero ella se puso de pie mientras decía:
—Sí, Fabián, sí; mejor bailamos ahora, así termina­mos de una vez.

El local se había llenado y la pista estaba total­mente ocupada. El pianista movía su público sobre un potpourrí de rumbas de los años cuarenta cuyo ritmo iba haciéndose de más en más rápido. Esa pasada ter­minaba con el chiste de la fiambrera, que a esa hora, un viernes, era infalible.

 

Un señor de bigote, canoso y con una gran nariz colorada, paseaba a su mujer sobre los hombros, entre las mesas. Ella llevaba puesto el sombrero negro de él, al modo de un cowboy, y montada sobre el cuello del viejo marido gritaba alegremente: allez, Fabián, hop... allez, allez... —y corcoveaba como un verdadero jinete.
Isabel dijo, mientras pasaban apartando gente:
—Te complaces en interrumpirme y hacerme perder el hilo de la conversación.
Tuvieron que apartar a una mujer realmente her­mosa que le lavaba los pies descalzos a un marinero, mientras decía entre risas:
—Esto es un festejo corno en el armisticio del 18, Fabián —y lo rociaba con la botella de sidra helada.
—Te complaces en interrumpirme y en hacerme per­der el hilo. Un día que salimos a festejar bien podrías estar un poco más comprensivo, interesarte en algo de lo que me interesa a mí, menos cargoso con tus ocu­rrencias! Pero, ¿bailamos o no? —Habían alcanzado la pista y ella estaba con los brazos en alto, esperándolo; Fabián hizo el primer intento de sacar su lindo anillo con la piedra verde, pero para no hacerla esperar más acudió a abrazarla. Dijo:
—Te compré... —siguieron unos compases y Fabián trató de apartarla para librar las manos y encontrar el estuche.
—¿Así que a esto le llamas bailar, querido?
—Ahora vas a ver...
—Cuando salimos a bailar, Fabián, bailamos ¿o esto qué es?
—Es un minuto. Quería...
—Cuernos, querías. No estás en edad de hacer pa­pelones; y yo, menos; nunca me gustó. ¿O es un baile nuevo éste? Yo muevo los pies y mientras tanto tu cam­bias las manos de bolsillo, como si jugaras a las escon­didas. ¿Qué lindo, no?
—Si me permitieras buscar, Isabel. Te traje... —y volvieron a reiniciar el baile.
—No sé si notaste lo que es ese tipo! Estaba desean­do bailar de la vergüenza que tenía, no soportaba más estar en esa mesa. Es un monstruo ese hombre. Y ella lo aguanta! Oíste cuando ella dijo: ni pienso contestarte
—que estuvo perfectamente— y el muy bruto le dijo: y yo tampoco pienso preguntarte nada. ¡ Qué grosería! Me moría de vergüenza. Yo tampoco pienso preguntarte! Me ponía en el lugar de Isabel y me subían los colores. Si me lo hacen a mí, me dan siete ataques.
—Si vieras qué lindo.., si me permitieras...
—Pero es inútil, todos los hombres son iguales, hay que convencerse. Lo que es yo, mi hijito, no lo aguan­taba ni un minuto al tipo ese, por más Gómez Péndola que fuera. ¡ Qué humillación, Fabián! Y todavía se cree distinguida y se pasa hablando de apellidos. Si ella no tiene amor propio, si no tiene dignidad, si quiere arras­trarse, que por lo menos lo haga en la casa y no aquí> con nosotros, y un día que vinimos a festejar! No tiene derecho. Si no lo hace por ella, que tenga vergüenza por el género humano. Hay cosas que no se deben to­lerar. ¡Que la pisoteen! ¡Un guiso con él!
—La fecha, Isabel...
—¿Quién es el señor Gómez Péndola? ¿Quién es ningún hombre para eso? ¿Por qué podrían mostrarme un hombre que no sea un guiso?
—El aniversario, Isabel...
—Y más cuando se trata de su propia mujer. ¡Ah, por supuesto! A esa sí, a esa con todo, a la madre de sus hijos, sí; se ensañan con ella después que le sacaron…

(Con RAICES de Octubre-2013, continuamos con los hermosos trabajos de Carlos Maggi)

 

UNO SOLO  (Parte IV) continuación

—No sé si notaste lo que es ese tipo! Estaba desean­do bailar de la vergüenza que tenía, no soportaba más estar en esa mesa. Es un monstruo ese hombre. Y ella lo aguanta! Oíste cuando ella dijo: ni pienso contestarte
—que estuvo perfectamente— y el muy bruto le dijo: y yo tampoco pienso preguntarte nada. ¡ Qué grosería! Me moría de vergüenza. Yo tampoco pienso preguntarte! Me ponía en el lugar de Isabel y me subían los colores. Si me lo hacen a mi, me dan siete ataques.
—Si vieras qué lindo.., si me permitieras...
—Pero es inútil, todos los hombres son iguales, hay que convencerse. Lo que es yo, mi hijito, no lo aguan­taba ni un minuto al tipo ese, por más Gómez Péndola que fuera. ¡ Qué humillación, Fabián! Y todavía se cree distinguida y se pasa hablando de apellidos. Si ella no tiene amor propio, si no tiene dignidad, si quiere arras­trarse, que por lo menos lo haga en la casa y no aquí> con nosotros, y un día que vinimos a festejar! No tiene derecho. Si no lo hace por ella, que tenga vergüenza por el genero humano. Hay cosas que no se deben to­lerar. ¡Que la pisoteen! ¡Un guiso con él!
—La fecha, Isabel...
—¿Quién es el señor Gómez Péndola? ¿Quién es ningún hombre para eso? ¿Por qué podrían mostrarme un hombre que no sea un guiso?
—El aniversario, Isabel...
—Y más cuando se trata de su propia mujer. ¡Ah, por supuesto! A esa sí, a esa con todo, a la madre de sus hijos, sí; se ensañan con ella después que le sacaron

todo y piensan que está dependiendo de lo que cl señor quiera.
—Te juro, es lindo, con una piedra verde... Si me dejaras...
—Entonces le dan con el pie, peor que si fuera un perro. Los muy hijos de perra. La tienen de fregona a una durante veinte años y después le dan un golpe bajo y otro y otro, todos donde más duele le dan, porque la conocen bien y saben dónde una tiene sus puntos flacos.
—El aniversario, Isabel...
—No. ¡No pretendas discutir!
El pianista atacó ahora con su gran creación: cl Bo­lero de Ravel en frenético ritmo yeyé. Isabel se solté y comenzó a golpear el aire con las rodillas; primero una y después otra; la cabeza bajaba y subía como un pistón a pleno régimen.
El negro Fabián se acercó al piano y cantó: Isabel por favor te lo pido, ante Dios y el Registro Civil. La negra Isabel giraba en torno a él haciendo puchinball del ruedo blanco de su corta falta colorada; las piernas eran lustrosas y oscuras como el vidrio de las botellas de cerveza, y los pies golpeaban el suelo, alternativa­mente, como si fuera tierra africana. El pianista, sin dejar de tocar ni bajar la intensidad del instrumento comenzó a largar el cuento de la fiambrera, gritando a más no poder:
—El matrimonio es espléndido, aunque tenga sus altibajos. Claro, los altibajos son lo peor. Un amigo mío se casó en verano y se fue de luna de miel a una quinta sobre el río Santa Lucía. Le prestaron un palacete an­tiguo de tres pisos. Pero había tantos mosquitos, en el Santa Lucía, que tenían que dormir él en la azotea y ella en el sótano. Palabra. Pasaron así casi toda la luna de miel, con altibajos —esperó las risas y continuó—. Hasta que a ella se le ocurrió una idea: consiguió una fiam­brera grande, la pusieron en la orilla del río y se acostaban adentro. Cuando dos seres se aman, basta un lugar solitario y una fiambrera de dos plazas. —Volvió a crecer bajo sus dedos la serenata—. Lo más impor­tante para la gente casada es la soledad. Donde apa­rezcan terceros o terceras y los casados dejen de estar solos, empiezan los líos; hay que elegir: o solos o celos. Por eso es tan difícil estar casado en un país como éste con dos millones de habitantes. Y por eso lo mejor es poner el matrimonio en la fiambrera, se conserva mejor.

 

(Con RAICES de Noviembre-2013, continuamos con los hermosos trabajos de Carlos Maggi)

Pegó con ambas manos en el teclado y arrancó con la serie de tangos de la guardia vieja: Refasí, Hotel Victoria, El Choclo, Felicia y para rematar, La Cum­parsita. La pista se oscureció iluminada ahora única­mente por la guirnalda de colorines.

—Supongo que te acordarás de lo que me dijiste el miércoles pasado sobre cómo tenía el pelo. Claro, a lo mejor piensas que me olvidé. Pero te equivocas, Fabián. Me van a decir a mí lo que son maridos! Si soy la más indicada, teniendo que aguantarte. Podría hacer un in­forme de 400 páginas sobre el asunto o pintar un cuadro de Blanes, un mural inmenso con un tema horrible como la fiebre amarilla, que se llamara: el matrimonio; podría componer una sinfonía entera, la superpatética, para que después, cuando yo ya no estuviera, cuando me supieras muerta y enterrada, entonces, sí, la podrías destrozar en el piano, como haces con Beethoven cuando te sien­tes inspirado, o como haces con Vivaldi, con Bach, con Debussy o con cualquiera de esos que te sale al cruce y te sientas al piano y lo haces papilla a estilo pianola de la casa de tu abuela cuando pedaleaba tu tía Carmelita. Nunca termino de saber si esa torpeza está en tus ma­nos o sí es que eres irremediablemente negado para toda clase de talento. ¡Qué horror! No hay cosa más triste que un hombre fracasado, un bancario insignificante, un músico mediocre, un marinero de carbón y sal, un po­bre viejo antes de tiempo, un pobre tipo que nunca

llegó a nada, esto que eres, Fabián: un inútil despre­ciado por todos.
El hombre de oscuro se acercó al piano atravesando la pista de baile entre las parejas que se fueron abriendo para dejarlo pasar: camina a lentamente, como cargando algo, pero no parecía titubear. Fue sin desviar un paso hasta situarse detrás del taburete y tomó al pianista de los hombros: lo sacudía calmosamente hacia atrás y hacia delante como podría hacerse con un muñero, mien­tras hablaba en voz baja, silbante, roncamente arrancada de la garganta; los tangos seguían con su ritmo entre­cortado y lento, alimentando con sus tirones, sus arras­tres y sus paradas rencorosas y doloridas el movimiento de las parejas que giraban silenciosas, como durmién­dose en la música.
—No sigas tocando, Fabián; necesito que me oigas. No vas a seguir en eso. Que se mueran los que te oyen si es que hay alguien capaz de oír en este pozo hedion­do. Fabián: ¡no puede ser que no oigas! —lo soltó, se detuvo un momento y luego giró en torno al piano para encararse con el otro.
—Necesitaba tanto hablar con alguien y ahora no se ni por donde empezar. Esto y tan cansado. Hace años que estaba cansado y no me daba cuenta. No sé si me vas a entender. A lo mejor con un buen descanso se podría arreglar todo. Pienso que si pudiera irme para Europa todo se arreglaría. Hace años que tengo ganas de terminar mi sinfonía. Tú conoces algo ya. ¿Recuer­das? Cuando la guerra pasada... había unas cosas de trombón sobre Bélgica invadida que cada vez son más hermosas. Pero no es eso de lo que quería hablarte...
¡ Fabián! No aguanto más a Isabel. Te lo juro. No la aguanto. Ni a ella, ni a mis hijas, ni los famosos dolores de cabeza, más las cuentas, más los Malvarez, más los Gómez Péndola... ¡todo!... Debes comprenderme. Es demasiado. Es demasiado y sin embargo es para nada. Estoy viviendo sin sentido, amargado, sé que estoy tirando mi vida en una estupidez y otra estupidez y otra y otra... Tengo 47 años querido. Y estoy harto. ¡Harto! Y todo es culpa de ella. Pienso oye tengo que volver a casa y me siento mal, odio a mis hijas, odio a mi mujer.

