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Por. Carlos Maggi

 


 
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CUENTOS DE HUMORAMOR
Por. Carlos Maggi

El matrimonio es una situación muy extraña
(de “Los desenfados morales”
de San Filomeno)
MONTEVIDEO, 1967

EL TOBILLO

Un buen razonamiento ayuda mucho al sufriente y por eso pensar bien puede resultar una manera de la ternura.
Fue lo que aprendí cuando me luxé el tobillo. Tuve que estar sin caminar casi una semana, y durante varios días, al levantarme de la cama, el dolor se hacía real­mente grande.
—Lo más insoportable es ahora, de mañana —le dije un día a mi mujer, mientras me doblaba el dolor. —Lo peor es al dar el primer paso después del reposo de la noche; al pisar por primera vez, parece que los huesos volvieran a salirse de su lugar.
—¿A1 dar el primer paso? —preguntó ella.
—Sí. Después calma en seguida, pero al bajarme y apoyar es como un latigazo.
—Tienes que pensar bien, Fabián —me tranquilizó. Tu problema es un problema de lógica matemática o de geometría espada, si quieres.
—¿Te parece? —y me miré el tobillo hinchado.
—¡Por supuesto que me parece!
—Yo decía porque me duele con dolor fuerte, en el momento de...
—Al dar el primer paso de la mañana —terminó mi mujer —Ya lo dijiste, querido; pero de hoy en adelante todo va a cambiar. Te despiertas, te sientas en el borde de la cama y das un buen envión hacia adelante, como para caer más allá de la alfombrita. Así, salteándote el primer paso, das primero el segundo paso, que ya no es doloroso; y después de ese vienen el tercero, el cuarto y los demás pasos del día. Creo que te va a resultar fácil.
Probé y efectivamente no sentí nada en el tobillo lastimado; pero tuve tan mala suerte, al caer en el piso encerado, que me luxé el otro tobillo; por lo tanto, al día siguiente, no sólo debí suprimir el primer paso, sino que, siguiendo la lógica de mi mujer, me salteé tam­bién el segundo, como indicó ella, aunque claro, terminé hecho un ovillo debajo de la cómoda y ahora tengo enyesado el cuello. Pero aunque temporalmente esté impedido de hacer que sí con la cabeza, reconozco que mi mujer tiene razón, toda la razón, y la apruebo cuando afirma que una buena lógica es la mejor anestesia. Toda­vía ahora, si pienso bien y me quedo quieto en la cama, no me duele nada.

 

CUENTOS DE HUMORAMOR
Por. Carlos Maggi

El matrimonio es una situación muy extraña
(de “Los desenfados morales”
de San Filomeno)
MONTEVIDEO, 1967
LA VALIJA

Sucedió que fuimos a comprar una valija y la única buena era demasiado cara.
—No importa —dije— compramos una del mismo tamaño aunque no sea de cuero; esa, por ejemplo.
—Pero es muy fea dijo mi mujer.
—Se le pone una funda.
—¿Y adentro? ¡Es ordinaria!
—Adentro se le hace un forro.
Pero mi mujer, que es de una lógica impecable, dijo:
—Si hacemos una funda para afuera y un forro para adentro, ¿para qué compramos la valija?
Tenía razón y decidimos no comprar nada.
Caminamos unos pasos y ella se entreparó, me tomo del brazo y produjo esta herniosa conclusión:
—Si no hay valija en el medio, el forro tampoco se necesita.
—La funda, vista por dentro, puede quedar fea
—aventuré yo, aplicando su premisa anterior; pero Isabel dijo:
—A la funda se le hace costura inglesa y queda reversible, con lo cual ya no hay ni forro ni funda, sino otra cosa, algo único y doble a la vez; aunque te digo —agregó pensando intensamente— nuestra inten­ci6n es llevar la ropa con la cual viajamos ¿no es así?
—Claro —dije yo.
—Y bueno, Fabián —se me quedó mirando— si la ropa sola ya es demasiado problema, ¿a qué complicarse la vida llevando otras cosas, y dobles, para peor?
Por ser fiel a esa lógica, es que traigo todo así, sobre los hombros. Yo sé. Parezco un ropavejero, un desgraciado, pero es por ser fiel a mi mujer. ¡Es tan inteligente!

 

 

 

CUENTOS DE HUMORAMOR
Por. Carlos Maggi

El matrimonio es una situación muy extraña (de “Los desenfados morales” de San Filomeno) – Montevideo  1967

LOS SOPORTES DE LA SOCIEDAD

El hombre soltero vive en lo suyo, solo y para sí; es un idiota, que eso quiere decir idios. En cambio el hombre casado hace de su vida un concordato y disfruta tolerando quitas y esperas, pero teniendo el corazón puesto en común; que esto quiere decir concordato. Y voy hasta Roma imperial y etimológica para empezar este libro, porque el derecho de familia es institución que se mantiene intacta desde ese tiempo.
El matrimonio es el único templo de la edad anti­gua en el cual seguimos teniendo fe y haciendo sacri­ficios. Por eso es que todo ser conyugal tiene algo de clásico y recuerda los tiempos polifacéticos de la polis pagana, cuando eran tan comunes el politeísmo y la poligamia.
Desde hace un par de siglos, la civilización occi­dental se dedica a discutir y guerrear a propósito del derecho público (internacional, administrativo o laboral) pero sin embargo cada uno de esos soldados, reforma­dores o subversivos en huelga, vive en una casa, con su mujer legítima, pacíficamente, según las más estric­tas normas familiares de hace dos mil años, No todo va tan ligero como creemos a veces. La regla de oro de la relación humana: “cada uno tiene lo que da”, no pudo ser quebrada todavía, en lo que refiere a la pareja. Hay un trato doméstico que abarca más tiempo y más vida que los grandes problemas que sirven para titular y vender diarios. Hay una larga, infinita, recíproca pa­ciencia multiplicada por millones de matrimonios; y en eso consiste la parte mayor de la existencia del género humano. También el principio del comercio es romano:
do ut des (doy si das) pero la vida no es ni comercial ni romana y se goza sobre otra base más personal: doy para tener. Dedico pues, este libro, a mi esposa, María Inés Silva Vila, que tanto me ha dado para tanto tener.

Se que ella podría escribir una colección de cuentos simétricos a estos y que también sedan invenciones con. algo de verdad. Pero no me parecería bien que una mujer se pusiera a escribir lo que escribe su marido. No sería lógico. Además estos cuentos fueron, casi sin excepción, inventados por ella a propósito de amigas y parientes, que a su vez contaban esto mismo como pa­sándole a otros matrimonios. En fin, que esta es litera­tura sin autor, anónima, hecha por todos contra todos, aunque en realidad no dice nada contra nadie, sino a favor. El hombre tiene que ser una criatura maravillosa para aguantar a los demás hombres y a las demás mu­jeres y —sobre todo— a la propia mujer; pero también ella tiene que ser maravillosa para aguantarlo a él. Es evidente: somos admirables por soportamos, siendo tan insoportables como somos. Pero eso se dice, y se dice bien, que la familia es uno de los grandes soportes de la sociedad.

 

VILLA DOLORES  (Parte I)
Por. Carlos Maggi


 ¿ Quién querrá discutir que el que le puso Villa Dolores a nuestro parque zoológico, fué un animal?
 Este nombre es sobriamente dramático, expresivo en un solo golpe, elocuente a primera vista, como la manera de estarse quietos de casi todos los prisioneros.  Villa Dolores debió llamarse el Arca de Noé, primera jaula de hombres y bichos, y así debieron llamarse luego todos los zoológicos y todas las ciudades  donde fueron encerrados los descendientes de aquellas parejas arcanas. Pero hay que ser muy animal para tener tanta franqueza, y por eso se han preferido los nombres alegres; unos, mentirosos, como Santos o Buenos Aires, otros, más prudentes, que sé limitan a sonar bien sin decir nada, como París o Moscú (habría que pensar algún día sobre esto de los nombres —Pedro, Italia, sol, oeste— que han extraviado su significado).  Sólo los extranjeros —y los metafísicos nacionales como yo— captan el significado de la expresión Villa Dolores; para la gente como la gente, Villa Dolores es Villadolores y quiere decir un lugar con sol radiante, donde se va a caminar sin apuro, a media tarde, y con caramelos. 
 Está comprobado que Villa Dolores no existe de noche y muchísimo menos los días de lluvia. ¿ Quién seria capaz de aguantar la tristeza de un zoológico mojado? Villa Dolores se hace los días de calor, con caminos amarillos, con espejos de agua y con pequeños grupos de árboles de ramazón tupida; dentro de las jaulas debe haber una sombra tranquila como de glorieta, y la piscina del oso blanco debe ser un privilegio helado que todos envidian.  A través de los finos barrotes paralelos, velamos los animales como dibujados en un cuaderno de a vintén, de los de una raya. 
 Los pájaros pueden ser de cualquier forma o color, por eso no tienen gracia. Jamás llegaron a interesarme, nunca me sorprendieron. De ellos se puede esperar cualquier cosa: un ananá con patas es un pájaro; una lámpara con pantalla, también, y el envoltorio de una camiseta de fútbol, y la escoba de la cocina, y la sombra en los rincones, y la llama de una antorcha; hasta el presagio de una mala noticia puede ser un pájaro nocturno. En cuestión aves la naturaleza deja volar su imaginación y uno se queda en el aire, sin saber a qué atenerse.  Para mí, aquellas dos o tres visitas a Villa Dolores —fueron dos o tres mis convalecencias infantiles— significaron una definitiva acuñación de tipos mediante los cuales, aun ahora, imagino el reino animal y mucho de lo vinculado a él. Debido a esa fijación absurda, cuando me hablan del León de Caprera, por ejemplo, siento una inmediata sensación de desagrado; veo a Garibaldi paseándose dentro de aquella jaula de baldosas rojas en una tarde de invierno, flaco y entregado, idéntico al pobre león de Villa Dolores. La serpiente bíblica se me aparece siempre encerrada, dormitando entre paredes de vidrio empañado y, por consiguiente, imagino que el paraíso tiene las ventanas sin limpiar, y que es un lugar húmedo y poco hospitalario. Las manadas de búfalos que trabajan en las novelas del oeste americano, se integran con la infinita repetición de aquel búfalo terrible que agachaba la cabeza y resoplaba; y todos, como él, tienen una cicatriz en el lomo.  El elefante es una verdad de a puño; está hecho con redondas toneladas de algo triste y frío, como ceniza húmeda. Vivió cientos de años en el cráter sombrío de un volcán casi apagado, y cuando se veía rodeado sorpresivamente por ci fuego y el humo, levantaba la trompa en posición de periscopio, para respirar aire fresco. Si ahora lo descascararan, sacándole la piedra pómez que lo envuelve, el elefante sería un toro sin cuernos, que después de desperezarse, podría correr y saltar ágilmente.  Prisionero en su gran bola de lava, el elefante nunca se preocupó por la reza de hierro con que los hombres lo encerraron por segunda vez. Allí se está, sin ponerse nervioso; cuando enrolla la trompa para llevarse delicadamente a la boca, pequeños manojos de paja dorada, parece levantar un brazo y rascarse el sobaco rubio.  Únicamente en un país pobre y nuevo como el nuestro, se presenta al público un bicho fundamental como es el león, con una terminación tan mala. Estaban aquellos leones, completamente usados, con el cuero ajado y amarillento, y tenían la melena rala, despareja, anémica. Si hubieran rugido, hubieran bostezado. ¡Qué inferioridad frente a los dibujos de cualquier libro! 

VILLA DOLORES  (Parte II)
Por. Carlos Maggi


Había un oso pardo que provocaba angustia; caminaba incansablemente de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, de un extremo a otro de la jaula; gastaba horas y horas en ese vaivén como si buscara o intentara algo, con verdadera preocupación. Seguramente su cautiverio resultaba así interminable y doloroso; había introducido en la jaula un elemento perturbador: la esperanza.  Entre las demás fieras, que estaban aburridas, como gastadas, el puma —en su clima, sobre su propia tierra— conservaba intacto el escalofrío de su ferocidad. Alargado, lustroso, inmóvil como los demás, mantenía sin embargo unos grandes ojos verdes, rasgados, que se detenían lentamente, con avidez y fijeza, sobre nuestros ojos, y que así se ahondaban, sin expresión, hasta hacerse negros. Miraba con las pupilas abiertas, calculando crueldades, como una mujer cuando resuelve entregarse. 
 Vincularse al zoológico es un deber para quienes habitan en la ciudad, porque cualquier animal nunca visto es para el ignorante una bestia salvaje y asquerosa. Una entrevista mensual con los bichos debiera ser obligatoria a oficinistas, mecanógrafas, choferes, y sastres, que vivirían así con un mejor conocimiento del planeta donde habitan, y por consiguiente más conciliados con él, más de verdad . Claro que es difícil aprender a ver animales. Los artistas del viejo mundo trabajaron siglos para imponer la belleza de unos cuantos. La gracia elástica de la pantera, la nobleza del caballo, la sonrisa de la ardilla, la desproporción simpática del conejo son descubrimientos —no invenciones— que suponen una larga tradición de cultura o una perfecta vida natural e inocente (que es imposible).
 Los animales del Uruguay —cuya existencia no se conoce en París— nos parecen a nosotros los montevideanos, engendros extraños y contrahechos. El mampelao, la mulita, el carpincho, se nos presentan como ejemplares degenerados, monstruosos. Como pasa con el estilo de un nuevo pintor, sucede que todavía no hemos aprendido a verlos, no sabemos aún descubrir la secreta armonía de sus formas. 
 Los animales de Villa Dolores eran bichos de estilo francés; y hasta el diseño de las jaulas, los senderos, los jardines, sus curvas, proporciones y ornamentos, el aire todo de aquel parque, era el aire semiversallesco del siglo diecinueve. Por eso, al clausurarse Villa Dolores, Montevideo cambia su escala zoológica:
 En el viejo parque donde abundaban las palmas jónicas y los canteros simétricos, la gacela era un ser Luis XV, el hipopótamo un Balzac sin genio, escapado vivo del cincel de Rodín, tan poderdante y exagerado. Allí, el tigre era una alfombra de piel de tigre, para tenderse en un budoir de lujuria. Allí, la cebra, caballo imaginario que pintara Matisse, ignoraba aún los excesos del tecnicolor.
 En Villa Dolores conocíamos un reino animal ordenado en casillas racionalmente distribuidas, rotuladas con el exacto nombre científico y el pintoresco nombre popular; era un reino animal ameno, amable, de fácil comprensión y bastante universal; era un reino animal que parecía una república 1789.
 Nuestro nuevo zoológico, en cambio, encierra sus animales pero suprime las jaulas, deja por eso, la tradición francesa, para acogerse al sistema democrático sajón. ¿ Cómo quedarán los animales a la americana?

 

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LOS PATIOS DESCUBIERTOS
Por. Carlos Maggi


 Se llamaban patios descubiertos, los que estaban cubiertos por una higuera. Esta manera de construir casas —los diez hijos y el matrimonio todo alrededor y en medio el embaldosado y el verde sobre canteros y macetones— constituye el primer síntoma de lo que después llegaría a ser la grave y declarada congestión doble que hoy conocemos bajo el nombre de apartamentos. Esta moda del patio fué el primer síntoma de la separación entre el hombre y los seres elementales de la naturaleza.  Todavía, en las casas de patio abierto caían insectos, agua de lluvia, hojas secas y chiquilines embarrados, aunque ya se había arrasado con la plantación de zapallos y sus ricas flores amarillas, con la vaca que da leche o que va a parir, y con los árboles grandes y antiguos que podía haber en los terrenos. En esos patios, el hombre se dejó sitiar por la arquitectura, creyendo que podía encerrar a la naturaleza en un anillo, y al poco tiempo, cuando estúpida y sibilinamente persistió en su error y pretendió tapar su último retazo de verde con una claraboya, la verdad del mundo se le voló despavorida, y el pobrecito habitante se encontró sólo con su familia, emparedado en un horrible espacio muerto que enfriaba el centro de su morada. Tan muerto y tan horrible resultó ese calabozo con tapa de vi-orlo, que nuestro idioma alegre no tenía palabras para decir lo que era aquello, y hubo que llamarlo con una expresión inglesa, que seguramente quiere decir socorro, y que se escribe hall, pero que se dice jol, con jota, como para hacer creer que es una crueldad de moros.  La última etapa de esta persecución del hombre por el arquitecto se cumplió hace poco, cuando en Estados Unidos decidieron estibar a los imbéciles para que ocuparan menos sitio en el mundo y, con tan sana intención, apilaron enormes rascacielos llenos de yankis agradecidos. Los apartamentos que resultaron de esta terapéutica —hay que reconocerlo— llegan a ser hasta bonitos, como puede serlo una mancha de sangre o un enano de circo, pero casi siempre fastidian bastante porque como son muy chicos, hacen arrugas abajo del brazo; tiran de sisa, como dicen los sastres. En una casa de apartamentos, la gente vive encimada, encuadernada en un grueso tomo de cemento, algo así como los personajes de Dostoievski, que unos viven en la página 203, y seis páginas más arriba, en la 209, viven otros. Sólo que los vecinos de estos edificios casi no tienen historia propia, porque viven rápidamente; a ellos les cabe mejor la comparación con una guía telefónica, sobre todo si la aclaramos con aquella opinión de lúcida crítica literaria que diera el loco: muchos personajes, pero poco drama. 
 El patio abierto desapareció sepultado bajo una lluvia de hollín volador, porque era una realidad incompatible, por esencia, con las chimeneas de fábrica. Quienes procuren morirse fabricando objetos no podrán vivir sin objeto, gozando de un gran patio descubierto. Protegidos por una higuera, podemos meditar, leer, conversar, enseñar a nuestros hijos las verdades y mentiras más necesarias, podemos amar y odiar, y preocuparnos de la vida de los vecinos
 —recuperar el chisme que las mujeres nos robaron después de la revolución francesa, cuando los hombres nos transformamos en hombres de negocios y dejamos de ser débil e inocentemente humanos, como eran los griegos y los romanos, más clásicos que, está comprobado, fueron los chismosos mas imponentes que en el mundo ha habido. Protegidos por una higuera, tendidos, podemos descubrir las estrellas que iluminan y se esconden, como pinchando con luz a través de las hojas, podemos soñar, si se puede, o comer higos frescos con pan o ser, simplemente, un poco felices. Una higuera de años, tal vez un perro, a veces, en la noche, el asombroso olor del jazminero, los ruidos modestos que llegan de la esquina y más allá, distante, el rodar de un coche perdiéndose: sobre el patio abierto fué cayendo en finas camadas este tiempo infantil que hoy cubre, como una corteza, la cara del abuelo. 