(Con RAICES de Diciembre-2013, continuamos con los hermosos trabajos de Carlos Maggi)

 

UNO SOLO  (Parte V) parte Final

Sí. La odio. ¡Quisiera verla!... Y sin embargo, le com­pré un anillo, porque hoy cumplimos 20 años de casados. La quiero, pero tenemos una sola vida, Fabián. Y si ahora renuncio a todo, si no hago ahora lo que la vida me pide, ¿para qué vivo? ¿Con qué sentido? Quiero ena­morarme de nuevo... Por supuesto, está Isabel,... pero ella tuvo su vida. Ella es otra cosa. Y mis hijas se ca­sarán y tendrán lo suyo, ¿pero yo? Yo tengo que em­pezar mi sinfonía o hacer algo pronto; dentro de pocos años seré viejo. Tengo mis sueños, Fabián... Tengo.. tengo. .. esta necesidad de amor capaz de llevarme hasta el último extremo... Porque lo juro, soy capaz de todo... te lo puedo jurar. ¡De todo t Hay noches en la cama, cuando siento que hasta las ropas me están tra­bando, me están atando y maniatando junto a Isabel, hay noches en las cuales he llegado a pensar lo peor. Sí. Lo peor. Preferida acabar con ella o conmigo, antes de tener que aguantar tanta desolación. Estoy solo, Fa­bián, y estoy terminado. Y nadie me da compasión. Es­toy hundido en este pozo y muriéndome cada día sin nadie a quien decírselo. Y además jamás me animaría a hablar. No. Yo me siento en ese taburete y toco hasta la madrugada un día tras otro y así me voy muriendo, sin esperanza y sin desesperación. Cuando cuento, cam­biándolo, el argumento del Amadeo de Ionesco, siento que soy yo quien tiene un cadáver en su casa y que es a mí a quien le crece y crece ese cadáver que soy. Ella no es mala, lo sé; no es mala, pero es veneno para mí; es un monstruo. Ella es el cadáver del amor que tuve por ella. Es la enemiga de mi corazón, como antes fue mi partidaria. Es la maldición de mi vida, la cara de mi fracaso. ¡Dios mío! Darla todos los años que me quedan por atreverme a terminar con ella. Ser capaz de matarla. Después de matarla una vez, la seguiría matando. Pero no. Con solo pensarlo... Soy así de pequeño. Una poquita cosa, un hombrecito del tamaño de un ratón que muele música ajena con los dedos y toca seis horas por noche y entretiene al público, mediocremente, como el tipo mediocre que soy.

Giró sobre el taburete interrumpiendo la Cumparsita y dijo de lleno hacia el salón:

—Tengo un amigo que un día se despertó y se en­contró un guardia civil en la cama. —Estalló una carca­jada general—. Fabián se llama mi amigo. Tiene el mismo nombre que yo.

 

(Con RAICES de Enero-2014, continuamos con los hermosos trabajos de Carlos Maggi)

 

PATIO DESCUBIERTO 

La casa es antigua por fuera y extraordinaria por dentro. A la manera colonial, tiene un patio en el medio y piezas alrededor; pero Jerónimo le impuso su estilo. De la cancel hacia atrás tendió un techo, cerró con una mampara de vidrios y pegó sobre éstos papel imitación vitraux a rombos color crema y rojo. Se atraviesa el za­guán, pues, y al entrar se encuentra uno en ese ambien­te penumbroso donde el aire cobra tintes nacarados y huele a tabaco de pipa y a humedad. A la derecha se abre la puerta del fumoir y del otro lado está el dormi­torio e solterón. Ambas habitaciones carecen de venta­nas y no reciben otra luz como no sea la muy pastosa que entra por la puerta que da al hall. Se ve la cama de bron­ce sobre una alfombra roja y su estilo corresponde, por un inexplicable parentesco, a las voituretes dandys de los años veinte; es muy baja, ambos respaldares son de la misma altura y extremadamente sobrios, hechos en caño redondo, perfectamente pulido y bronceado, del calibre de un brazo; pero la gran audacia futurista está en el modo de apoyar: la cama reposa sobre cuatro gran­des bolas de bronce, semejante cada una de ellas a una verdadera pelota de fútbol. Las paredes de la otra habi­tación, la pieza que todos llamamos fumoir, son blancas, pero Jerónimo, según se explica, recortó un cartón to­mando como base la tapa de una lata de café y, aplican­do ese cartón horadado, pintó círculos negros a todo lo ancho y alto de los muros; los grandes lunares se dis­tribuyeron de un modo irregular y provocan un efecto para quien esté entre ellos, mitad modernista del año treinta, mitad mareo astigmático. Sobre esas paredes es­tán colgadas las armas de la colección: sables, espingar­das, trabucos, pistolas de duelo, una lanza de fantasía estilo arábigo, un venablo envenenado, el puñal con ca­bo de marfil y oro que todavía conserva un cierto he­rrumbre que se muestra como la sangre del amante asesinado. Hay una sombrilla japonesa abierta, que cuelga invertida desde el centro del techo, a modo e plafond. El suelo está tapizado con varias alfombras y hay almohadones con paisajes pintados a mano; hay también un inmenso cuero de tigre a rayas amarillas, blancas y ne­gras, que conserva la cabeza, los enormes dientes y los ojos de vidrio, fosforescentes. Sobre una mesa pequeña, un caballero medieval con la armadura completa y su gran espada sostenida ante sí con ambas manos, sirve de encendedor; se le vuelca la cabeza hacia atrás y apare­cen la mecha y la rueda de hacer chispa. Al tío le gus­tan los objetos que figuran una cosa y sirven para otra. Junto a su sillón lo acompaña fielmente una tortuga de cobre florentino a la cual, de tanto en tanto, Jerónimo le pisa la cabeza; el animal levanta entonces su caparazón y Jerónimo escupe dentro; es una ingeniosa salivadera, un mecanismo perfecto y una escultura naturalista de tamaño natural. Pero esto es en el hall, donde está el sillón Monis> la mesa bar, la lámpara chinesca y la fal­sa chimenea de madera lustrada con guardafuego de bronce, tras el cual se apilan los pedazos de resma há­bilmente cortados; haciendo funcionar la lamparilla eléc­trica que tienen entre ellos, los trozos de resma simulan ser carbones encendidos y cuando llega visita —nosotros somos visita— Jerónimo se levanta del Monis, deja caer el diario en el suelo y en el momento de invitar a pasar, aprieta la perilla y la chimenea se transforma en una fragua al rojo vivo; lo hace indiferentemente, invierno y ve­rano; se ve que es por el efecto artístico y no por el ca­lor que pueda dar el artefacto. Pero esto es en el hall, decía, porque el elemento más extraordinario del fumoir está entre los dos sillones de pana color borravino. Sobre un archivero de roble de esos de escritorio comercial, con cortina articulada de subir y bajar, está Napoleón; una estatua de metro y me­dio de alto, en uniforme prolijamente pintado; el pan­talón blanco, las botas de charol, el capote gris con sus correspondientes botones y, coronando la testa, el infal­table tricornio. La posición del hombre es la clásica: su mano derecha hundida bajo el chaleco, sobre el pecho, pero en la zurda sostiene, a la altura de la cadera, una lamparilla eléctrica servida por su buena arandela dc porcelana y su respectiva llave para apagar y prender a voluntad. El gesto imperial es austero, aunque los labios estén pintados de bermellón, y contrasta con la ocurren­cia festiva de empuñar la luz; mas, porque la bombita está cubierta con una pantallita de raso azul, tan feme­nina. La figura hace pensar en un conspirador de yeso que está por tirar una granada de mano, o mejor: en un enamorado militar que se dispone a volear por sobre el muro una extraña flor, una campánula luminosa. Hasta la altura de la vista, el furnoir, el hall y el dormitorio tienen las paredes cubiertas por un zócalo de estanterías de madera oscura con puertas de cristal; allí se ordena la colección de medallas y monedas, más un sin fin de pequeños objetos sin ningún valor para otro que no sea Jerónimo: mates y bombillas, insignias de clubs deportivos, zapatos de bebés (el primer par que usó cada uno de sus dieciséis sobrinos) alfileres de corba­ta, dijes, piedras de colores, cajillas de cigarrillos, bara­tijas, chucherías, naipes, condecoraciones, la reproduc­ción del Palacio Legislativo en cartón pintado, algunas piezas de ajedrez, el pañuelo que perteneció a Garibaldi. Según se dice, los dos cuartos ¿el frente, los que es­tán a los costados del zaguán y son más espaciosos, tam­bién tienen estanterías de estas, que no han perdonado un solo metro disponible; pero aunque en tales vitrinas se guarden objetos semejantes, nadie los ha visto, por­que es as habitaciones están llenas de diarios hasta el techo. Jerónimo compra todos los periódicos y varías re­vistas y conserva te tales publicaciones; las con­serva, pero no las ordena; va poniendo uno sobre otro los ejemplares desde hace cuarenta ellos, siempre en esas dos piezas del frente y ahora, prácticamente, ya no se puede entrar. Él está sentado en su sillón y lee noticias que no le interesan y fuma su pipa y de tanto en tanto escupe una saliva negra en el centro mismo de su tortuga de cobre florentino. Está hundido en el sillón Morris, con la luz de la lámpara chinesca viniéndole de atrás, casi invisible en la penumbra, y el hall y la casa van quedándose vados.
Pero detrás de la mampara está el patio descubierto con la pajarera y los grandes macetones y, en el rincón una inmensa higuera; es la parte intocada de la vieja casa de mis suegros. Cuando entramos, el viejo Salvatore está sentado en un banquito y sopla por su clarinete, la canción de la castagna troppo bella che ti piace a tutti quanti, y Genarito, —uno de los nietos me­nores— la está cantando a toda voz. Doña Anita, mi sue­gra, dice:
—No es lógico, Fabián. Ya no estás en edad de se­guir tocan do y de todos modos lo haces de un modo atroz. No tienes derecho a malformar el oído de este inocente. ¿Me oyes, Fabián? ¡Te va a hacer mal!
Y Salvatore contesta apresuradamente, entre dos no­tas largas:
—En seguida, Isabel —y luego sigue tocando con más ímpetu y más errores que antes, mientras cabecea diciendo que si con el perfil y con el clarinete, diciendo que si a la monserga de ella que continúa, mientras él se sonríe y sopla con una larga paciencia parecida a la inspiración. Están felices doña Anita, el nieto y Salvato­re, mientras en el hall, Jerónimo vuelve a leer, en otro diario, las mismas noticias importantes que no le inte­resan.

 

(Con RAICES de Julio-2013, continuamos con los hermosos trabajos de Carlos Maggi)

 

 

LA CUATRO ELE 

La segunda vez que Isabel se torció, llamamos al carpintero.
Yo insistí: el entablillado debía ser completo; pero ella que no, que no era justo conmigo, que no iba a poder dormirse, de noche, pensando en mí. El carpin­tero la miraba con el martillo en la mano y un pucho muerto en la comisura. Isabel dijo:
—Hasta aquí—. Y yo dije:
—¡Pero no!—. Y el carpintero dijo:
—Si hago la mitad, cuesta la mitad.
Como eran dos contra uno, cedí, y se pusieron tablas de un solo lado.
Cuando llegué del banco, esa tarde, el trabajo es­taba terminado y a eso de las once, después de ver la serial de telesuspenso, me acosté en la comba mullida de siempre e Isabel encima de una repisa, al lado mío.
A las once y media, ella me despertó y dijo:
—Cuesta acostumbrarse—. Y supongo que yo le con­testé:
—Claro.
A las doce menos diez, se sentó y sin dirigirse a nadie, dijo:
—LEs insoportable!—. Y yo:
—Es al principio. Tú misma dijiste que cuesta acos­tumbrarse.
Hubo una nueva pausa, felizmente más corta, por­que yo estaba en vilo, esperando la reacción siguiente. Cuando vi que se dejaba caer en mi hueco, le hice sitio. Pero, en el retroceso, quedé sobre el larguero y, como la frazada se había corrido, con un largo lomo de frío que me corría de la nuca a los tobillos. Cuando trataba de tironear la ropa para cubrirme el soplo dorsal, Isabel dijo:
—El filo de las tablas que puso el hombre, me lastima.

—¡La columna! —pensé o dije, no sé, pero estaba se­guramente alarmado—. No puedes hacer sufrir a tu co­lumna, querida; el peligro, justamente, es la hernia de disco. Estás haciendo lo peor: cama blanda y una arista que te mortifica las vértebras. Súbete a la parte dura, Isabel.
—Sería absurdo —dijo ella—. Ya probé y no pude resistirlo.
—Pero, querida, es que no estás bien de la co­lumna...
—Por eso mismo; si ya tengo una molestia, agregar otra, significa renunciar a dormir.
—Pero es por tu columna...
—No, Fabián, te equivocas. Cuando me acuesto, me acuesto para descansar yo y no para darle el gusto a la columna. Si me canso, entonces sí que empeoro. Lo ex­plicó el doctor Echeverría ¿no? Mi problema es postural y esta postura me duele y me pone nerviosa; ergo: me enferma.
—Pero si es una primera impresión, en realidad...
—Sabes bien que una impresión de dolor es un dolor para quien la padece —volvió a sentarse— ¿o vas a plan­tearme una discusión epistemológica, en vez de ayu­darme cuando ves que sufro?
—Hago lo que tú digas —dije.
—Ponte de mi lado, Fabián, y trata por todos los medios de que concilie el sueño. Si no descanso, el día de mañana va a ser terrible.
La besé, di la vuelta a la cama, después de arreglar las frazadas, y al tenderme sobre las tablas, comprendí las molestias crecientes de la pobre Isabel. Estando sano era progresivamente Incómodo ¡Qué no sería para ella, que venía torturada por su cintura desde hacía una se­mana!
Pero casi enseguida me golpeó la espalda con la mano abierta y musit6 dulcemente:

—Así tampoco puedo—. Hacía años que no le oía ese tono cariñoso y como de animalito desvalido. Me preparé para lo peor; pero ella continuó, después de una pausa:
—No puedo llegar a dormirme si tú estás a la iz­quierda.
—¡Pero Isabel! —estallé.
—Fabián, estoy acostumbrada a sentir que estás de este lado. No podría descansar contigo puesto al revés. Es como dormir con otro.
—Bueno, si quieres, cambiamos.
Sí, Fabián, por favor, es por la columna.
Me bajé de nuevo, para dar la vuelta, pero ella me detuvo:
—No, querido, no voy a volver al lado duro; me hace doler.
—¿Qué quieres que haga?
—Pon la almohada allá —y señaló sonriendo— yo arreglo la ropa.
Desde entonces dormimos así: la cabeza para los pies y los pies para la cabecera. Si alguna noche se me ocurre leer el diario en la cama, le pido a Isabel que se acueste con los pies para los pies y yo me tiendo a su derecha, en el suelo, sobre la alfombrita; así la luz de la veladora me viene perfectamente. ¿Y qué diferencia puede haber entre unas tablas y otras?

 

(Con RAICES de Junio-2013, continuamos con los hermosos trabajos de Carlos Maggi)

 

EL HUEVO FRITO

Lo probé y estaba frío, aceitoso y sin sal. Bajé el tenedor sin apuro y procuré tomarme un tiempo para imaginar algo suficientemente eficaz.
Los huevos fritos me gustan dos veces: porque son exquisitos y porque me hacen mal. Era imprescindible compensar tanta desilusión con un solo golpe, un ataque brutal que la sacara de casillas sin darle oportunidad de replicar; no era cuestión de tener que padecer el desas­tre de no probar aquello, más el desastre de una discu­sión con Isabel. Agaché los ojos y pensé. Mi odio estaba ahí, mirándome, creciendo hasta alcanzar el tamaño y el color de esa yema insulsa y grasienta que pudo haber si­do mi placer y mi pecado. Bien se merecía mi mujer que la engañara con otra, con cualquiera, puesto que tan po­co se preocupaba por mi. Su pago a mis desvelos de ma­rido ejemplar, era esa horrible libra esterlina falsa e im­posible de comer. Necesitaba desahogar tanta injusticia como la que me miraba, ojo de hiena, desde mi propio plato. Por un momento me sentí más desgracia o que furioso. No hacía otra cosa que pensar en el señor Dell’ Acqua, de la gerencia de administración. A partir del lu­nes, Moreira ascendía y yo me quedaba en la caja 6, como hasta ahora; el único de mi carnada que seguía detrás de las rejas de una caja, contando billetes, ¡Linda moneda para hacerle tragar al cajero veterano del ban­co! ¡Monedas a mi! Tragar veneno en el trabajo y al llegar a casa, de almuerzo, una gota de bilis con clara de huevo alrededor; ése era mi régimen. ¡Y yo preocu­pándome por todo y por todos! Un huevo frito aceitoso, frío y sin sal, ése era mi cargo en el banco después de veintidós años de trabajo; y ese mi placer en casa, des­pués de diecinueve años de casado. Un aguaviva con ictericia en la cual mojar el pan •y paladear el jugo. Pa­ra que comas, Fabián: un trozo de placenta. Isabel me sacó de tanto monólogo intenor:

 

—Estefanía me dijo que Juan Carlos los come así:
fritos en el sartén, pero con agua. Por el hígado, Fabián; y como sé que te gustan tanto...
Pensé decir: está repugnantemente aceitoso, pero me contuve a tiempo. En realidad era huevo pasado por agua. Dije, como si ella no hubiera hablado:
—Ayer me contó Dell’Acqua, el que es gerente; no se si te hablé de él; últimamente nos hicimos muy ami­gos, como hermanos... Charlamos mucho con el señor Dell’Acqua.
—¿Y qué te contó? —preguntó ella. Yo hice una pau­sa y retire el plato. Pensé: ¡Qué nombre, señor Dell’Ac­qua, para nombrar este huevo!
Pero dije:
—Sabe perfectamente que lo de Esteban fue suici­dio. —Era un golpe bajo que ella recibió cuando menos lo esperaba. Reaccionó como picada por una avispa:
—Sabes que es mentira, Fabián. Es... es mentira, una mentira horrible. —Me sacudía el hombro.
—Lamento habértelo dicho —murmuré. —Claro, debe ser mentira. Con todo preferiría no hablar del asunto. Sé que tratándose de alguien de tu familia debe resul­tarte muy desagradable.
—Ni lo conocí —dijo la pobre—. Pero era mi primo y tuvo una muerte espantosa.
—Claro —asentí—. Pensar que un cura, que alguien que es sacerdote, se suicide... siendo católica, debe ser angustiante... sobre todo si piensas que fue después de una discusión con tu padre ¿no? Pero mejor dejamos la cosa, —puse un servilleta sobre la mesa y di por termina­do mi almuerzo. Isabel se acercó, creo que con lágrimas en los ojos, y me dijo:
—Pero si no probaste la comida... Eres demasiado bueno, Fabián. —Y yo apartándola la miré y le dije completamente en serio, pero como en broma:

 

—Te voy a pedir una cosa: nunca más me presen­tes en la mesa huevos fritos de estos; son absolutamente asquerosos.
Y ella, más emocionada, me repitió:
—Eres demasiado bueno... Lo dices porque viste que yo...
—Parece de goma o de baba —insistí—. Odio estos huevos de material plástico que inventaste. Me quitan el apetito.
Ella se colgó de mi cuello y dijo:
—Querido... —y lloraba, lloraba sin poder conte­nerse. Creo que pocas veces conseguimos hacemos tan felices el uno al otro o por lo menos, damos tanto alivio.

(Con RAICES de Mayo-2013, continuamos con los hermosos trabajos de Carlos Maggi)

 

EL GRABADOR

Gracias a la compra de un grabador de cinta mag­nética es que pude escribir este libro. Antes de termi­narlo, pues, quiero dejar expresa constancia de mi agra­decimiento a la firma Philips del Uruguay. Sin su inva­lorable colaboración, este trabajo que ahora ve la luz, no hubiera sido posible.
Por supuesto, la magnífica adquisición se debió a la constancia de Isabel que fue quien se empeñó en practicar en casa las clases de filosofía que lunes, miér­coles y viernes dieta en el liceo de la joven. Claro, esa muestra de responsabilidad de mi esposa y la calidad técnica del aparato de nada hubieran servido por sí so­los, pero sucedió que en el entusiasmo por oír nuestra propia voz nos aficionamos a grabar las conversaciones de entrecasa y de ese modo redujimos a la mitad el tiem­po dedicado a hablar; la otra mitad la pasábamos en si­lencio, escuchando la cinta que reproducía nuestras pa­labras. Al principio todo resultó interesantísimo, pero después de transcurridas dos semanas enteramente de­dicadas a este novedoso y apasionante entretenimiento, empecé a distraerme en el momento de oír; y al cabo de un mes, empecé a hablar menos en el momento de grabar. Llegó en consecuencia el instante en el cual Isa­bel hablaba prácticamente sola y luego era la única de los dos que escuchaba.
A este proceso de abstracción domiciliaria se sumó, preciosamente, otra contingencia felizmente asoladora:
Los amigos, que nos visitaban casi todos los días, apre­ciaron el grabador en sus primeras experiencias, pero después, poco a poco, también fueron aburriéndose, co­mo yo, y dejaron de venir a conversar y escucharse por partes iguales. Nos quedamos aislados. Las horas de es­tar en casa, sin los requerimientos de Isabel y sin la atención de las visitas, se me hicieron largas, apacibles, solitarias, meditabundas.

 

 (Con RAICES de Abril-2013, continuamos con los hermosos trabajos de Carlos Maggi)

 

SEGURO CONTRA ROBO

—No es por el valor de tus malditos guantes —dije, tirando los paquetes que rodaron sobre el tapizado— me fastidia la falta de cuidado, la pérdida de los bienes por que sí.
—No se perdieron —observó Isabel— fueron robados. Los dejé aquí. Estoy segura. Fui la primera en decirlo.
—Espléndido! En vez de perderlos por descuido los dejaste por descuido sobre el asiento del auto, mientras hacíamos las compras. ¡Qué cuidadosa! —y antes de que pudiera ensayar un solo razonamiento, completé el ata­que. —Además fuiste tú la que me convenciste de no ce­rrar con llave. No lo ~‘as a negar, ahora. Hace semanas que voy dejando el auto abierto por los lugares más ex­puesto, por las peores calles, como ofreciéndole un ca­ramelo a los ladrones. Ese es el resultado de tu filosofía.
—Y señalé con el índice hacia abajo, como Jehová, hacia el lugar del asiento delantero donde debían estar los guantes y no estaban.
—No grites, querido —musitó ella— la gente nos mi-

—Es lógico. Todo el mundo se asoma a ver la cara de los estúpidos que se dejan atropellar por un ómnibus o robar en la puerta de un supermercado.
Entramos al coche y antes de arrancar, cuando hice girar la llave del seguro que traba la dirección, Isabel me cubrió la mano con la suya y me dijo, con ternura:
—Sacrifiqué mis guantes para hacerte ganar más de trescientos mil pesos.
La miré y vi en sus ojos la luz de la inteligencia.
—Si hubieras cerrado la puerta del auto con llave, cl ladrón no habría podido entrar y hubieras gastado inútilmente los mil pesos que te costó la traba de la di­rección. Si yo no hubiera dejado los guantes para que él los robara, nunca hubieras sabido que hubo un ladrón

 

que quiso robar el auto y no pudo. No es tan difícil de entender, Fabián. Me quedé sin guantes, pero tú multiplicaste por trescientos lo invertido en ese seguro contra robo. ¿No te parece buen negocio? Piensa, querido: con­servamos el Fiat, valoramos la traba de la dirección y todavía nos salvamos de tener que mandar a arreglar la portezuela. No fue forzada porque la dejaste sin llave, como yo te dije. ¿Esos beneficios no compensan la pérdida de un viejo par de guantes?
Desde ese día, dejo un billete de diez pesos colgan­do del espejo retrovisor y van siete veces que me lo ro­ban. Con solo setenta pesos llevo ganados unos dos mi­llones ciento siete mil pesos (calculando el auto a nada más que trescientos mil, la traba por su costo original, mil, y sin contar el ahorro en reparaciones de la puerta, que jamás sufre porque queda abierta).

 

 (Con RAICES de Marzo-2013, continuamos con los hermosos trabajos de Carlos Maggi)

 

EL VIAJE A EUROPA

Ir a Europa ya no se usa —dije—. Nuestros amigos fueron todos ¿a quién vamos a impresionar, yendo? Lo bueno es poder contar cosas sorprendentes, mostrar foto­grafías únicas, tener recuerdos, quiero decir: souvenirs, objetos que nadie tenga. Para que semejante gasto se justifique hay que aprovechar antes, hay que ser más jóvenes de lo que somos nosotros. Después de los cua­renta, no se encuentra a quien deslumbrar con lo po­quito que un turista puede averiguar de Londres o Ber­lín. Madrid, ya oíste lo que dijo Suárez, es como la Unión, aunque crea que es como Buenos Aires. No, Isa­bel, no me parece que nos convenga planear ese viaje. Además, pienso en el hotel Saint Michel lleno de uru­guayos y me siento mal. Un solo compatriota en el ex­tranjero es un ser inevitable. ¿Qué podrá hacerse frente a los veinte o treinta que justamente en ese momento descubren Paris, desbordantes de entusiasmo por lo que están viviendo, con unas ganas locas de compartirlo y con el termómetro del destierro marcando cuarenta gra­dos de nostalgia? ¿Cómo se defiende uno de esa fiebre fraternal y abrasadora, capaz de abrazar a cualquier na­cido cerca del estuario del Plata? No es tan difícil ima­ginar lo que ha de ser que oigan un tango y se pongan sentimentales y lo agarren a uno por ahí cerca. Me mo­riría de exceso de calor humano. El único modo de no tener que soportar al lado a algún hermano de la patria chica en pleno estado de emoción, es quedarse aquí; en­tre tantos, ninguno se hace demasiado presente. Hay ex­periencias menores que son aleccionantes: ir a la vecina orilla y pasear por Florida; están todos. Siempre, desde chico tú lo sabes, siempre me dio vergüenza ser turista. Se está en un país donde cada uno se ocupa de lo suyo y uno se ocupa de mirarlos. Ellos trabajan, pelean, gozan sus triunfos, lloran sus fracasos, entierran a sus muertos, aman a sus mujeres y uno está ahí, mirándolos, con la