 

EL VINTEN 
Por. Carlos Maggi


 Hubo, sí, vintenes como institución.
 El vintén era una moneda acuñada para los niños, de la cual podían hacer ciertos usos, muy limitados, las personas mayores. Está comprobado que el vintén jamás existió como objeto material, como cosa; por el contrario fué puramente, algo espiritual y futuro. ¿Me das un vintén?, en esto, comenzaba a existir el vintén esperanza. Era una forma de la sonrisa entre grandes y chicos, pero  más durable y más completa que ella, porque requería la conversación, la duda, a veces la resistencia vencida y por fin el triunfo. Era una espiritualización de la sonrisa, así como ésta es el destilado afectivo del beso. Al ser tocado por la mano generosa, aún en la sombra del bolsillo adulto, el vintén esperanza sufría una transformación instantánea: era entonces un horrible huevo de pasta blanca, pintado por fuera de colorado, que se ponía entero en la boca, y que, ahogando casi al gozador, lo inundaba con un almibarado sabor de entre merengue y madera. Era cinco bolitas de barro o dos de piedra, todas de diferente color, con las cuales se podía empezar la trifulca en la escuela. Era el azar prodigioso girando sobre el gran tarro de los barquillos. Eran tres cohetes para atar —que nunca se podían atar— a la cola de un gato. Era, en fin, una posible fracción de azúcar o de escándalo; en otras palabras: la aspiración de toda la vida; en el subconsciente: el germen del donjuanismo y de la política.
 De vintén esperanza —~ me das un vintén ?— de puro trueque de amor entre grandes y chicos, la pequeña monedita pasaba a ser en un instante ejercicio imaginativo, redonda cuota de ambiciones. Se convertía así en un envase diminuto donde se apretaban las posibilidades, y el vintén mismo, sin ser visto ni tocado, inviolado en su condición de objeto espiritual y futuro, dejaba de existir al poco rato, tragado por una mano rústica o sumergido al caer sobre la superficie devoradora de un mostrador. (Llegamos pues a las mismas conclusiones que Kant, pero por un camino más sabroso: el vintén, como vintén, fué siempre incognoscible. Nadie supo cómo era realmente). Únicamente el lenguaje más figurado nos puede alcanzar alguna representación del objeto vintén.
 Era, podríamos decir, una planchada gotita de alegría, el hondo agujero por donde atrapar sueños pequeños (porque los grandes sueños: ser asaltante, Tarzán de los monos, chofer de ómnibus o inventor de la máquina a vapor, no se daban a cambio de nada, sino por mérito propio). Me resulta dificilísimo -creo que se nota- definir un vintén .Pienso que a un tiempo esta monedita conseguía ser una maravillosa galera de prestidigitador, y el más enano y cruel de los sirvientes.
 Era como una diminuta caja de rapé, conteniendo las primeras tomas de satisfacción engañosa. Cilindro bajito, era la columna chata de un templo despreciable. Era, sin que lo supiéramos, la primera rueda de un carro celular —el dinero— que a partir de la adolescencia cambiaría monedas por billetes, y que echando a girar este nuevo rodado cuadrilongo, nos haría batir sobresaltados, a barquinazos, rompiéndonos el alma, durante el resto de nuestra vida. 

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LA AZOTEA 
Por. Carlos Maggi.

Hubo, sí, la azotea como institución. Perdidos el amor y la blandura de la tierra maternal, cuando las casas se unieron codo con codo al borde de las veredas y estrangularon quintas y jardines; perdidos el manantial y el limonero, eh pasto, los bichos, las huellas sobre el barro, la fuerza que estallaba en las semillas; cuando la ciudad se soldó entera como una tapa de piedra, como un costra sobre el campo vivo; entonces, el hombre temió morir de  frío y de duro; buscó amparo en el aire; trató de abrazarse al aire y construyó la azotea. 
 Sobre el techo, pues, se apoyó un rectángulo de cielo libre. Desde allí se tenían todavía las largas distancias donde la vista se acuesta amorosamente sobre la ondulación de nuestro suelo. Desde allí se levantaban miradores, cometas, altísimas columnas de aire en libertad. La azotea flameaba sobre cada casa, empavesaba la ciudad como un barco de fiesta. Quienes vivían sobre la piedra plana, entre pistas, esquinas y vericuetos, los desterrados de su propio suelo, podían contemplar las largas orillas de Montevideo, quedaban bajo el cielo mismo. Y la azotea era entonces un clavo ardiendo para los extraviados que habían perdido pie sobre la tierra.  Hubo, sí, azoteas, pero las taparon.
 ¡Es tan extraño ver casas apiladas, estibadas, de hojaldre como milhojas! Es increíble imaginarlas sin cielo, encapotadas. ¿A quién le gusta tener los zapatos del vecino sobre su propia cabeza? ¿ A quién le encanta emparedar-se en una celda horizontal, con prohibición de cielo y tierra?
 —Murió aplastado bajo las ruedas de un camión —se empezó a decir no hace mucho.
 Pronto habrá que comentar:
 —Murió aplastado bajo los techos de su hogar; bruscamente tomó conciencia, y todo aquel mundo arriba suyo le pesó como si realmente le hubiera caído encima.
 ¡ Dónde se ha visto!.., tener por toda vivienda una fina rodaja de aire faldero, humedecido, planchado, acondicionado; tener por toda vivienda unas pocas migajas de habitación, dos o tres cuartitos, tan chicos y juntos, que podrían guardarse en un ropero.
 ¿ Quién fue el primero que hizo ese almendrado de casas? ¿ Quién inventó la casa conglomerada, con casitas a los costados y enfrente y por debajo y cientos de casitas encima?
 Tomando sol en la azotea, el dueño era un ser feliz, la casa entera lo tenía en la palma de la mano. ¿ Qué puede hacer ahora el hombrecito intercalado en el acordeón de apartamentos? Tanto  ha subido la fiebre de comprar y vender, que el hombrecito mismo se guarda por la noche en una estantería. ¿ Qué otra posibilidad le queda sino vivir como un gusano en un choclo? 

 

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EL MANIQUÍ
Por. Carlos Maggi.


 Hubo, sí, maniquíes.
 Esa descolorida carne de cambalache que habita el desván, esa presa del polvo, fué no hace mucho un modelo para el amor. Ese trasto que hoy muestra la estopa, esa sobra del tiempo, persona de tango, reinó por su hermosura, fijó las formas del desnudo, fué la estatua de la mujer ideal.
 En él, el deseo inasible cobraba cuerpo; era Venus que, bajaba a la Tierra,  colocaba su torso ingrávido, musical, sobre el fino pie de un atril. Por ser belleza pura y pura perfección, perdió la cabeza. Y por ser un dios del corazón, por ser una diosa, el no tener cabeza le vino de perilla. Hombres hubo que, sin saber cómo, amaban sucesivamente a todas las hermanas de una larga familia. Un día era Rosalía la menor, y otro Rafaela la más pálida, y otro Francisquita la de las manos finas, o Leonora la melancólica, o Rosa o Estefanía, de pronto, Soledad. Llegaban a sentirse locos de amor, sin poder precisar a cual de ellas ansiaban. Y ajena a tantas lágrimas y virazones, en el último cuarto de la casa, junto a la tabla de planchar y el costurero, como una cenicienta, se levantaba la causa ignorada de esas pasiones: el maniquí. Su armonía sublime endiosaba a una u otra hermana, y tras ese prestigio maravilloso corrían los amadores, sedientos de aquella perfección deslumbrante, aunque efímera.
 No estaban enamorados de Rafaela,  ni de Rosa, ni de Soledad, caían rendidos frente al embrujo secreto, que el maniquí les prestaba por una tarde, por una noche de fiesta, por un paseo inolvidable. Fué así, como » los hombres más honestos, cuando llegaban a ser padres de muchas mujeres, rogaban al cielo pidiendo el descenso de una Venus maniquí, que diera encanto a sus hijas. En esos días el maniquí de la familia llegó a ser tan importante como el buen nombre, la dote o la casualidad, en cuestión matrimonios. El maniquí de la familia, llegó a ser el dios tutelar de las casas románticas, pobladas de niñas suspirantes con talles de flor. El maniquí de familia hizo tanto por el amor y la multiplicación de los hombres, como los claros de luna, la secreción interna y el espíritu de imitación. El maniquí de familia llegó a ser una institución tan poderosa, como la masónica o más, porque jamás necesitó del disimulo. Los maniquíes podían tenerse en casa y eran vistos por los hombres comunes y aún por los candidatos; podían ejercerse con la misma falta de respeto y de pudor con que se usan las sillas, los tenedores y las pantuflas. A veces tiemblo, imaginando que pude pecar contra mí mismo, echándome a la espalda la culpa horrible de ver un maniquí en funciones, cubriéndose de tela, ayudando inmóvil a lograr la gracia de un vestido. ¿ Qué creyente se atrevería a vichar la escena de la Inmaculada Concepción? ¿Quién se detendría a recoger sus detalles divinos y espantosos?  Hoy, secretamente, inconscientemente, sin decirlo ni comentarlo, como avergonzándose de un escándalo colectivo, los hombres occidentales han separado de sí los sagrados maniquíes, que eran la forma pura de la mujer, su símbolo, su idea, el campo de su inefable resurrección. Hoy, para beneficio de nuestra machucada conciencia de machos pecadores, los maniquíes se esconden en las casas de modas, donde la entrada nos está prohibida, y pienso, por esto, que hace muy poco que llegamos, los más cultos, a intuir el alma femenina. La mujer es el único ser perfectamente superficial que podemos conocer. Ellas carecen de la gravedad que tienen los caballos, jamás meditan concienzudamente como lo hacen las vacas, nunca se abisman en su propia alma, a la manera de los grandes perros. Por eso la metafísica ha sido siempre un ejercicio violento, una disciplina sólo reservada a los hombres, una diversión privativa de los animales superiores. La mujer —hay que inclinarse ante ella— es un ser de superficie, está totalmente dada, y sólo se da en su propio relieve y color, en la capa más exterior de su lugar en el mundo. Claro está que la última superficie, el más absoluto contorno, es la extensión de mayor profundidad, si empezamos a observar desde adentro. La superficie visible —resulta evidente— es el fondo del otro mundo; por eso las mujeres y sólo ellas— no los caballos, ni las vacas, ni los perros, ni mucho menos el hombre— únicamente ellas, pueden ser ángeles, demonios, apariciones, un deslumbramiento, angustias, la locura o un puro objeto de amor, con sólo haberlas visto una vez y a la distancia.
 Las mujeres vienen del otro mundo  y según se detengan en su camino hacia la realidad, más o menos lejos de su verdadera meta, resultan lindas o feas, gruesas o delgadas, indiferentes o seductoras. Las mujeres cristalizan su carne en torno a un alma vertical, a un bastón de suspiro que es su principio; por eso una mujer hermosa, es aquella que parece realmente terminada, cumplida, porque su piel sigue tersamente la línea de la mayor existencia, alcanza la profundidad total, toca en todos sus puntos la verdad de la vida. Descubierto este axioma, se comprende fácilmente la importancia del vestido. El vestido es la metafísica femenina, es la superación de lo bueno y de lo verdadero, es la última máscara
 —la más penetrantemente esencial— del espíritu, es la cara de Dios que está más acá —o más allá— de la simple y total existencia. Y todo vestido fué creado a imagen y semejanza de un maniquí. 