no se ocupa de mirarlos. Ellos trabajan, pelean, gozan triunfos, lloran sus fracasos, entierran a sus muertos, Kodak pronta para llevarse a casa, en Sudamérica, una de las mareas que dejó por esos lugares el bolillado da Historia Universal. Uno se para y mira la vida de ellos, como en la vidriera, desde atrás del cristal; pero es uno el microbio, el que paga en dólares el derecho a abrir la boca en casa ajena. ¡Qué triste entrar al zoológico y ter­minar siendo el bicho raro! De algo estoy seguro: si no me nombran gerente de un banco suizo y me piden que vaya a organizarlo, no me muevo de aquí. Si quieren que vaya a Europa, que me paguen y que allá me dejen hacer algo, algo que me guste.
—Trabajar!... —dijo Isabel.
—¿Por qué no?
—Tienes un modo de divertirte, Fabián!
—Bueno —dije, en ese instante esperado, con una cal­ma que tuve que imponerme— si se tratara de divertirse, no iba a viajar para ver monumentos o paisajes, materia bruta. A mí me interesa lo que hace el hombre. Iría por algo que realmente me gustara ver y que fuera irrepeti­ble (o se ve en su momento o se pierde para siempre). Me gustada tener un relato para contar durante toda mi vida; que se yo, algo un poco más excitante que la ca­tedral de Reims, que no es otra cosa que la fotografía de la catedral de Reims, pero de tamaño natural. No se si me hago entender. Para ver la tumba de Napoleón, mejor mc compro la biografía de Josefina de Stefan Zweig, si es que hizo la biografía de Josefina, me leo los entretelones y tengo más diversión por menos pesos. Se justifica cruzar el Atlántico si es que hay algo que emo­cione y que se sabe realmente único; un hecho dcl hom­bre; una hazaña; lo ves mientras está sucediendo o te queda la pena de haberlo perdido para toda la vida. No se si soy claro. No me interesan las cosas históricas; siem­pre hay tiempo para verlas y las puede ver todo el mundo. A mí me interesan los hechos históricos. ¿No te hu­biera gustado ser testigo (le la caída del imperio romano?

—Entendido —dijo Isabel—. Pero cuando vuelvas de ver el partido de Peñarol con Real de Madrid, a las va­caciones siguientes, vamos al carnaval carioca ¿me das tu palabra?
—Lo juro —exclamé en un rapto de amor; y antes de besarla apasionadamente, le pregunté: ¿Y tú? ¿no quie­res venir? ¿el mes que viene? Vamos, vemos el partido y volvernos. Son nueve días, la excursión. ¿te gustaría ir, querida? —y ella, que tiene momentos maravillosos, dijo:
—No; no me interesa.

 

 (Con RAICES de Febrero-2013, continuamos con los hermosos trabajos de Carlos Maggi)

 

LOS CUBIERTOS

Luché por cortar mi primer bocado de asado y des­pués de un largo forcejeo durante el cual la carne fue y vino sobre el plato, comprobé que la desganaba con el tenedor sin que el filo del cuchillo tuviera el menor efecto.
—Este cuchillo no corta —dije.
—Tendrás que hacerlo afilar —respondió cautamente mi mujer.
—Seria inútil —dictaminé—- estos cuchillos nunca cor­taron, ni de nuevos.
—Es cierto —dijo ella.
—Bien podrías haber puesto los de alpaca.
—Son regalo de casamiento, Fabián. Si los pongo en uso nos quedamos sin juego en seis meses. Tu sabes co­mo son las muchachas, lavan la vajilla y....
—Pero el ano pasado compramos los de plata que están en el estuche, así que...
—Es por el recuerdo, son regalo de mamá.
—¡Los de alpaca! son regalo de tu mamá —interrumpí— porque los Christofle, los estoy pagando en cuotas.
—Bueno seria el colmo! —dijo Isabel—. Justo el día que hay asado de vaca no voy a sacar los cubiertos bue­nos para que se destrocen.
—Entonces, ¿cómo como?
—Querido! —dijo ella—. Sabes que esa carne es solo para ti; odio todo lo que sea parrillada. Es tu gusto y no el mío, Fabián.
—¿Con qué corto? —pregunté—. Se está enfriando.
—Es una comida rústica —dijo ella— si por lo menos ahora comprendieras que con el asado al asador llenas de humo el jardín y tu mismo quedas ahumado de revol­ver las brasas, si comprendieras que después de servido eso no es comida, sino....

—Me gusta hacerlo y me gusta comerlo —estallé— y pienso cenar todos los sábados así, aunque te parezca rústico, brutal y extraordinario. Tengo derecho ¿no?
—Por supuesto, Fabián. Pero eres tú mismo quien está resolviendo el problema. Si prefieres convertir la cena del sábado en un acto primitivo, lo lógico es que completes esa sensación. Salió un momento y regreso con mi navaja de pesca, una sevillana de acero toledano. La hice limpiar bien —<lijo— ayer, cuando vi que la car­ne era durísima.
La abrí y efectivamente la hoja brillaba.
Fue así que quedó establecida una regla: yo come­ría asado de tira cada vez que fuera al mercado y lo comprara y lo hiciera al asador, pero entonces se retira­rían los cubiertos de diario y no se usarían ni los de al­paca ni los de plata.
Claro, después de ese día, para no estropear ¡ni bue­na navaja de pesca, me compré un cuchillo de monte, con vaina de cuero, de los que se usan en los campamen­tos; porque yo jamás voy a campamentos y en cambio me gusta ir a pescar.
El modo e usar los cubiertos, pues, es muy simple; en caso de asado de vaca se debe usar un cuchillo que uno no quiera usar en su debido uso, así se dejan de usar los que se tienen en uso y tampoco se usan los que están fuera de uso y ni siquiera los reservados para usos espe­ciales. Creo que es lo usual.

 

 

 (Con RAICES de Enero-2013, continuamos con los hermosos trabajos de Carlos Maggi

 

EL AUTOMOVIL

—Lo lógico es cambiar el auto y no andar en com­posturas que cuestan un dineral y no se acaban nunca porque se arregla una cosa y se rompe otra —proclamé de un tirón.
—Claro —dijo Isabel— pero...
—No puede haber peros —seguí— un automóvil se hace todo junto y se as a todo junto. Hay cien tos de ingenieros que cuidan ese equilibrio; y es lo lógico desde el punto de vista técnico y desde el punto de vis­ta económico. Si el cigüeñal tiene desgaste eso está avi­sando que todos los metales están así y que los cilindros, la trasmisión, los rulemanes, la suspensión, el tren de­lantero, todo, todo, todo ha cumplido el trabajo para el cual fue previsto. Los autos se hacen calculando un de­terminado kilometraje.
—Comprendo —dijo ella con cara de no entender, pero de estar pensando mucho.
—Es como quien compra una vela para tres horas o para seis horas o para veinticuatro horas.
—Indiscutible —aprobó Isabel— pero ¿podemos cam­biar el auto? ¿Ahora? ¿Al empezar el invierno?
—¿Por qué no?
—Pensaba en mi saco de piel. ¿Para qué queremos el auto si no podemos salir? ¡Y menos en un auto nuevo, sin tener qué ponerme! Es como quien compra una ve­la y no tiene fósforos para encenderla.
—Pero querida... —balbuceé naufragando.
—Ya sé —dijo Isabel— lo que hay que hacer es facilísimo. Compramos mi saco de piel y seguimos usando el auto como está. La diferencia entre un auto y una vela es evidente; tu comparación no sirve. La vela termina de consumirse en un instante, en cambio un vehículo, Fabián, se desgasta lentamente; es imposible decir cuan­do se acaba. Este es un problema de tiempos. Ahora, en abril, corresponde comprar un buen abrigo. En la prima­vera se cambia el coche. Es una cuestión de prioridades.
—Tener o no tener, esa es la cuestión. ¿Tenemos to­da la plata que sería necesaria para comprar saco y au­to? Todo asunto de dinero es, en definitiva, una opera­ción de precisar un más o un menos.
—Te equivocas, Fabián. En el mundo moderno, to­do asunto ero es una operación de precisar un an­tes o un después. Como el auto es lo más caro, y dado que tú mismo dudas de que el dinero alcance, pues en­tonces corresponde esperar un poco más; así nos damos más tiempo para ahorrar.
—Será imposible comprar las dos cosas. No somos tan ricos.
—Pensé que quisieras discutir la ordenación. El fon­do del asunto (que es clarísimo que podemos) está fuera de discusión. Si Benvenuto pudo cambiar el auto y com­prarle un regio saco a Mabel y gana lo mismo que tú y tiene dos hijos, la demostración ya fue hecha: se llama la prueba de Benvenuto. Ergo: el dinero alcanza. Se ka-a de razonar bien, Fabián. Dos cosas iguales a una ter­cera son iguales entre sí. Una cosa es A o no A; y están lógicamente excluidas todas las demás posibilidades. Vis­to lo cual, compramos de visón, el tapado. Y en la pri­mavera, como Isabel dijo, pudimos cambiar el coche. Eso sí: con dos cuotas tan pesadas, lo que nos está fal­tando ahora es plata por mes para pagar la nafta o pa­ra ir a algún lado donde ella pueda ponerse el saco de piel. Pero eso no importa; Isabel dice que es cuestión de tiempo. Además es pleno verano. Una época ideal para andar desabrigado y caminando por la sombrita.

 

 (Con RAICES de Diciembre-12, continuamos con los hermosos trabajos de Carlos Maggi)

 

LA CAZA


No es que fuera cazador; me convencieron en el banco y decidí ir con ellos. Cuando ya tenía sobre una silla del dormitorio mi improvisado equipo de campo
—tricota de lana azul, como de golero, un viejo pantalón de montar que había sido de mi suegro, mis botas dc pesca, gorro con orejeras y la escopeta que me presté Suárez, limpia y engrasada, haciendo guardia al costa­do— mi mujer dijo:
—No veo ninguna razón para que participes en se­mejante payasada.
Le entendí perfectamente y dije:
—Tu miedo a las armas de fuego es totalmente es­túpido. Debieras curártelo.
Ella dijo:
—Después de la lluvia de hoy, mañana va a estar nublado y va a haber barro por todas partes, si es que no sigue lloviendo ¡Qué antojo! ¿no?
Yo dije:
—Está científicamente demostrado que el pánico que provocan los truenos o las escopetas en nuestras bue­nas señoras, es un Índice de insatisfacción sexual. Está demostrado, Lo leímos en Adler ¿no?
—Andar todo un día por el campo te cansa y te aburre -dijo ella—. Eso también está demos a o.
—Pero lo que vamos a hacer no es una caminata simple. Vamos a cazar liebres.
—No me digas que ahora te gustan las liebres.
—Las odio —contesté— por eso quiero matarlas.
—No hablas en sedo, Fabián, porque sabes que no tienes razón y qué te estás poniendo en ridículo.
—Me divierte, ir; sino...
—No, no te divierte nada, ni tienes el menor interés en acompañarlos.
—:No me digas!

—Te digo, sí. En el fondo estás arrepentido de haber aceptado y por eso insisto: jamás te gustó comer liebre.
eso qué tiene que ver?
—¿Por qué no tratas de averiguar lo que realmente quieres? —dijo ella—. Si no te gustan las liebres sería absurdo que te gustara salir a cazarlas.
—Pero me gusta, juro que me gusta.
—Caminar por el campo, no; eso sabemos tú y yo que te fastidia y más un día de mal tiempo, y pisando barro.
—Aceptado —dije yo.
—Bueno, y lo otro es incomprensible, Fabián. ¿Matar un pobre bicho que corre desesperado te puede re­sultar agradable?
—No es eso. No es el hecho de matar.
—Y después ¿qué? Cuando le hayas pegado, tendrás que seguir caminando sobre el mismo pantano, pero lle­vando a cuestas una liebre muerta, chorreando sangre. ¿Es ese el placer? No creo que te encante mucho ¿o piensas que si?
—Por supuesto que no.
—Quiere decir, entonces, que harás todo ese sacrificio para volver con una o dos liebres.
—Claro, pero...
—No hay peros, querido. La liebre no te gusta y tampoco te gusta cazarla. ¡Era tan evidente! Quien no quiere el fin, no quiere los medios. Ergo: tu detestas la caza. Por algo has llegado a la edad que tienes sin haber ido jamás.
Era verdad. Tenía toda la razón. Aunque sintiese que queda ir con los amigos, lo cierto es que no quería. Por consiguiente hice lo más lógico: al día siguiente me levanté de madrugada, vestí mi estrafalaria combinación deportiva, salí con el auto y recogí a los excursionistas.

Pero luego, mientras ellos se fatigaban corriendo la lie­bre yo junté hongos fresquitos, que me encantan, hechos en aceite.
Eso sí, la próxima vez que salga de caza, derecha­mente dejo la escopeta en la valija del auto; incomoda llevarla todo el día, mientras uno se agacha a seleccionar los hongos.

 

 (Con RAICES de Noviembre-12, continuamos con los hermosos trabajos de Carlos Maggi)

 

LA SALIDA DE LOS SABADOS

Sería tal vez costumbre, tal vez las fuerzas ances­trales o el orden de las cosas; no sé; el hecho es que nosotros salíamos los sábados y a mi me gustaba. Íbamos al cine.
Pero una noche de sábado, mientras estaba miran­do en el espejo el efecto de su nuevo vestido azul, ella dijo:
—No es lógico —y yo supe que a partir de ese ins­tante algo cambiaría—. No es lógico —repitió— coserse un vestido, quemarse las pestañas y gastar un dineral y todo para ir a encerrarse a un lugar oscuro donde nadie ve a nadie.
—Te veo yo —ensayé como atajando—. Estás pre­ciosa.
—Entonces pagas la entrada inútilmente. No, Fa­bián, no es un problema de galantería. Tú vas como todos, a ver la película. La que me estoy equivocando soy yo. ¡ Qué absurdo, Dios mío!
Pensé que iba a llorar de humillación, pero no. Siguió vistiéndose con más cuidado y coquetería que nunca y no desplegó los labios hasta que estuvimos sentados en el auto. Entonces dijo:
—Vamos a Morini.
—¡No pensarás cenar de nuevo!
—Vamos a Morini a ver cómo esta.
Estaba lleno, con gente esperando mesa, haciéndole
la guardia a los que ya habían llegado a los postres.
Fingimos buscar ubicación, deambulamos por los pasillos
y salimos al poco rato. Isabel estaba radiante de alegría
y admitió ver una película del oeste, aunque habitual­mente los cowboys la aburren.
Desde esa noche, como yo había previsto, todo cambió. Durante un tiempo fuimos a cenar al restau­rant y después, apurándonos mucho, tratamos de alcanzar una función de cine; pero casi siempre llegábamos tarde. Confieso, además, que durante esa triste época me quejé días tras día porque el presupuesto de diver­siones era superior a mis fuerzas. Pero al fin triunfé: a partir del primer sábado de marzo —lo recuerdo como una fecha patria— a partir de ese lindo sábado, me impuse yo, que era que debía administrar nuestro sueldo.
Ahora vamos a cenar al restaurant y después nos venimos a casa a ver una película de las que se tras­miten por TV. Ella se muestra, mientras yo como; y después, yo veo cine, mientras ella cose para el sábado siguiente. A las mujeres les encanta que uno las trate como si fueran esclavas.

 

EL PESCADO

—¡N0 me digas que vamos a comer pescado! —dije después de ver que me servían pescado.
—Siempre te gustó —dijo mi mujer.
—Por supuesto.
—¿Y entonces, Fabián?
—¿No habíamos quedado en que se gastaba aceite de una manera insostenible?
—¿Cuando ibas a pescar?
—Claro, el mes pasado, en enero; no había manera de mantener el presupuesto de la casa si seguía tra­yendo pejerreyes.
—Traías docenas cada día.
—Pero tú freías los necesarios.
—Fabián. . - limpiaba diez o quince de esos pes­cados todos los días. Llegó a tomar olor toda la cocina y toda la casa y tenía que poner en el sartén dos dedos de aceite que después había que tirar. El pescado suelta un agua. Además, las escamas saltan y se pegan a todo.
—¿Y qué?
—Los hombres jamás serán capaces de administrar una casa —dijo ella—. Cuando paramos la cosa, Fabián, llevábamos gastadas dos latas en menos de dos semanas.
—¿Y qué?! —repetí furioso.
—¡Casi nada! Si seguimos a ese ritmo, no me hu­biera alcanzado el surtido de almacén. ¿Tienes idea de lo que cuesta cada lata de aceite?
—Pero yo traía el pescado gratis.
—Pero el aceite está carísimo y no puedo, a menos que me des más dinero, gastarlo de ese modo.
—Entonces ¿por qué hiciste hoy? ¿Estás derrochando?
—Querido —dijo ella—. Sabes muy bien que en la pescadería se compra limpio el pescado y que cuesta menos que el quilo de carne. Pensé que era barato y que te gusta.
—Me encanta —dije—. Pero mientras comía esos pejerreyes profesionales trataba de explicarme por que traer pescado que no cuesta nada, puesto que yo mismo lo saco en el muelle, desequilibra el presupuesto de casa, mientras que el pescado comprado en la pesca­dería, a buen precio, se puede comer porque resulta más barato que hacer churrascos.

 

 (Con RAICES de Octubre, continuamos con los hermosos trabajos de Carlos Maggi)

 

LOS ZAPATOS

Estábamos a veinte cuadras de casa, mirando una vidriera, y mi mujer dijo:
—Estoy de tacos, Fabián, no puedo seguir cami­nando, ¿falta mucho?
—Tomamos un taxi —propuse.
—Un taxi es tirar el dinero.
—Bueno, un ómnibus.
—No voy a cambiar una incomodidad localizada por una incomodidad general.
—Entonces, es evidente —dije la palabra con toda intención— lo mejor es tomar un taxi.
—Lo mejor suele no ser completamente bueno —dijo ella— y viajar de ese modo es derrochar. Basta comparar esa mala inversión con cualquier otra más sensata. Por ejemplo, en nuestro caso, entramos a una zapatería
—justamente estábamos parados frente a una vidriera llena de zapatos— y me compro mocasines. ¡Esos! —y señaló radiante—. Claro —agregó con toda razón— a primera vista cuestan cuatro veces más de lo que costaría el taxi.
—Evidente —repetí yo, con una sonrisa de triunfo.
¡Pero querido! —siguió ella— para ver el sofisma de ese razonamiento basta con pensar que durante una semana hacemos todas las tardes este mismo paseo. Ahorraríamos tres veces lo que sale un viaje en taxi y por si fuera poco habríamos ganado un lindo par de zapatos.
Yo no terminé de entender, pero en la duda entra­mos y se compró los mocasines, mientras yo comprobaba la exactitud e su razonamiento; para una semana: via­jes en taxi (siete, a $ 15 cada uno) $ 105; mocasines:
$ 60. Ganancia: $ 45, más el valor de los zapatos. Le propuse comprar un par todos los lunes y con el pro­(lucido pagar la cuota del televisor

LA HORA

—¿Qué hora es? —pregunté.
—Las diez —dijo Isabel.
—Imposible —dije yo— no pueden ser más de las nueve y media.
—Son las diez —sentenció ella sin mover la vista del espejito—. Tengo el reloj en hora y marca las diez en punto— y siguió depilándose las cejas.
—Sería mejor que tiraras ese relojito —murmuré yo sin pensar que ella me oyera. Sin embargo, encendí el televisor, vi toda la serial del Monje enmascarado y mi mujer no me hablaba. Después soporté la larga tanda de avisos y su silencio se iba haciendo demasiado largo y embarazoso. Pero al cabo de la batahola publicitaria
—como yo esperaba— vino el dibujito de siempre: la iglesia con sus dos torres y un locutor en off dijo: en Montevideo son, exactamente, las diez; hora oficial.
Confieso que sentirme con toda la razón me in­dignó. Me puse de pie, señalé tremendamente el tele­visor y dije: ¿te convenciste, no? Ahora son las diez en punto, hora oficial!
me lo dices a mí, querido! —protestó ella—. hace media hora que vengo sosteniendo que son las diez. Y porque tú, recién ahora, cuando lo dice el te­levisor...
—¡Pero Isabel...! —quise contener yo.
—Me gustaría averiguar —dijo ella— cómo piensas hacer, Fabián, para armar una discusión a propósito de algo en lo cual estamos de total acuerdo: son las diez, hora oficial en punto y no hay quien diga lo contrario; yo, tú y hasta el televisor. ¿Por qué habrá días en que sientes la necesidad de inventar problemas entre nos­otros? —y, siempre pendiente de su espejito, se mojó un dedo en la boca para peinarse las cejas: arco y arco.

 

LA BUENA MESA

Era miércoles, pero nadie lo hubiera creído. A la pregunta: ¿qué se come hoy? la respuesta fue: mayonesa de pescado, fondue a la suiza, cazuela de mariscos y de postre, sambayón. Era un miércoles cualquiera, aniver­sario de nada; no había nadie invitado a comer y a Isabel no le gusta ni el pescado, ni la fondue, ni los ma­riscos; y el sambayón, aunque es golosa, no lo prueba porque el huevo le hace mal. Pregunté a que se debía semejante menú y ella me besó y dijo:
—Es por ti Fabián. —Era un modo un tanto inquie­tante de sentarse a almorzar; demasiado viento a favor. Pero la mayonesa estaba exquisita; Isabel tiene un se­creto para hacerla y le queda más consistente y menos aceitosa que a nadie. La fondue es uno de mis platos fa­voritos, así que estuve un largo rato ovillando queso blando en los trocitos de pan; y de la cazuela de maris­cos solo diré que comí dos suculentos platos. En el sam­bayón —como Isabel me acompañó— hicimos entre los dos, tales depredaciones, que no quedó nada; y le había echado, según me confesó después, seis yemas.
—Ahora, antes de salir, un buen cafecito —dijo Isa­bel— y al instante apareció con una de las tazas que me gustan, grandes como para té, rebosante. Probé y supe que había trampa; estaba exquisito y fuerte, cargado, co­mo siempre se lo pedía y ella se negaba a hacérmelo, porque el médico se lo prohibió a su padre, que sufre del corazón.
—Está fuerte —dije.
—Más rico— comentó ella y me lo miraba tragar co­mo ayudando a que bajara por mi esófago. Pero ese día no pasó nada. Fui al banco, volví, cené cazuela de ma­riscos otra vez y jamón con huevos y crema de natilla; volví a disfrutar de otra enorme taza de café concentra­do y me fui a dormir asistido y aprobado en todo.

 

Pero ya cuando al día siguiente me trajo el desayuno a la cama, no pude contenerme y cometí la grosería de preguntar:
—¿Pasa algo?
—¡Bobito!... —me sonrió ella y me despeinó, acari­ciándome la ‘cabeza. Fue un deleite ese café con crema acompañado con pastelitos de hojaldre recién hechos, calentitos.
Hacia las once, Isabel me llamó para tomar el co­petín; además del vermouth había comprado una bo­tella de gin y había platitos con hongos en escabeche, maníes, castañas de cajú y unos riquísimos huevos relle­nos en forma de chinos, decorados con pimentón; todo ideado y hecho por Isabel. Pérfidamente, para investi­gar, dije:
—Me parece que voy a tener que hacerte un regalo.
Y ella pronunció su palabra más dulce (en serio, lo dice de una manera deliciosa) dijo. otra vez:
—Bobito —y agregó— si necesitara algo te lo hubiera dicho —y me dio a morder de su chino.
Al almuerzo disfruté de un variado antipasto, un espléndido pedazo de lechón a las brasas (tal vez dema­siado picante) omelette de queso y capeletti a la Caruso (que no pude disfrutar en el verdadero sentido de la palabra porque fue en ese momento que empecé a sentirme mal). Me dejé caer sobre la cama, me aflojé la corbata y me desprendí el cuello. Sentía un sudor frío en todo el cuerpo y en el estómago una piedra del ta­maño de una valija, pesando a la manera de un piano. Isabel me ayudó trayendo un almohadón que acomodó detrás de mis hombros, me pasó un pañuelo sobre la frente y dijo:
—Trata de descansar. Faltan únicamente dos horas— Estaba totalmente tranquila; en realidad, diría que estaba aliviada, como quien termina con éxito una larga e in­cierta batalla. Yo me sentía morir. Dije, procurando sonreis:

—Debo estar verde.
—Sí —dijo ella aprobando alegremente— estás verde. Llegaste al limite de tu resistencia.
—Me siento mal —me quejé al ver que Isabel no daba la menor importancia a mi padecimiento—. Debie­ras hacer algo.
—Falta poco, tienes que aguantar. Pero no pierdas de vista lo que te pasa. Lo más importante es que re­cuerdes bien cada detalle. ¿Ahora qué sientes?
—La muerte sentada en mi ombligo —suspiré. Pero Isabel ya tenía una libreta sobre las rodillas y empu­ñaba el lápiz.
—No procures ser gracioso, Fabián. Supongo cómo te sientes, pero lo que importa es que seas fiel y obje­tivo. Di todo lo que vayas sintiendo; yo anoto.
Dije una mala palabra, la peor que se me pudo ocurrir desde el fondo de tanto sufrimiento y ella tomó nota y se quedó a la espera de nuevas noticias. Decidí molestarla de otro modo y no abrí más la boca. Abne­gada, ella siguió velando mi indigestión hasta las tres en punto, hora en la cual entró el doctor Echevarría. Isabel se levantó como tocada por un resorte, saludó, fue hacia atrás en las hojas de su libreta y comenzó a enumerar, una a una, las comidas que yo había ingerido en los úl­timos días, con la precisa especificación, en gramos, de cada una de ellas. Terminó diciendo:
—... capeletti a la Caruso, gramos: cien; ahí, doctor, le empezó el malestar. Lo traje a la cama y transpiraba. Pero dejé que el proceso siguiera naturalmente, no le di nada; así lo puede revisar en las mejores condiciones. Estas son las dispepsias que yo le decía que tiene y que Fabián dice que no, o que eran cosas sin importancia. Dígame, doctor, si un malestar que lo pone en este es­tado puede ser un malestar sin importancia. Pero claro, los hombres creen que son más hombres si no van al
médico. Por eso le dije el lunes que viniera hoy a las tres, doctor. Estaba segura que lo iba a encontrar así. Este es el cuadro que hace cada vez que come cualquier cosita. ¿Es grave, doctor? Vale más prevenir que curar ¿verdad? ¡Le dije tantas veces que fuera a su con­sultorio!