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LA SERPENTINA 
Por. Carlos Maggi


 Hubo, sí, serpentinas como institución.
 La serpentina es una cinta de papel en espiral que, al cruzar el aire, sonríe, acaricia, besa y se queda tendida y hermosa como un recuerdo preferido. Cuando el papel se transformaba en espíritu femenino, solía llamarse serpentina. El alma de la mujer nació en el paraíso, al conjuro de una serpiente que se enroscaba, y desde entonces la espiral pasó a ser la línea más femenina, la única que parece estar envolviendo, rodeando, solicitando, entre maternal y coqueta. Por eso la serpentina —espiral en el tiempo— es una divina serpiente repentina, que llama la atención y halaga y promete sin dar, y se está dando toda en cuerpo y alma, en un salto ágil, inasible, absurdo, que es siempre un salto mortal. La serpentina es una espiral porque al volar expira. 
 Cuando la mujer se convirtió en ser de este mundo, con derechos, anatomía y conversación, la serpentina se hizo imposible. Ya no hubo inocentes que pudieran jugar con el corazón en la mano. La niña de las serpentinas se hizo añicos, se quebró en el aire como un cristal transparente, y entonces aparecieron los papelitos, la mujer picada que pone la mano en el hombro y que sabe decir: es cursi, que es como si el espejo se mirara a sí mismo o como si el cangrejo se clasificara entre los crustáceos. La serpentina del hombre es el tirabuzón, que va de la mano al vino, para buscar la alegría, la misa o la verdad. El tirabuzón es casi una mentira —lo que se llama una hipótesis— hasta que existe la botella. El tirabuzón es mentira entera además, porque no vive, porque no transcurre mientras va girando; el tirabuzón no está en el tiempo, es nada más que la idea pura de la serpentina que el hombre pretende esgrimir. El tirabuzón es falso, de toda falsedad, porque como el caracol o como la ciencia, se desarrolla en espiral, para arrastrarse lentamente en línea recta. La serpentina, en cambio, se dispara por un solo instante en el aire, dentro den una espiral viva como un verso, y luego reposa en otra realidad; como la vida, está hecha para terminarse. Una serpentina podía ser intensa, profunda, jovial, enamorada, inolvidable. Pero nunca pudo guardarse una serpentina

 

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EL RELOJ DE BOLSILLO 


 Había finos relojes de bolsillo, llanos como medallas y los había plebeyos y hondos como relojes de sopa. Pero todo hombre de antes, de aquel entonces, de hace veinte, o diez o cinco años, usaba reloj de bolsillo, transportaba la hora en el chaleco, llevaba los minutos pegados al vientre, abrigados. Y por consiguiente, ese hombre tenía un tiempo dividido en buenos pedazos, un tiempo doble ancho que le permitía andar sin apurones. 
 El reloj de bolsillo, grande corno un pan chico, y remolón, partía su esfera en largos minutos, durante los cuales el hombre antiguo podía ir a pie desde la Aguada hasta el Centro, o podía sentarse en un patio abierto, cerca de un árbol, o podía conversar con otros hombres antiguos que también tenían unas largas horas perezosas, como de aldea. 
 Cuando un caballero sacaba solemnemente su reloj y lo mantenía un instante en observación, para luego meterlo otra vez en el bolsillito derecho del abdomen, parecía que se controlaba la presión o la temperatura del hígado; en fin, el tiempo era un problema estrictamente personal, un asunto de uno consigo mismo, y no una imposición de los demás.
 No es una tontería que se guarde el tiempo contra las vísceras y que, por tanto, casi sean ellas las que estén haciendo pulsar a su ritmo el tic tac de los segundos. El tiempo de caminar por placer, de pasear, el tiempo de estarse quieto o de dejarse estar, ese tiempo realmente humano, es el que marcan la médula espinal y el páncreas, los pulmones y el corazón y la glándula tiroides, recientemente inventada.
 En el ombligo está el eje de nuestras agujas y nadie tendrá tiempo, nadie tendrá su tiempo, si destierra el reloj a la muñeca, a la última frontera con la mano, que es la expresión más lúcida y racional de nuestro cuerpo.
 Me maravilla comprobar en los relojeros —que tienen fama de dulces y miopes— la ironía cruel con que conducen la evolución de su arte y, sobre todo, el luminoso conocimiento del alma humana y de sus actuales desventuras, que en ella demuestran.
 Para el hombre dueño de su tiempo, el suizo cegatón fabricó un reloj que se llevaba atado a una cadena, como un perro dócil. Para nosotros —-troley-bus, teléfono automático, cine continuado— inventó el reloj de pulsera que nos hace prisioneros él a nosotros, que nos cierra las muñecas como con esposas. En cada relojería hay un coro de suizos fantasmales que se ríe de nosotros, y que tal vez nos compadece.
 ¡Qué dignidad había en aquel movimiento de mirar la hora en un reloj de bolsillo! Primero: desprenderse el saco; luego: hundir dos dedos; luego: re tirar el reloj; luego: dejarlo sobre los cuatro dedos largos, con el pulgar de guardia saludando arriba; luego: saltar la tapa —todo sin apuro—; luego: asomarse al brocal y estudiar las agujas —todo ritualmente y con atención profesoral— mientras se mantenía la gravedad del tiempo sobre la mano abierta, como quien está sopesando el huevo frito de un animal desconocido. Ahora, en cambio, mirar la hora es casi procaz: nos levantamos la manga del saco como para rascarnos. En el fondo, el gesto es exacto y representativo. Nuestro tiempo, chiquito, que avanza a saltos epilépticos, puede sentirse como una picazón siempre repentina, como un torpe e incansable aguijonazo; puede considerarse una fastidiosa pulga de tiempo. Un reloj de bolsillo era como una tortuga redonda y filosófica que ovillaba horas lentas, horas de tortuga, bajo su caparazón de plata o de oro. El reloj de pulsera es una chata sanguijuela que, prendida a nuestro brazo nos va sorbiendo sangre, hasta sustituir con su urgente ritmo mecánico, nuestro pulso cordial. 

 

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LA BOMBITA DE LUZ 


Hubo, sí, bombitas de luz.
La bombita de luz era la lamparilla eléctrica de hace tiempo. En forma de pepino, con un largo filamento en zigzag adentro, terminada en una puntita de vidrio, en un piquito como de pájaro que podía ser un ombligo punzante, la bombita recordaba en cada una de sus partes imperfectas, los errores y las dudas de Edison. Nada demuestra mejor las limitaciones del ingenio humano que las creaciones sensacionales  de un inventor, vistas cincuenta años después.
 Envuelta en su resplandor espeso y amarillo como un aceite, la bombita era una doncella mansa y triste que se moría; su luz tenía el brillo aguado del llanto y apenas avanzaba, velada por largas pestañas sombreadoras. Correspondía a la época de los vestidos oscuros, de los carruajes negros y de las quintas donde crecían helechos y magnolias.
 Frente a la agresión helada de los tubos —la más deshumanizada de las iluminaciones— frente a la afirmación imperiosa y puntual de las lamparillas actuales, la bombita de luz mantiene su intimidad, su tibieza interior; parece estar evocando, tejiendo, dormitando; sin inquietudes deja caer su ensimismada luz de oro, ajena a la justicia implacable de la química y a los complejos crueles que escondían los logaritmos. Todavía se puede ver ese llanto dorado, bajito, en las salas de espera de las estaciones; nada es más poderosamente creador de soledad y de desamparo que esas alargadas bombitas, que  parecen abrigarse voluntariamente en el terciopelo renegrido de la penumbra que llena los rincones.
 Esas antiguas bombitas que sobreviven, son lágrimas calientes que han quedado olvidadas, colgando en una gruta, desde los primeros años del siglo. En ellas se acercan pérfidamente el vidrio pulido, los metales, la ebonita y la electricidad igual que en los versos de Julio Herrera, que se hacen con un zig zag relampagueante, preso en una urna de cristal. Recuerdan a las tías solteronas que viven de luto y hablan sin levantar la voz, y se mueren de delicadeza, soñando siempre en un mundo perdido, conservando el espíritu de aquella niña que fueron, mostrando la gracia que les da el no ser de este tiempo. La bombita de luz era una rubia doncella romántica y parpadeante, loca y desmayada como Margarita Gauthier. El tubo lux, con su túnica de médico almidonado, con su alma de tiza, con su detenida sangre de leche congelada, no supo entenderla, y se acostó en el techo, solo, sin apreciar sus curvas castas, su calor, su pureza de mostrar el  alma brillante, encendida, dentro del pecho de vidrio. Ella entonces debió abandonar sus tronos de bronce labrado, sus simples taburetes de porcelana, aun su lecho de vidrio esmerilado con sábanas de tulipán. Fue relegada a las viejas barracas donde su cutis terso se fué apergaminando hasta parecer piel de vieja, como polvorienta. Fue humillada en los retretes, donde día y noche forcejea por cerrar los ojos. Fué condenada, en todos los casos, a tener su vida frágil pendiente de un hilo. 