 

 

EL LAVARROPAS

Esa tarde —27 de diciembre— al salir del banco con mis dos sueldos de aguinaldo en el bolsillo, me sentí poderoso.
Llegué a casa y dije:
—Comprar a plazos significa pagar más, inútilmente. Quien compra al contado, manda; en cambio, al que pi­de crédito lo llevan y lo traen como quieren.
El día siguiente, un sábado, salimos de mañana tem­prano y después de una buena investigación por las ca­sas de artículos para el hogar, nos compramos, como re­galo de fin de año, el lavarropas más esmaltado, croma­do automático y autocontrolado que pueda imaginarse; algo casi electrónico.
Hacia el atardecer, mientras lo mirábamos recién sa­lido de su embalaje y todavía en el living donde lo ha­bían dejado los changadores, al sentirlo como cosa pro­pia, nos nació de adentro una ternura incontenible.
Juraría que en la radio sonaba algo de Schubert mientras en el aire flotaba un delicioso olor a nuevo. To­rné a mi mujer de las manos, la miré a los ojos y luego, sin damos cuenta, fuimos acercándonos el uno al otro y nos besamos lentamente, con un beso total que parecía unirnos alma con alma, para siempre, a los tres.
Y fue así; quedamos unidos al lavarropas a partir de ese 28 de diciembre, día de los inocentes, jamás podré escuchar La Serenata sin recordarlo.
Llevar la máquina hasta el cuarto de baño nos exi­gió calzar bajo sus cuatro patas los gruesos zapatones de paño lenci que usamos mi mujer y yo para cruzar el li­ving sin marcar con nuestras pisadas el parquet encera­do, que está siempre lustroso como un vidrio; pero luego, empujándola suavemente, la máquina deslizó bien y pasó entre la mesa ratona y la bergere de raso verde —con su funda de cretona floreada—, pasó cerca del puf de pana rubí, pasó bajo la lámpara de pie, salvó el pasadiscos sin

tocarlo y, por fin, enfiló derechamente por el corto corre­dor, abarcando casi todo su ancho y entró al cuarto de baño. Decidimos poner el lavarropas junto a la bañera y quedó espacio suficiente para usar todos los artefactos sanitarios en posición natural y el bidet, de perfil. Dedi­qué la mañana del domingo a la instalación de un bajo plomo para alimentar el enchufe eléctrico, conecté las tomas de agua caliente y fría y llevé el desagüe al sumi­dero de bronce mediante un tubo de material plástico, amarillo. Lo hice todo con prolijidad exagerada, gozando la perfección de cada detalle.
A las cuatro de la tarde, hicimos funcionar por pri­mera vez el lavarropas. Llenamos hasta la mitad con agua tibia, echamos cuatro grandes cucharadas de jabón en polvo e hice girar el interruptor. El lavarropas vibró un poco, inició un murmullo suave y así siguió girando y girando con un mínimo temblor y un ronroneo gatuno.
Isabel dijo:
—Siento olor como a la costa del mar.
—Es el perfume del jabón lavanda —dije yo.
Levantamos la tapa, nos asomamos, y miramos la es­puma blanca que giraba y crecía sobre el remolino de agua.
—Me gusta más que Playa Hermosa —dijo mi mujer y yo le pasé un brazo sobre los hombros, atrayéndola ha­cia mi. —Nuestras Navidades blancas —murmuré cerca de su oído.
Y aquel fin de semana fue un verdadero y completo viaje de bodas.
Claro, el lunes al reiniciar las tareas y con las fiestas de fin de año que llegaron en seguida, nos olvidamos un poco; pero algo así de ocho o diez días después, yo dije —pienso que subconscientemente, para volver al de­leite inicial, -dije:
—Y el lavarropas, ¿funciona?

—Como el primer día —dijo mi mujer— aunque toda­vía no le puse ropa.
—Y aunque parezca mentira, nunca llegamos a usar­lo en su verdadera función.
—Es demasiada responsabilidad —decía ella.
Y otras veces aclaraba: Me parece demasiado importante o demasiado delicado, es una cosa demasiado fina para hacerla trabajar en algo que Josefa (nuestra lavandera de siempre) hace sin que uno tenga que preo­cuparse.
Yo fui tolerando, pero un día marqué el absurdo de semejantes pretextos; incluso me indigné por la falta de talento mecánico de las mujeres y esa misma semana, un día de carnaval, insistí tanto y .tan bien, que mi mujer transigió; trajo el atado de ropa sucia y me propuso que probáramos juntos.
Nos llevó casi toda la tarde cargar el agua tibia, poner las cucharadas de jabón en polvo, pesar la ropa, dejar trabajar la máquina veinte minutos, cambiar el agua, enjuagar, sacar el agua, poner agua limpia, escu­rrir y poner a trabajar la centrifuga. De cuatro en cua­tro quilos, la cadena de estas nueve operaciones tuvo que repetirse tres veces (27 diversas operaciones en to­tal) y el resultado fue el mismo enorme atado de ropa, que ahora sí, estaba limpia y apenas húmeda, pero que quedó obstruyendo el cuarto de baño en espera del miér­coles de ceniza, cuando Josefa la viniera a buscar para traerla luego, el lunes, como siempre, ya planchada.
Confieso que a partir de ese día Josefa empezó a parecerme un maravilloso artefacto del porvenir, justa­mente, porque no tenía llaves, ni botones, ni reloj, ni ojo eléctrico, ni control electrónico, ni doble bobinado interno en cobre, ni había que llenarla, vaciarla, escu­rrirla y volverla a llenar.
Le aumentamos el sueldo, pues, a nuestra invalora­ble lavandera fisiológica —para asegurarnos sus servi­cios— y sacamos el lavarropas del cuarto de bailo. Como

en el corredor no daba paso y en el dormitorio impedía abrir el ropero, tuvimos que volverlo a su primer lugar, en el living; pero ahora cubierto por una preciosa capu­cha de brocato, que costó un dineral el metro y que que­daba decorativa; aunque al final tuvimos que abandonar esa solución porque toda la gente amiga llegaba a casa y decía:
—¡¿Y esto?!— y le apoyaba un a mano encima y tra­taba de levantar la funda para saber en qué consistía la novedad.
Por no estar dando explicaciones violentas, que a ve­ces se interpretan como propaganda marxista, y sobre todo para reconquistar el lugar de mi sillón preferido, junto a la ventana del livíng, transigí en cambiar mi Fiat 500 por la pick-up de mi cuñado, una camioneta Panhard, modelo 61; siempre habían insistido en el cambio, —por­que ellos tienen dos chicos y nosotros, no— y esta vez, por salvar el lavarropas, lo pensamos bien y dijimos que sí.
Mi mujer —que para estas cosas es invencible— hizo una segunda capucha, tal vez más perfecta que la primera, pero esta vez de pantasote rojo y con gruesas ar­gollas de bronce en el ruedo. Cargué el lavarropas en la parte de atrás de la camioneta, lo cubrí con su funda impermeable y até las argollas al chasis mediante alam­bre de acero galvanizado. Ahora, si llego al banco y al atracar alguien me pregunta por esa carga rara, me aten­go a la verdad, sin necesidad de otras explicaciones; digo:
—Un contrapeso. Mejora el andar —y en seguida se habla de la estabilidad que los coches europeos y no de lavarropas y lavanderas. Y aún me atrevo a confesar una cosa más; esa especie de bidón de petróleo allí atrás, ese gran cilindro colorado, parado ahí, tan único, le da cierta atracción a la camioneta. Pienso que debido a eso algu­nas muchachas se impresionan conmigo y me miran con

 

curiosidad o a lo mejor con otro interés. Últimamente he llegado a sospechar que todo esto no tiene explicaciones lógicas satisfactorias. Pero claro, si no es algo enteramen­te racional, entonces es Freud que anda en estas cosas. ¿Será que a mi mujer, aquel fin de semana, y a las otras ahora, la máquina se les hace, sin que sepan, un símbo­lo fálico? Seria enteramente reprobable.
Pero prefiero no seguir pensando estas cosas. ¿A qué se habría debido mi entusiasmo inicial y esta deci­sión que mantengo de no vender mi lindo lavarropas? ¿Homosexualidad encubierta o crisis de los cincuenta años?

 

EL RETRASO INEXPLICABLE

Volví del banco dos horas más tarde que de costum­bre y expliqué que el tránsito se había atascado en la ciudad vieja. Isabel a quien le resulta humillante reco­nocer que desconfía, estuvo investigándome indirecta­mente durante un buen rato y cuando notó que yo me impacientaba, dijo:
—Si piensas que esto es una vulgar escena de celos te equivocas, Fabián. Una cosa son celos y otra muy dis­tinta es negarse a aceptar las excusas más inverosímiles. Esta del embotellamiento es nueva; no conozco a nadie que le haya pasado. Me parece, querido, que te embote­llaste solo.
—No me embotellé solo, me embotellé con Molinari y con el Tato Méndez. Fuimos al café, charlamos y to­mamos vermouth.
Ella rió de mi juego de palabras,’ me besó en la me­jilla y creo que me olió el aliento; pero no podría jurarlo. A veces con un simple chiste se supera una situación enojosa.

LOS AHORROS

—Ahorrar en moneda nacional, en pesos, es completamente estúpido, Isabel. La inflación es tan galopante que es más lo que se pierde que lo que se gana.
—Pero comprar dólares es una inmoralidad. Es apos­tar contra el país y hundirlo más todavía.
—Evidente, Isabel.
—Claro, no por eso. vamos a dejar de ahorrar. Sería subida. Mas pensando que tu jubilación, hoy o mañana, puede ser barrida por esa misma inflación. Mírate en el ejemplo de papá, Fabián.
—Exacto, Isabel.
—Con todo, hay que hacer algo ¿verdad?
—Completamente de acuerdo, Isabel.
—Y que piensas que sería lo mejor? Di.
—Yo... Yo cambiaría el auto.
—¡Pero Fabián! Eso significaría quedamos como aho­ra, pero sin los pesos que logramos juntar.
—Tendríamos un coche que diera gusto manejarlo.
—Hay que discriminar —dijo Isabel— Estás confun­diendo el valor de uso con el valor de cambio. Se aho­rra para tener con qué hacer frente a una necesidad. Se cambia el auto para satisfacer sensualidades.
—No te entiendo.
—Elemental, querido. Lo que se utiliza sirve para eso, para ser útil, para dar placer o comodidad, pero no es un ahorro; al revés, es un típico gasto. Gastar significa consumir y nosotros, justamente ,nos proponemos lo contrario: mantener intacto lo que hemos acumulado pa­ra tener una reserva; pretendemos atesorar —dijo esta palabra con un tono tal que debí comprender todo en ese instante; pero no, no comprendí y dije:
—Con todo, yo cambiaría el auto. Un Peugeot nuevo sería...
—Sería una catástrofe, si llega el caso de tener un compromiso inesperado. Piensa que tienes que operarte.