EL BARQUILLERO 


Encorvado bajo el peso de la responsabilidad, pasaba en las mañanas, a pasos lentos, el símbolo de la fortuna. Cargaba sobre sus hombros la suerte (de cada uno, el cuerno enorme, que podía desprender en cualquier instante una dorada catarata de bienes extraordinarios. Anunciaba su llegada desde muy lejos, con un sonido cristalino y alegre, y durante largo rato se acercaba, hasta llegar a despertar con sus notas claras 
 el zaguán de nuestra casa.
 El triángulo de acero brillaba oscilante en su mano izquierda y desde allí partían destellantes voces de plata, cantoras de la igualdad generosa de aquellos dones. El triángulo equilátero era el símbolo de la justicia dentro del símbolo de la fortuna.
 Así pasaba entre nosotros el azar divino, el dios de la buena suerte, vestido con un saquito blanco, arrastrando zapatillas, llevando al hombro el gran tubo cargado con barquillos. El barquillo era la especie frágil del papel tostado. Aunque carecía de gusto, aunque se adhería al paladar como una estampilla, aunque no era nada en el momento de tragarlo, mediando la emoción de tirar la suerte, se le consideraba una golosina. Lo prohibido desespera, lo abundante aburre, sólo lo azaroso encanta, aunque en si sea tan insulso como la hostia. 

 

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JUNIO 2010

 EL BIOMBO 


 Hubo, sí, biombos.
 El biombo fué hecho con el mismo barro seco con que se hacen ladrillos, fué construido con tierra cocida, como las paredes, pero un día la voz de su creador le dijo: levántate y anda y fué en ese día que la arcilla, animada por el divino soplo, dejó de ser pared, para ser biombo. Luego, con una costilla del biombo creó Dios la cortina —su compañera, su especie femenina; una criatura semejante a él pero más apegada al hogar, menos andariega, aunque más complicada con sus pliegues y argollas; a veces transparente y pura como un tul, a veces suave como un terciopelo, pero a menudo —ay— bastante corrida.  El biombo, en un principio, fué usado para tapar lo que no podía verse —el primer biombo fué una hoja de parra— pero poco después escaló posiciones y llegó a ser objeto de arte en sí mismo, alcanzó categoría de adorno inútil, en una palabra: culminó en la carrera diplomática. Hecho embajador, el biombo vivió de sala en sala y se cubrió de hermosos ropajes. Las niñas más distinguidas presumían de haber bordado telas para él con sus propias manos de jazmín invicto, con sus manos de nieve jamás tocadas por trabajo alguno. Así, hubo biombos de etiqueta, vestidos con un lujo asiático, biombos que llegaban al salón como envueltos en el brillo esplendoroso de la laca china. Aunque hubo también biombos estudiosos, biombos doctores que trabajaban en los consultorios médicos. Estos biombos titulados, se cruzaban de brazos, de espaldas al paciente, cubriéndolo mientras se desvestía, para que nadie notara que el respetable señor que había entrado de cuello duro, traje cruzado y polainas, era el mismo gordito de piernas flacas que aparecía en camiseta y calzoncillo, y que iba a tenderse, erizado, sobre la camilla. Mediante el biombo pues, se separaban nítidamente el caso clínico y el cliente pagador, y el médico podía —con plena conciencia— defender al primero y atacar al segundo, con todos los medios que la ciencia da.
 Pero sucedió también, que hubo biombos tristes, de amueblada; ensombrecidos biombos que se unían sin querer, al asco y a la fealdad del amor cansado; biombos granujas, atravesados siempre por el sonido de aguas infames. Hubo, hay que reconocerlo, biombos de toda catadura. Pero el hecho se explica: se trataba de muros recién libertados, dotados de libre arbitrio por primera vez, y a la aventura de estas paredes así enriquecidas con alma y vida, para ser verdadera, tenía que ser contradictoria, admirable y vergonzosa a  la vez; sino, jamás hubieran dejado de morir en un paraíso inmóvil de perfección y arcilla. 


 LOS PIOJOS 


 Hubo, si.
 La cabeza se apoyaba en la falda de la madre, se cerraban los ojos y mientras galopaban las pisadas de los dedos entre la maleza del pelo, se oía un cuento maravilloso que bajaba de los labios maternos. Cuando el gigante perseguía a Periquito, era que los dedos estaban haciendo una batida; cuando los gnomos se escondían en sus diminutas casas debajo de la hierba, la cacería perdía el rastro; cuando Pulgarcito volvía con sus padres, había igualmente un pequeño que, extraviado en el desorden del pelo removido, conseguía, por fin, recuperar su hogar. Yo escuchaba las narraciones y al mismo tiempo estaba pendiente de las peripecias reales que sucedían arriba de mí, sobre todo mi cabeza. Por esos días llegué a tomar tal conciencia de aquella vida, que me parecía llevar una ciudad sobre las orejas. Cuando de mañana me empapaba la nuca bajo la canilla, pensaba: bueno, esto es una lluvia torrencial, estarán todos ateridos esperando bajo los árboles, a que el mal tiempo escampe un poco. Cuando me peinaba lo hacía primero suave y lentamente, para dar tiempo a buscar refugios. Fue en esos días que tuvimos que hacer una visita y me pusieron una boina de vasco. Después de habérmela sacado varias veces
 —mi madre con santa paciencia la volvía a su lugar— no tuve más remedio que introducir un dedo entre la boina y la sien y por ahí abrir un respiradero. Estaba seguro que de no hacerlo se iban a sofocar.  Al llegar, cuando la dueña de casa me apoyaba la mano sobre la cabeza, yo trataba de encogerme para aliviar esa bárbara presión que amenazaba aplastarlos. Sucedía que, en el fondo, yo estaba orgulloso de transportar en mi cabeza un pequeño pueblo. Hasta me aparté de los otros chiquilines, para no intervenir en los juegos alocados que podrían traer peligros. Me sentía con la responsabilidad de llevar el mundo sobre los hombros. Estaba seguro de que ellos, a su vez, en cualquier emergencia, sabrían defenderme a mí, —su tierra natal—. Por eso, supongo, los protegía y los amaba; yo era su patria. 

 

 

 

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MAYO 2010  

LOS ROPEROS CON ESPEJO 


Ser ropero, fué siempre un puesto de confianza. Hasta los más ordinarios y chapados a la moderna, son todavía, capaces de guardar la cartita de amor y el retrato prohibido. Pero los roperos con espejo, aquellos que había antes, esos eran capaces de contener, además, del otro lado del vidrio, toda la vida íntima que transcurría frente a ellos. Eran verdaderos centinelas en el recinto más secreto de la casa, presenciaban lúcidamente las vergüenzas, las postraciones y el amor hermoso y animal de los dormitorios, veían con su sensible, intensa pupila de azogue, los llantos inconfesables, los desvelados cigarrillos, las traiciones y la pereza. Esta condición de hombres, esta virtud viril de guardar a muerte los más horribles secretos —está comprobado— sólo la tienen las madres; y en un plano menos estricto, los miembros del Estado Mayor, y los roperos con espejo. Y esta asimilación de militares y armarios no debe extrañar; los viejos roperos con luna, parados en finas y altas I)atas semejantes al taco militar, huecos y cubiertos de brillos, se parecieron siempre, moral y físicamente, a los coroneles.  Es sorprendente considerar que generaciones y generaciones, se desvistieron, se acostaron y se levantaron, durante toda la vida, con un oficial de c4os, cuadrado en el dormitorio. Y gente hubo que noche a noche se desnudó y se entregó a los deleites del sueño o de la vigilia, acompañada por roperos de dos y tres cuerpos, que es como decir por dos o tres coroneles. Desde hace unos anos, sin embargo, por una de esas extrañas espantadas del pudor, o por decadencia, los roperos se han tragado sus espejos y los dormitorios carecen de toda vigilancia. Sabíamos, desde antiguo, que algunos degenerados practicaban el exhibicionismo abusando de los roperos, pero, indiscutiblemente, la gente buena no tenía por qué ruborizarse de golpe, colectiva y ostensiblemente, de su honesta vida nocturna. Este ademán reaccionario y beato de la mueblería, el hecho de poner los espejos en el interior de los muebles, le ha quitado a las casas uno de sus mas delicados encantos, y ha hecho del ropero un feo cajón introspectivo. Ellas, las mujeres, las adornadas, las que todo lo dan en su pura apariencia —ya prontas para mostrarse— contaban en otras épocas con una última mirada maestra, desde la puerta. En una casa ajena, se aseguraban sobre si mismas porque podían contemplarse a cada instante. En todo momento, como si oyeran la voz de la conciencia, podían enfrentarse con su figura y percibir así su alma. En cambio, ahora, sólo hallan a su alrededor. puertas cerradas.  El miedo a los espejos indica en el hombre moderno una especie de remordimiento, un ansia por evadirse de sí mismo, por olvidarse, un deseo loco de no ser como se es, que está denunciando el tembladeral de angustio, duda y velocidad en que se debate. Sólo siendo un ángel o un canalla, se pueden perder las ganas de verse. A veces, en las penumbrosas casas da remate, llenas de olor a humedad, busco los viejos roperos cubiertos de espejos, porque me gusta verlos y me gusta yerme en ellos. Conservan todavía una pasada elegancia aferrada únicamente al esqueleto, a la proporción; están cubiertos por la curtida piel del lustre, tostada por el tiempo; en sus bisagras se ha incrustado como un reuma de chirridos y, a menudo, opacas y blanquecinas cataratas, velan el brillo de sus lunas, pero siempre, sin excepción, conservan un vigor interior, una seguridad en sí mismos parecida a la que imponen esos paisanos viejos, capaces de matar un caballo con alguna franqueza. Por eso los busco y me busco en ellos. Porque presumo que tienen la sabiduría lenta y concisa de los maestros; porque sé que desde hace tiempo, desde antes de ser abandonados, poseen las tres o cuatro verdades que permiten conocer a los hombres, y al mundo que los hombres hacen y destruyen. Los roperos de luna han gastado su retina de plata de tanto vernos en la intimidad secreta, y por eso —me consta— se desinteresan de nosotros, aun antes de que nosotros los arrumbemos a ellos. ¿ Quién podría conocernos tanto, sin tenernos un poco de asco? 