 

EL PICNIC

Es cierto, hablando completamente en serio, que me gusta hacer y paladear el asado a la criolla: el fuego sobre la tierra y un pedazo de costillar de vaca pinchado en una barra de hierro bajo la cual se va tendiendo un colchón de brasas. Ha de ser un sentimiento ancestral, algo instintivo que me viene de la sorpresa de mis abue­los italianos cuando, recién desembarcados, presenciaron semejante simplificación culinaria, tan anterior al impe­rio romano. El origen no lo sé, pero el asado me gusta.
Sin embargo, a la segunda o tercera vez que lo tenté mi mujer me hizo notar:
—Hacerlo aquí, en el jardincito de casa, entre dos edilicios de apartamentos, es el colmo del ridículo.
—Pero me gusta —dije.
—Es un quiero y no puedo —dijo ella.
Al sábado siguiente cargué la carne, la leña y el asador en la valija del auto y decidí.
—Vamos a Atlántida.
—¡Un picnic! —dijo mi mujer— es el modo más eficaz de complicar un hecho tan sencillo como comer. Era la razón por la cual hablamos cambiado el mate por el té. Después de luchar con la bombilla que se tapaba, yo había acuñado la frase: es el modo más eficaz de com­plicar un hecho tan sencillo como sorber.
¿Qué podía contestar a su trasposición impecable? Me limité a preguntar:
—¿Te desagrada el gusto? Porque del trabajo me en­cargo y o. Me encanta y me hace bien estar en esto des­pués de una semana de banco.
—Me repugna la grasa en los dedos —dijo ella— no aguanto comer sin tenedor.
—Llevamos tenedores, querida. ¡Se te ocurren unas ideas!
—Pero si vamos a cortar con cubiertos se necesita plato.

—Por supuesto.
—¡Pero Fabián! para comer con plato, tenedor y cuchillo hace falta una mesa y para comer en una mesa tendríamos que llevar además dos sillas, Si a eso le sumas las bebidas, el postre que tengo hecho, el pan, algu­na fruta, la merienda de la tarde, un termo de té, y al­gunos bizcochos, los sillones de estirar y la sombrilla de playa, un liquido que espante los mosquitos, el aceite de coco, la cajita con mis arreglos, la leña que ya pusiste y la carne y los fierros esos...
Comprendí que la carga no cabía en nuestro Fiat 500 y contraataqué:
—No digo que me guste comer incómodo ni estoy dispuesto a trasladar el juego de comedor entero hasta Atlántida.
—¿Entonces? —preguntó ella— ¿Comemos mal pudiendo comer cómodamente?
—Muy fácil —dije— salgo ahora, hago el asado y cuando esté pronto lo traigo y almorzamos aquí. Y salí más discusiones.
Pero no resultó. Después de hecho el asado, sudando a chorros, tardé una hora en apagar el fuego, empaquetar, cargar las cosas y volver a casa. Son más de 30 kilómetros.
Cuando terminé de bañarme, ella ya había comido papas con huevos fritos y un buen trozo de flan y estaba encantadora; tenía la mesa coquetamente tendida rara mí y me esperaba sonriendo; pero la carne mal asada se veía sanguinolenta y grasosa. Tuve que asegurarle, por supuesto, que en su impaciencia se perdía un manjar y tuve que comer todo aquello que había traído envuelto y abrigado en un diario; festejando, tragué casi dos quilos de algo gomoso y frío y rechacé con un gesto de hombre satisfecho, el flan que parecía exquisito. Desde entonces no me explico como hay quienes insisten con salir de picnic. No es lógico. 

 

EL RIEGO

Ese año el verano nos trajo una larga sequía y yo decidí regar, pero varias veces tuve que postergar la idea.
Por fin, un jueves, hacia fines de enero, mc hice tiempo, coloqué la manguera y empecé a echar agua so­bre la gramilla amarillenta y al pie de los álamos des­mantelados.
Sin querer, elegí un día gris y a poco de estar en eso, comenzaron las primeras gotas; en diez minutos la lluvia era torrencial.
Entré a casa empapado y resoplando y mi mujer al yerme me preguntó contrariada:
—¿Ya dejaste el trabajo? -
—Está lloviendo —dijo yo y le mostré mis ropas.
Pero Isabel, que es de una lógica perfecta ,agregó:
—Es la primera vez, en todo el verano, que el jardín te merece alguna atención ¡y ya abandonaste!
—Pero es que está lloviendo fuerte —insistí.
—Lo dijiste dos veces; te repites, Fabián.
—Pensé que no tiene sentido agarrarme una pulmo­nía por...
—Hay que discriminar —cortó ella pensando profundamente— una cosa es el carácter (proponerse una tarea y llevarla a su fin) y otra es la debida prudencia (en este caso: cuidar tu salud). Dado que hace dos meses que no riegas y que estuviste postergando ese trabajo, visto que hoy decidiste regar y empezaste a hacerlo, conside­rando que llueve a cántaros, pero tú eres hombre de vo­luntad firme, pues entonces, te pones el impermeable, las botas de goma y el gorro encerado, sales al jardín como si nada pasara y sigues regando hasta terminar, hasta cumplir tu propósito. Es lo lógico, no?
Es lo lógico y es lo ético, pensé; pero no dije nada porque ella me había traído las botas y ya forcejeaba por ponérmelas.
Estuve horas regando bajo la lluvia.

 

 

LA ROPA DE LANA

Aquel año, al acercarse el invierno, comprobamos que la ropa de abrigo se había encarecido de un modo extraordinario.
—Realmente, ¿hay que comprar todo eso? —dije.
—No va a haber dinero que alcance —dijo mi mujer—. Aunque claro, si uno se ingenia, tal vez podría haber una posibilidad... ¿no crees?
—Ojalá —dije yo, entrando, sin saber, en la máquina de sus pensamientos.
—Pensaba.., es una ocurrencia nomás; pensaba que se podría tejer en casa... —dijo ella.
Según mi propia mujer había demostrado, ella carecía de la abulia y de la falta de imaginación que re-quiere eso de pasar y pasar puntos y puntos, todos iguales, infinitamente, hasta terminar una carrera y luego otra igual y otra más y otra hasta completar un pullover. Era un trabajo demasiado mecánico, animal. La nona en la punta de los dedos.
La muchacha lustra el piso, después de encerarlo, pasando una linda delantera color fucsia en punto jersey, que nació completamente huérfana, sola en el mundo. A poco de ser tejida sobrevino la demostración sobre trabajos faltos de fantasía y la delantera jamás encon­tró su espalda, que no fue terminada y menos aún las mangas correspondientes que no llegaron a ser (parece que las mangas en especial provocan tal desgano, que a uno se le caen los brazos si empieza a tejerlas; uno va comprobando, al internarse en ellas, que son mucho más grandes de lo que parecen; como el océano, cuyo horizonte retrocede ante los esfuerzos del náufrago).
En consecuencia, dije con ironía vestida de cautela:
—¿Te parece que quieras tejer?...

—Pienso —dijo Isabel— que si la ropa está tan cara es porque quieren ganar más; la lana sigue valiendo lo mismo y no es cuestión de dejarse explotar.
—Los consejos de salarios..,
—¡Eso! —aprobó ella—. Lo que cuesta más son los obreros. Por consiguiente, es lógico Fabián, que trate­mos de hacer las cosas aquí; se compran unas madejas ya está.
—Pero tú... —dije yo, al borde dcl agravio; y ella:
—Claro, digo hacer las cosas aquí, pero como se de­be. No pensarás que con dos agujas, ni yo ni nadie pueda tejer todo lo necesario para una familia— y me mostró el folleto.
Compramos la máquina de tejer a pagar en treinta y seis cuotas mensuales, pero antes de cerrar el negocio yo hice notar que cada cuota equivalía al precio de tres pullovers; eso sin contar el costo de la lana; y que con semejante gasto -dejé constancia expresa— no podríamos pagar el televisor.
—Para hacer frente a las mensualidades bastará con tejer dos pullovers por semana —calculó ella— la máqui­na se paga a sí misma. Y no olvides, Fabián, que después de 36 meses nos queda para toda la vida.
Traje lápiz y papel, estimé costos y precios y com­probé que tenía la razón; se trataba de hacer y vender ocho pullovers al mes. Es por eso que ahora, al venir del banco, tengo que llevar y traer la palanca durante unas tres horas, para ayudarle; y después;, al otro día, salgo de mañana temprano en el auto a vender buzos, conjuntos, saquitos y otras mil prendas espléndidas y de delicado diseño, que mi mujer proyecta y yo realizo. Lo único que extraño son los programas de televisión; aunque aviso que logramos conservar el aparato; pero nos falta tiempo. Y lo que es peor: mi mujer ya dijo que está deseando terminar de pagar la máquina para no tejer más en su vida.
¡Y cuánta razón tiene! es un trabajo desagradable y lo único que se gana, después de tres años de sacrificio, es tener una máquina odiosa con la cual seguir haciendo algo que a uno no le gusta hacer. Claro, siempre hay al­guna compensación. Nuestro televisor está flamante y mi cuñada tiene el suyo en reparación, con las lámparas agotadas.

 

LA CARRERA CICLISTA

—No entiendo —dijo mi mujer— como puedes estar tanto tiempo escuchando eso, prendido a la radio. Es siempre lo mismo.
—Es siempre diferente —dije yo.
—Son unos hombres que van en bicicleta, ¿no es cierto?
—Sí, pero no siempre gana el mismo.
—¿Y adónde van?—dijo ella.
—¿Cómo, adónde van?
—Claro, si pedalean y sudan tanto será para llegar a algún sitio.
—Esta es la doble Canelones —dije; y al ver que no entendía, aclaré—. Quiere decir que salen de aquí. van a Canelones y vuelven.
Y en Canelones qué hacen? —dijo Isabel con su lógica implacable.
—Dan vuelta —ironicé—. Dan vuelta y se vienen.
—Realmente no entiendo para que se agitan tanto
—siguió ella—. El que se quedara aquí, esperando, ganaría siempre y no necesitarla ni bicicleta. Pero el más tonto de todos me pareces tú, Fabián; estás admirando al que logre llegar en bicicleta a un lugar al cual tu pue­des ir caminando y estar antes que él. Estamos a dos cuadras de la llegada.

 

 

EL DOMINGO

—Has corrido toda la semana, Fabián; te has golpeado contra todo tratando de hacer las cosas lo más rápido posible ¿y qué has conseguido? Se terminó el domingo y no te ha sobrado un minuto para el lunes. Estás agotado, querido. A partir de hoy, en vez de gastarte con tantos apuros, vas a ahorrar tiempo. Vamos a al­morzar temprano para que puedas dormir una siestita, nos vamos a acostar temprano y nos vamos a levantar a primera hora, así la mañana se te hace larga y tranquila.
Organizamos la vida tal cual dijo Isabel, pero sin éxito. Al terminarse el siguiente domingo, supe que tampoco así quedaba un instante en mi poder para ser invertido al día siguiente.
—Isabel —le dije— no hay cosa más cansadora que estar todo el día ocupados en descansar.
—Tienes razón, querido, pero no por eso voy a permitir que te enfermes. Tu problema es síquico. Esta semana probaremos el relax.
Durante siete días distendí los músculos empezando por los pies, luego las piernas, el tronco, los brazos y por fin la cabeza. Para dormir parpadeé contando hasta ciento cincuenta. Dejé la mente en blanco y hasta en­sayé el jadeo. En fin, puse en práctica todos los recursos del parto sin dolor. Pero nada cambió. Llegó fatalmente la noche del domingo y el lunes a las trece horas menos diez minutos, allí estaba yo haciéndome cargo de la caja 6, en el banco. No me había quedado nada de tanto como traté de conservar por los caminos del yoga.

 

EL TRAJE

Una mañana, al ir a vestirme, mientras estaba parado junto al traje a cuadros que colgaba de una de las sillas del dormitorio, bastante arrugado, le dije a mi mujer:
—Pienso que mejor me pongo el otro traje. Ella pensó un momento y dijo:
—No creo que puedas ponerte el otro traje.
—¿No... le pegaste el botón del saco que?...
—No es eso —dijo mi mujer sentándose en la cama, pero ya en pleno goce de su total lucidez—. Es por pura lógica, querido. Si usas el traje que está en el ropero bastará que te vistas así  para que éste de la silla sea el otro traje; en cambio si usas tu buen traje a cuadros, será el azul el que quedará en el ropero. Nunca vas a poder usar el otro, es indefectible.
—¿Entonces? —pregunté yo.
—Me parece que lo mejor es hacer lo que ya hiciste:
pensar —como pensaste— en el traje que está en el ro­pero y ponerte el otro. Es el único modo de sacarte el gusto, Fabián. Así que ponte tu traje a cuadros sin dejar de tener presente tu traje azul.
La lógica es algo maravilloso —comprendí, mientras salía vestido como el día anterior— uso el traje que no quiero, pero mc hago el gusto de usar el otro.