LA VANIDAD 


Hubo, sí, la vanidad como institución. En otra época los hombres fueron tan imbéciles, que creían no serlo. La gente de antes llegó a ser tan vanidosa que se consideraba moderna; cada uno, viviendo a veces en el más remoto pasado se sentía un último modelo. ¡Y cuántas tonterías cometieron esos antiguos por no ser nuestros contemporáneos!
 Marx escribió sobre cuestiones marxistas sin haber visitado la Unión Soviética. Homero se tiraba a hacer La Odisea sin saber leer ni escribir. Eruditos hubo que ingresaron a la Academia sin consultar los manuscritos de Rodó. La vanidad perjudicó al mundo tanto como el vómito negro. En particular fueron los románticos quienes establecieron la pedantería y la melena, junto al sufragio universal, con carácter de derechos individuales. Y fue a su impulso que el engreimiento y el pelo cubrieron el planeta. La palabra yo se llevaba puesta noche y día, a toda hora. Un romántico podía dejar las manchas sobre el saco, colgadas en la silla, mientras dormía, pero ni así se desvestía de la melena, y del yo. Ninguno abría la boca —ni en sueños— si no era para decir: porque yo ... mientras se golpeaba el pecho tratando de indicar a cual yo se refería, porque el lugar estaba siempre lleno de yos. En fin, el mundo entero parecía habitado por españoles. ¡ Qué diferencia con la modestia universal que nos asiste hoy, en este mundo a la violeta!
 El yo es considerado actualmente en rigurosa tercera persona, y así se dice “el yo de fulano”, como quien se refiere al hígado con cálculos o al estómago caído. Sólo los escritores nacionales calzan todavía su yo, o mejor dicho, encasquetan su yo, puesto que lo llevan en la cabeza; pero esto no es un defecto, todo lo contrario, es un exceso; un exceso de velocidad, porque, vanidad mediante, intentan llegar a ser inmortales antes de haberse muerto. 

 

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ABRIL 2010  

LOS BUEYES 


 El buey era un animal artificial, cruza de poderosos machos vacunos sobre orugas sosegadas. Enfriado por parte de madre con la sangre incolora propia de los caracoles, este invento cruel resultaba ser un toro con vocación de modisto o peluquero de señoras, un toro pasado por agua, en fin, un toro en almíbar, como pintado por Blanes. Pero es perverso describir con insultos a un bicho fabricado; es demasiado injusto, demasiado fácil cargarle las vergüenzas y miserias que sólo rebajan a su creador. La historia del buey es un afiche de acusaciones y basta re-pasarla para comprobar que todo agricultor es un canalla. Desde la más tierna edad de ternero, el bueyecito fué objeto de ensañamiento. hijo de vaca lechera no conoció la ubre. Después fué castrado a mansalva y luego uncido al yugo y en seguida picaneado salvajemente. Abrió el surco en la tierra dura y cuando creció el trigo, volvió a trabajar, ahora entre espigas, pero con un celoso bozal apretándole el hocico, para que no robara un mordisco de aquel manjar que lo rodeaba. Y sin embargo, fué bueno y sobrio y sereno como un buda perfecto; meditó hondamente y conoció las pocas verdades que existen; comió, dos veces cada vez, los escuálidos puñados de paja seca que le arrojaban, y supo transformarlos en energía. En el lenguaje elemental de las cosas ciertas, acercó al hombre todas sus verdades: un gran ojo purísimo donde cabía el mundo, el aliento cálido entibiando el aire de la madrugada, el pacífico mugido naciendo como una sombra triste de los atardeceres.
 Si pecó —que no es pecado— fué de goloso inocente, por alguna vaca inquieta a la que nunca pudo.
 Tuvo siempre buena voluntad, amó al hombre y a la tierra, quiso vivir en paz y trabajar y dar a todos lo que él mismo no pudo tener. Cuando llegó a viejo fué muerto en el matadero, y fué carne de vaca; y con su cuero fuerte se hicieron coyundas para uncir el yugo de los nuevos bueyes.
 El tractor es el primo de la ciudad que no hace mucho se les apareció a los bueyes del campo. En este nuevo animal, ya nada queda del toro antepasado, aunque hereda algo de su tía oruga. Menos sentimental, menos inteligente, menos desprolijo, el tractor no divaga jamás, va derechamente a lo que se propone; es un especializado; se apreta un botón y empieza a funcionar como una máquina. El tractor trabaja sin angustia, quema únicamente combustible, por eso es perfecto. 


LAS BOMBACHAS 


 ¿Quién va a referirse a los aburridos pantalones abullonados que usan los paisanos? Nada de bombachas porteñas, ni criollas. Bombachas, digo, y quiero decir bombachas; de mujer, interiores, pequeñas y con elástico; blancas, rosadas, celestes y celestinas; abismales, impracticables, anfibológicas, seudónimas y parónimas; morosas, encastilladas y gordianas; veleidosas, inherentes, radicales, sensitivas, insondables, cardinales; bombachas vulnerables y prologuistas; minuciosas o fingidas; inminentes y digitales; trashumantes, incendiarias, derrotadas, condecoradas, tutelares, ubicuas y en desuso. Guantes del infierno, anteojos de largo amor, cabalgaduras de diosas, brocales para la muerte. Demoran, arden, imaginan; traslucen, deslizan y mueren.
 Caras del pecado, llamadoras de los sentidos. Amorosas de la carne, sólo son cuando están sobre ella y si no, pierden la vida; en ella se abrigan y al propio tiempo le dan su tibieza; se alisan en la tersura para depositar allí la turgente seda de sus mejillas; servidoras humildes, devotas, entregadas, son discípulas en cuerpo y alma de esa carne que las inflama. Copas del delirio, trémulas banderas del tacto y de la noche, bombachas, celestes bombachas de mujer, como pudo escribir el metafísico Darío.
 Bombachas, y cuando digo bombachas sólo quiero decir eso, porque con eso está dicho casi todo. 

 

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MARZO 2010

LA LAPICERA 


 Hubo, sí, la lapicera como institución. La lapicera fué nuestro primer discípulo. Mientras la maestra nos enseñaba a nosotros, nosotros debíamos enseñarle a la lapicera. Y era tan torpe la pobre! ... hacerla caminar tambaleante, insegura, amedrentada en sus primeros pasos, era agotador. Hubiéramos preferido llevar un asta de bandera haciendo grandes círculos por toda una manifestación. Para que dijera una palabra había que sostener una verdadera  lucha con ella; los dedos se le hundían todo alrededor, como para exprimirla, se aferraban a ella para obligarla, pero subían de allí derrotados, negros de tinta, y sin haber conseguido una linda letra. Ni con las dos manos hubiéramos conseguido dominar a la rebelde. Cuando, por rara casualidad, avanzaba la escritura con cierto alivio, a la vuelta de la primera erre la lapicera largaba dos o tres borroncitos que eran como patadas de furia. Cuando por fin la dejábamos sobre el banco, a descansar, no era raro que se tirara rodando por la pendiente, haciendo tobogán sobre el cuaderno y enchastrando todo con su travesura despiadada. En esa época llegamos a morderla, a marcarle los dientes en el esmalte brilloso. Poco a poco, sin embargo, aquella niña se fué haciendo mujer: blusa colorada, pollera negra, finísimos pies de pluma, como una danzarina. Al principio no sabíamos si era varón o nena, le decíamos indistintamente lapicero o lapicera, pero pasados unos años nos dimos cuenta, por las caderas anchas, que era la novia del lápiz. Es de entonces que conservo su recuerdo  más nítido; la acostaba en la alcancía de dos pisos, después de haberle sacado la pluma como si fuesen los zapatos. En ese año, cuando debía resolver cuentas y problemas, ponía la 1apicera sobre la mesa para que el lápiz la viera y, por amor propio, trabajara mejor. Si obtenía buenas notas, los guardaba juntos al salir de clase, y les tenía un poco de envidia. 