 

 

 

LA CASA EN LA PLAYA

Nosotros íbamos a pasar las vacaciones a Playa Hermosa, en un hotelito modesto, pero muy limpio, donde se comía realmente bien; en especial pescado y mejillones con arroz. Pero cuando estuve en condiciones de obtener mi préstamo para vivienda en la Caja de Jubilaciones Bancarias, hicimos realidad uno de los idea­les que soñamos con mi mujer desde antes de casamos:
tener algo en la playa, cuatro paredes, pero en pro­piedad.
Hicimos ci plano nosotros mismos —lo teníamos pen­sado desde mucho tiempo atrás— y fui comprando los materiales uno a uno. Cuidamos todos los detalles y después de ocho meses de dedicarnos a eso —nada más que en revistas de decoración gasté más de quinientos pesos— la casa quedó terminada. Era una linda casita de paredes blancas y techo de tejas, exactamente igual a todas las casitas del balneario, que tanto nos gustaban.
Un día, ya en la última semana de mi licencia anual, mi mujer dijo:
—No creo que pasemos otras vacaciones aquí —echa­ba de menos el televisor, el lavarropas, la cocina a gas, el teléfono, el agua dulce y, sobre todo, a Irene que no pudo acompañarnos porque no había cuarto de servicio.
—¡Realmente! —dije yo, que estaba harto de la her­mana de mi mujer y de su marido y los tres nenitos y hasta de mis propios amigos, que se daban cita allí, y de las mujeres de mis amigos y de los hijos de las mu­jeres de mis amigos—. ¡Realmente! —repetí.
Y en ese mismo momento empezamos a preparar las cosas porque era viernes de noche y debíamos irnos antes de que el fin de semana terminara con nosotros y con la casita; porque los pequeños y grandes visi­tantes ya habían destrozado el jardincito y rayado los muebles y ensuciado con los pies nuestros lindos ta­pizados. Desde que tenemos casa propia en Solymar, pasa­mos las vacaciones en el tranquilo hotel de Playa Her­mosa; pero lo cierto es que no nos hemos equivocado. La casita se alquila por temporada y ese alquiler alcanza, exactamente, para pagar las cuotas de amortización, así que nos damos el gusto de tener casa propia sin que nos cueste nada; y además evitamos los trabajos y las molestias de estar allí; veraneamos cómodamente, en un hotel.

 

 

 

CUENTOS DE HUMORAMOR
El matrimonio es una situación muy extraña
(de “Los desenfados morales” de San Filomeno) Montevideo 1967

ICEBERGS N° 36

Los matrimonios —se dice— se hacen y se deshacen en la cama. Y es cierto. Y yo pienso que eso se debe a que las mujeres son friolentas y los hombres,  no.
Durante varios inviernos viví aterrorizado por los pies de mi mujer a los cuales llamaba “los hielos». Pasé noches enteras escapándoles. Pero en cualquier momento, a la madrugada, en el inicio de un entresueño, al darme vuelta o en plena pesadilla, un fogonazo helado me paralizaba y después de sentir esa muerte chica com­probada, sin excepciones, que un pie de mi mujer, como un témpano, se había apoyado sin querer en alga sitio de mi cuerpo entibiado y normal. Había que ser capaz de tenderse a dormir con un par de animales venenosos metidos bajo las sábanas. Y el sufrimiento y el sobre­salto no eran únicamente para mí, también ella debía aguantar lo suyo; no creo que le haya sido fácil tolerar mis alaridos, mis repeluses, mis espantadas que muchas veces me llevaban a levantarme de golpe arrastrando en mi envión toda la ropa, hasta quedar convertido en un gaucho emponchado al costado de la cama; o parado sobre el colchón, hasta los pies vestido de madrás, como un fantasma carnavalesco. Más de una vez la vi despertarse totalmente destapada y retorcerse de frío y de miedo, sumados y combinados en esa horrible toma de conciencia.
Fue en una de estas ocasiones —yo estaba de pie, en un ángulo de la cama, con la almohada entre mis brazos y ella boca arriba, con los ojos desmesurados, mirándome como a un gigante abrazado a una torre— fue en tal inolvidable ocasión cuando ella parpadeó y dijo:
—Esto no es lógico, Fabián.
Yo sólo atiné a disculparme y murmuré, al tiempo que me hincaba:
—¡Mi amor!

Y ella dijo:
—¡Querido! —y yo, en un rapto de verdadera pasión, tomé uno de “los hielos” entre mis manos y comencé a masajearlo, para hacerlo entrar en calor. Estuve horas a sus pies, pero fue inútil. Aquello era mármol y mármol seguía. Llegué a traspirar de tanto forcejear y ella no levantó un grado la frialdad de aquel zócalo. Al fin nos dormimos y a mí se me pasmó el sudor y contraje una gripe que me tuvo una semana en cama.
Hacia los primeros días de mi convalecencia, en una noche particularmente gélida, Isabel dijo:
—Puesto que yo no puedo entrar en calor, Fabián, lo lógico es que tú te enfríes.
—Me moriría si ahora agarro un enfriamiento
—dije—. La recaída es lo peor.
Pero a partir de ese día empezamos a actuar por reacción y no por acción y el método resultó satisfac­torio. Me desvisto completamente, al ir a acostarme, y sobre el cuerpo me pongo el sobretodo y un gorro con orejeras, para estar bien abrigado; y mientras yo hago eso, Isabe7l riega el corredor a apartamento con agua helada. Descalzo, camino cinco minutos sobre las bal­dosas mojadas, hasta que no siento mis propios pasos. Entonces, sin perder tiempo, me seco frotando fuerte­mente, me meto en la cama y entrelazo mis pies fríos con los fríos de Isabel. Así se van calentando los cuatro, a lo largo de toda la noche. Al otro día, al despertar, tanto ella como y o gozamos de una saludable sensación de vitalidad y de compañerismo. Nos sentimos como si fuéramos dos boyscouts levantando la bandera, al ama­necer, en el claro del bosque, junto a la hoguera de nuestras propias extremidades que arden como grandes brasas.

 

 

 

CUENTOS DE HUMORAMOR
El matrimonio es una situación muy extraña
(de “Los desenfados morales” de San Filomeno) Montevideo 196
7

LA ALERGIA 

—A esta altura de nuestro matrimonio debieras saber que sufro de alergia —alcancé a decir, y me doblé sobre mí mismo en plena descompresión.
Mi mujer no contestó, fue hasta el ropero, tomó dos o tres pañuelos de una alta pila y me los alcanzó.
—Quedan diez pañuelos más —dijo—. No me ex­plico por qué me haces semejante reproche. No eres justo.
El tremendo olor se había redoblado al abrirse e] ropero y ahora los estornudos entraban y sallan de mí sin darse tiempo unos a otros; todo mi cuerpo trabajaba sin pausa como una bomba aspirante expelente.
—¡Pusiste naftalina! —brame entre dos estallidos.
—No eres justo, Fabián; y lo que es peor, no eres lógico; la alergia te pone nervioso y agresivo; debieras controlar más tu carácter.
Hice gestos negando todo eso mientras un ¡Ah! me subía y antes de bisagrarme con el sacudón del ¡chis! siguiente; pero ella explicó:
—Puse naftalina, pero preparé pañuelos suficientes ¿no?
—Cariñosa —pude decir con amarga ironía, sintiendo que me lloraban los ojos y volví a señalar acusadoramente el ropero.
—Si pretendes insistir con la naftalina —dijo ella— te prevengo que es una incomodidad que padezco más que tú. Sigo sintiendo el olor durante toda la noche, porque yo no me resfrío y tú, sí; además tus estornudos mueven la cama y no me dejan dormir y por si fuera poco soporto tu malhumor de ahora y el que vas a tener rnañana. Todo para que la ropa de lana no se pique con lo polilla y no tengas que salir sin pullover en invierno, porque sé que el frío te hace mal para la alergia y no

 

quiero verte resfriado. Pensando en todo eso puse la naftalina, para evitar resfríos; y previendo que te resfriarías, yo misma lavé y planché los pañuelos; y ahora...
—dijo eso y tuvo que interrumpirse porque lloraba des­consoladamente al verse incomprendida.

 

CUENTOS DE HUMORAMOR
Por. Carlos Maggi

VIERNES SANTO

—Se puede creer en Dios sin creer en los curas
—dijo Isabel y al incurrir en ese lugar común, indigna de su inteligencia, me demostró que estaba nerviosa.
—Nosotros tampoco creemos en el diablo —dije y sonreí.
—Cuando te pones así, me das lástima. No hay fana­tismo más cerrado que el de los ateos; tienen una fe ciega en la falta de fe.
—Yo sólo decía que tanto tú como yo somos asatánicos y no ateos. Y antes tú explicabas que se podía ser, a demás, aclerical, siendo creyente.
—Estás pesado, Fabián —rezongó ella, y se bajó de la cama.
—Y en los santos, Isabel ¿se puede creer?
—Sabes perfectamente que tanto esas figuraciones como los ángeles, arcángeles y demás personajes de es­tampita de primera comunión, son invenciones ridículas. Para mi, por lo menos, pero eso no quiere decir que.
—Y el infierno ¿que te parece? ¿Qué te parece la parrillada universal?
—Nadie sostiene que exista semejante lugar como lugar, ni el fuego como fuego. ¡Me parece tan infantil el aire de superioridad que adoptas a propósito de estos temas! Me recuerdas los versos de Machado sobre Kant:
Tartarín en Koenisberg
Con la mano en la mejilla
Todo lo llegó a saber
—Estoy seguro de que tú piensas que la Virgen María dio a luz como cualquiera. Más de una vez te oí decir que el papel de San José era completamente risible, digno de un vodevil francés. ¿Dijiste o no dijiste el otro día, en lo de Suárez, todo aquello de “pobre señor San José”?

 

—La historia sagrada no es más que una fábula ejemplarizante, Fabián. También me lo has oído decir muchas veces. Hay que discriminar: una cosa es el len­guaje simbólico, adaptado a la mentalidad de una época, y otra cosa es la crónica.. Si se toma la Biblia al pie de la letra...
—Comprendo —dije y comencé a pasearme por el cuarto en ropas menores, pero completamente meta­físico. —Lo que no puedo comprender es por qué te nie­gas a comer asado, en combinación con las dos últimas cifras del almanaque.
—¿Cómo, por qué? —dijo Isabel y estaba realmente asombrada. —Porque hoy es día de vigilia. ¿O vas a ne­garme que el año pasado, que en semana de turismo fuimos al Hotel de la Barra, tú mismo te negaste a probar carne porque era viernes santo?
—Pero fue por otras razones —respondí—, porque mamá hacía siempre, en viernes santo, bacalao a la vizcaína, por tradición, yo que se...
—Exacto: qué sabes tú, ni que sabe nadie de estas cosas. Pero te prevengo que pienso hacer torta pascualina y nada más que torta pascualina, —y salió del dor­mitorio furiosa.
Es increíble que una mujer tan inteligente y tan lógica como Isabel, pueda ponerse, en estos temas, tan irracional y tan intolerante. Pero es así y debo com­prenderla. Hay una zona de mi mujer que es absoluta­mente medieval.. Claro, ser hija de padres puritanos no es poca cosa. Pero me indigna tener que soportar sacri­ficios como éste de no comer lo qué quiero, porqué en su casa. de soltera se pensara de tal o cual manera. No es digno de ella. Pero está visto: no hay criatura sobre la tierra más contradictoria que la mujer. Pensaba esto cuando Isabel volvió a entrar hecha una tromba y sin darme tiempo á nada me dijo:
—Este año, el viernes santo, comemos cualquier cosa menos bacalao a la vizcaína. No aguanto que seas tan contradictorio.

 

 

El matrimonio es una situación muy extraña
(de “Los desenfados morales”
de San Filomeno)
MONTEVIDEO, 1967
LA VALIJA

Sucedió que fuimos a comprar una valija y la única buena era demasiado cara.
—No importa —dije— compramos una del mismo tamaño aunque no sea de cuero; esa, por ejemplo.
—Pero es muy fea dijo mi mujer.
—Se le pone una funda.
—¿Y adentro? ¡Es ordinaria!
—Adentro se le hace un forro.
Pero mi mujer, que es de una lógica impecable, dijo:
—Si hacemos una funda para afuera y un forro para adentro, ¿para qué compramos la valija?
Tenía razón y decidimos no comprar nada.
Caminamos unos pasos y ella se entreparó, me tomo del brazo y produjo esta herniosa conclusión:
—Si no hay valija en el medio, el forro tampoco se necesita.
—La funda, vista por dentro, puede quedar fea
—aventuré yo, aplicando su premisa anterior; pero Isabel dijo:
—A la funda se le hace costura inglesa y queda reversible, con lo cual ya no hay ni forro ni funda, sino otra cosa, algo único y doble a la vez; aunque te digo —agregó pensando intensamente— nuestra inten­ci6n es llevar la ropa con la cual viajamos ¿no es así?
—Claro —dije yo.
—Y bueno, Fabián —se me quedó mirando— si la ropa sola ya es demasiado problema, ¿a qué complicarse la vida llevando otras cosas, y dobles, para peor?
Por ser fiel a esa lógica, es que traigo todo así, sobre los hombros. Yo sé. Parezco un ropavejero, un desgraciado, pero es por ser fiel a mi mujer. ¡Es tan inteligente!

 

 

 

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CICLISTA

 

 

 

domingo

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valija

   
 


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