 

 EL TRANVÍA 


 El tranvía es un transporte de dioses, para viajar en aire transparente y encendido. El tranvía es para el verano, para la felicidad, para la luz, para el optimismo. A veces me admira que los ingleses, con su clima llorón y negruzco, hayan sido capaces de inventario, y muy a menudo me inclino a sospechar que lo encontraron hecho, revolviendo en las ruinas de Grecia. El tranvía fué pensado para correr junto a las costas del Mediterráneo. Está pintado con alegría, a grandes rayas rojas y amarillas. Se anuncia con una gran campana. Se detiene y arranca el tintineo de otra campanita. Cuando corre, golpea y canta sobre sus rieles como un herrero joven. El tranvía es el único vehículo especialmente concebido para ir a la playa. Las plataformas son abiertas y sombreadas para que corra el fresco; los asientos de paja, como los sombreros de la estación. El motor con el cual se mueve trabaja en frío, sin quemar gasolina, sin hervir aceite, sin escapes de gas caliente. Cuando frena —obsérvese bien— lo hace echando arena sobre los rieles. Si en este país hubiera imaginación, los tranvías estarían dotados de grandes toldos de color vivo, para abrirse a modo de aleros sobre los costados, los guardas venderían refrescos a ‘os pasajeros y estarían uniformados con lentes negros y traje de baño con galones, y cada vagón tendría su pequeña orquesta de música popular (extranjera para no menguar la alegría). Si en este país hubiera sentido, los tranvías serían puestos a funcionar el  ocho de diciembre, al inaugurar las playas, y se guardarían a fines de marzo, cuando empieza el otoño. Podría haber tranvías con ducha y sección toallas y calesitas para niños. El conductor podría cantar a los cuatro vientos, y saludar a los amigos, y contar chistes a quienes quisieran reírse con él. Sobre el techo se escribirían avisos con grandes letras recomendando no estar tristes, no enfermarse del hígado, ni asustar a la gente.  Disfrazado con un pijama de madera, el tranvía es en realidad un. cíclope joven, tan retozón y alegre que tuvieron que sujetarlo con el troley para que no echara a correr demasiado, y sobre todo, para evitar que se subiera a la vereda y entrara a vichar en los zaguanes; cuando se descarrila, el pícaro se arrepiente de sus locuras laterales y por eso se queda tan quieto y tan apagado. Cosa extraña: el ojo único de este pichón ciclópeo en vez de mirar parece estar silbando. Es tan joven el tranvía, tan alegre y despreocupado, que ni siquiera es fatalista.  Ni sospecha que tiene escrito su destino. Por eso, cuando en el punto terminal del recorrido, el conductor hace girar la manivela del cartel, como si estuviera dando cine, y por la frente del tranvía desfilan sus únicas posibilidades: Aduana, Pocitos, Unión, Parque Rodó, el inocente cree que está considerando libremente su futuro, supone que cambia de idea según su gusto y conveniencia. Esta candidez es una lección para todos. También nosotros, si marcáramos en un gran mapa la línea de todos nuestros recorridos, en el momento de morir, tendríamos fatal y exactamente indicados el tamaño y la forma de nuestra prisión. Se podría comprobar entonces, que todos nuestros cambios de idea no nos apartaron ni un milímetro de esos carriles; y nada impediría sospechar que el original de ese gráfico era anterior a nuestro nacimiento. El tranvía, estoy seguro, no puede ver ni sentir sus propios rieles y, sin embargo, percibe nítidamente esa línea ineludible de nuestros pasos pasados y futuros; nos ve encarrilados a nosotros y cree que él, en la esquina que dobla, lo  hace porque quiere. Es lo que se llama ver la línea en el pie ajeno y no ver la vía en el propio. 

 

 

 

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FEBRERO 2010

LOS LIBROS DE JULIO VERNE 

Hubo, sí, libros de Julio Verne. Carecían esos hermosos relatos del joven norteamericano más inteligente. y mejor proporcionado que el lector, carecían de muertos vocacionales y de noches inolvidables; carecían de psicoanálisis, de salarios bajos y de recuerdos de infancia; y por así aliviarse del oeste, policías, inteligencia y justicia, por así prescindir de tantas cosas inexistentes, fueron llamados libros fantásticos (La literatura fantástica hace la crónica de  hechos increíbles que suceden en la realidad, mientras que el realismo sólo se ocupa de retratar hechos literarios). Julio Verne abusaba de nuestra inexperiencia infantil, siempre dispuesta a sorprenderse. Mediante su astucia, nos deslumbraba —por ejemplo— con un corto viaje en submarino; el capricho tonto de volar en globo llegaba a ser algo admirable; el más inocente avión a chorro le bastaba para tejer una historia rutilante, capaz de paralizarnos de asombro. El arte de Julio Verne. consistía en hacer sentir como imposibles, los objetos más caseros. Contada por él, la invención del radar ola del agua fría, nos hubiera maravillado; era un exagerado estupendo y por eso podía encantar las realidades más desabridas. Como el hebreo ladino que postuló la inexistencia de la Tierra para después describir sin miedo el milagro de su creación, así, borrando una verdad que rompe los ojos, Julio Verne fingía llegar trabajosamente a su invención  —que pérfidamente mostraba como imperfecta— para mejor encarnar en lo inventado su carácter de recién nacido.  Para arribar al paraguas, este francés retrospectivo hubiera demorado trescientas páginas interesantísimas, y en el último capítulo, al parir por fin el artefacto ansiado, nos hubiera ofrecido un gran hongo de goma negra para inflar a la salida del cine, que resultaba ser, evidentemente, el padre de todos los paraguas. 


 

LA LETRINA 


 Hubo, sí, en el romántico Montevideo de antes, letrinas tan malolientes y asquerosas, que parecían retretes del París actual — que en esta materia es existencialista desde hace muchos siglos. Era la letrina un recoveco vergonzoso y fétido, inmundo y necesario, tan húmedo y sombrío y saludable como el intestino grueso que todos poseemos y usamos en el más delicado secreto. Sólo al fondo, a la derecha, en algunos bares, se hallan todavía verdaderos  excusados a chorro, conservados como incensarios de tradición. Esto hace que sólo los jóvenes de hoy conozcan por propia experiencia el olor a que me refiero, mientras que para las jovencitas ha de ser todo esto un puro escándalo verbal y teórico. (A ellas, pues —gentilmente, como dicen en la radio— dedico estas líneas, con el dedo en la nariz.)  Los actuales cuartos de baño invitan a quedarse, tienen en sus redondeles de agua. sirenas que elogian la higiene, la gimnasia y la lectura; estos cuartos de ahora poseen el blanco brilloso, la pulcritud y la eficacia de las heladeras eléctricas (dan ganas de guardar la sopa en la pileta) en cambio, en una letrina rigurosa, la corta estada del apurado, se limitaba a la caída del desahogo, y el sujeto volvía a la vida con toda rapidez, ávido de aire. Es tan cierto que los modernos baños poseen sirenas embelesantes, que las modernas confiterías, los modernos edificios de apartamentos, y la moderna vajilla, se inspiran en sus formas y colores, toman sus materiales, imitan sus artefactos, sus paredes, hasta su aire;  aunque ninguno de ellos ha conseguido ser tan acogedor y tan cómodo como un buen cuarto de baño. Las letrinas, en cambio, eran de una melancolía sorda, entre gris piedra y amarillenta, de color lloroso; tanto recordaban a un día de lluvia, que le ponían medio luto a la más feliz evacuación; chiquitas, antipáticas y agrias como suegras de ochenta años, eran esas letrinas, por sobre todo, mal educadas a más no poder: uno entraba necesitado, y eran incapaces de ofrecerle donde tomar asiento. Cuando en nuestros días se ven esos asfixiantes cuartuchos nauseabundos, parece imposible que los pálidos próceres ciudadanos que nos miran en los libros y museos, tan circunspectos desde sus cuadros, vestidos de frac o de uniforme, se hayan doblado allí, haciendo equilibrio, con los pantalones en la mano, sumergidos en sus propios malos olores. Y es cuando se imaginan estas cosas, que no puede contenerse una creciente admiración por los guerreros de la independencia que largaban sus pedos con alegría, en campo abierto. Con razón  Artigas contó en todos los casos con la gente de afuera, y desconfió permanentemente de esos resentidos y emporcados montevideanos, que debían padecer una tal humillación diaria! 
 El piano de cola estaba en la sala sin hacer peso sobre sus patas finas, en vilo, sumergido entre dos aguas de aire azulino y transparente. Sombreado por las celosías, enfriado por los espejos, el piano de cola extendía como una gruesa mancha de cristal negro, las curvas horizontales de su madera sensitiva; y todo en esa habitación desierta era sentimental, exquisito, penumbroso. El piano fué hecho para apoyar firmemente su caja contra el suelo, pero cuando el romanticismo puso la realidad en puntas de pie, el piano, por su parte, con un solo y largo suspiro chopiniano, se levantó hasta quedar suspendido en cl aire, como flotando. Y todo en la sala estaba así, como desmayado, irreal y pendiente de un suspiro: los altos pedestales dorados, los temblorosos caireles de la lámpara, los retratos evanescentes sobre los muros. La letrina, en cambio, era un apretado nudo de realidad poderosa. Podían hundirla en lo más secreto de la casa, podían emparedarla en un cuadrado mínimo, podían encarcelarla tras una gruesa puerta enrejada, pero su fuerza vital soportaba victoriosamente estas flagelaciones. La letrina era irreductible como un instinto. El piano de coja se envolvía en la tela deliciosa de su música hasta desaparecer, las sillas de oro y Cl sofá francés se escondían en la monacal blancura de las fundas, el espejo protegía su pureza como una desposada, vistiendo tules blancos. La sala entera, meditabunda y crepuscular, aspiraba al sueño; era la ilusión. En cambio, la letrina llamaba a la vigilia, batía fuertemente a duros martillazos de verdad, golpeaba sobre hombres y mujeres con los agrios aldabonazos de la carne. En aquel tiempo llegó a pervertirse de tal manera la humanidad, que la cintura estrecha de las mujeres y la levita entallada de los hombres, pugnaban por dividir los campos. Aquellas gentes pretendían salvar el torso —corazón y sueños— y se debatían como náufragos en el mar, pataleando desesperadamente, tratando de escapar al abismo de abajo que amenazaba tragárselos. El misterio volaba, en esa época, tocaba las nubes y las estrellas y reposaba recién en las más lejanas regiones; lo inefable se buscaba contra el techo de los párpados, con los ojos entrecerrados. Y mientras tanto, todo el mundo se apretaba la cintura para contener el hervor de las tinieblas, para no ver los resplandores del miedo y del mal olor, que subían por todo el cuerpo desde las propias cloacas. La humanidad, entonces, se salvó en la letrina. Y llegó con el tiempo el día en que alguien se miró los pies y después apreció sus piernas, y aceptó, por fin, su vientre lleno de entrañas, como algo propio, y reconoció legalmente el tenebroso pubis donde mucho después el misionero Freud se abriera camino a machetazos. Se aceptó, por lógica consecuencia, el cuarto de baño de porcelana, y la letrina perdió su resentimiento, se hizo tratable, La casa se alivió de ese complejo y, consiguientemente, dejó de sublimar la sala para transformarla en un cuarto de estar, iluminado, real, cotidiano, y, por consiguiente, insignificante. 

 

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enero 2010

LAS CRIADITAS
Por. Carlos Maggi
 


Las criaditas eran unas chiquilinas asustadas, casi siempre traídas del interior, que no hablaban, que no sabían mirar, que llegaban sin ropa para ponerse, y resignadas a servir a los demás en todo; tenían, al colocarse, muy pocos años: entre siete y once, por lo regular; eran feas y flacas, con la cara chata, de relieves gruesos y la piel retostada y áspera; unos ojos chicos inexpresivos, el pelito corto y peinado con agua, arreglado en dos trencitas como  colas de ratón. Eran unas muchachitas pasmadas, muertas de vergüenza, que al principio no se animaban a comer, pero que de golpe se echaban a devorar, hasta dar lástima. Las criaditas tenían una familia de muchos hermanos con una madre muy fea que usaba pañuelo en la cabeza, y un padre que era tomador, soldado o desconocido; la familia, siempre, estaba en la miseria. Estar en la miseria consistía en vivir todos metidos en una casucha de lata o un rancho chico, en cuyo interior los colores eran oscuros
 —negro, pardo, castaño; opacos como tierra— y donde había un olor agrio a comida vieja. De la miseria no se podía salir, no había esperanza en eso.
 Lo más extraño de las criaditas era que no sufrían. A ellas no les importaba estar lejos de su madre y no ver a sus hermanos, ni jugar con ellos. No les importaba comer en la cocina, solas, ni tampoco quedarse sentadas en un banquito en el patio del fondo, la tarde entera, mientras llovía. No les importaba dormir en un catre en el altillo de la casa. Tal vez no querían a nadie y no se angustiaban imaginando, muertos, al padre o la madre, ni necesitaban nada para divertirse, ni jamás tenían miedo al despertarse de noche en su piecita, solas y desamparadas. A lo mejor, algunas veces, Lloraban un poco en seguida de acostarse, cuando aún se está sin sueño y todo es tan triste y tan inútil. Pero eso no se notaba nunca. Algunas salían malas y trataban de robar una naranja o un trago de licor de huevo, como nosotros robábamos dulce de tomate a la hora de la siesta. Recuerdo que hubo una, la peor de todas, que mordisqueó un bife, que después, a la hora de la cena, apareció en  mesa con una dentellada asquerosa y acusadora. Se llamaba Violeta, pero mi madre le decía María.  A todas las criaditas, mi madre les hacía vestidos con vestidos de mi hermana, con vestidos de ella o con viejas colchas de cama. Para el cumpleaños se les regalaba una carterita o un par de zapatos. Cuando iban a visitar a su familia, se las mandaba con todo nuevo, y el pelo cortado y con cinco o siete o diez quilos más.  Me imagino la alegría de la madre 
 al ver a esta hija tan bien colocada, con su buena cama en el altillo, y su comida rica mandada a la cocina, con gente que la trataba tan bien. Me imagino el respeto de los hermanos por la visitante, toda planchada y hasta con ropa interior, y que había ido al cine. Estoy seguro que nunca se comentaba en esas visitas, si era feo o no sentirse solo; estoy seguro que no, porque a ellas les hubiera dado vergüenza ser tan desagradecidas con nosotros que las tratábamos como a hijas. A lo mejor se quejarían un poco, sin insistir, sobre lo aburrido que es acarrear mate o hacer camas o ir a los mandados, pero eran demasiado inocentes, ellas y los hermanos y la madre lavandera, para pensar otras cosas. Para salir con mi madre, la criadita se ponía un impecable delantal almidonado, que a mí me preocupaba. Nunca pude saber, por qué aquel delantal me resultaba tan triste; era igual a los de mi hermana y muy Parecido a los míos, sólo que nosotros lo usábamos para ir a la escuela y no para pasear. Y sin embargo...
 Otra cosa triste —lo recuerdo bien— 
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 era ver a María —una muchachita de once años— parada junto a la puerta de casa. Como era traviesa no la dejaban salir con amigas a dar vueltas manzana, y ella se estaba las horas paradita, junto al umbral, como en penitencia. Cuando, a veces, con mi hermana y otros chiquilines, la emprendíamos a pedradas contra un gato, la criadita no se animaba a participar. En realidad  —aunque era de nuestra edad— a mí me hubiera parecido muy mal que ella también interviniera; se lo hubiera contado a mamá.
 Un día María nos dijo: ¿saben que me voy a conseguir un anillo? Todo de lata dorarla, lindísima, y con un vidrio verde precioso. Para fin de año me lo va a comprar mi mamá.
 —Es de los que vienen en les tarros de café —cortó mi hermana.
 Pero ella repitió entusiasmada: a mí me lo va a regalar mi mama.
 Cuando ahora, en casa de mi madre, encuentro los jarrones llenos de grandes flores arregladas en manojos, sé que alguna criadita —hecha mujer— estuvo a visitarla. Se sientan en el hall —muy vestidas y pintadas—  y hablan  de su vida, y preguntan por todos nosotros, y recuerdan aquel día y aquel otro en que pasaron cosas tan graciosas, cuando eran chicas. Comentan sobre sí mismas como si fueran otras, llenas de superioridad. Ni ellas mismas se sienten las iguales de aquellas criaditas. Ha de ser por esto que las recuerdo como los seres más solos, más abandonados, más huérfanos de verdadera compañía humana.

 

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diciembre 2009

EL EMPEDRADO 
Por. Carlos Maggi


 El empedrado era el sarpu1lido de la calle y, en una época, le brotó a Montevideo como sarampión. Había callecitas hechas con piedra en cuña, donde siempre se veían chiquilines corriendo, escarbando, negros de jugar con tierra. Había calles adoquinadas —donde cada piedra era igual a una brillante y pulida calva venerable
 —que parecían la salida de un teatro picaresco vista de un primer piso. Había, por fin, avenidas cuyas piedras se  traían de Europa y se colocaban pomposamente en semicírculos; de estas yo no me enteré hasta ser grande, cuando ya no podía aprender nada. El empedrado era la vida de la calle. Sobre él la jardinera del panadero repiqueteaba como un timbre de alegría. Pasaban los percherones, siempre pensando en otra cosa, y pisaban fuego y hacían estallar chispas doradas. Todos nosotros conocíamos cada una de las piedras de la cuadra y cada uno poseía sus minas, sus piedras flojas, bajo las cuales guardar tuercas, ratones muertos, alambres y otros objetos preciosos.
 Hecha con elementos puros —piedra y tierra— la calle seguía siendo parte de la vida. Era órgano de un conjunto mayor, y respondía armónicamente a los grandes acontecimientos. Después de una lluvia resplandecía de limpieza. Cobraba un brillo entero y saludable, se cubría de ríos, canales  y lagunas, y los conservaba todo el largo tiempo de las incansables navegaciones de papel. En el verano se hacía sitio entre las piedras un pastito corto y verde, que subía corno espuma apretada. En cualquier momento, estudiando las franjas de tierra en torno a las piedras, se podía atrapar algún bichito
 —un sanantonio, un grillo, un gusano bolita— que servía indistintamente para ser guardado en una caja o para amenazar a una hermana.
 El hormigón es un empedrado planchado al almidón; es un estirado, muy pulido en su manera de ser, pero más insensible que una madre ajena. Salvo el alquitrán con que se separan los paños (que se puede mascar con gusto) no tiene nada que valga recordase. Y del asfalto no hablemos, porque es un negro pegajoso y aburrido, sin una sola ocurrencia. Nada me recuerda tanto a un maitre de hotel, como estas calles inhumanas.
 El hormigón y el asfalto están siempre de pechera dura, vestidos con los colores de la etiqueta aristocrática o de la servidumbre: blanco y negro, que son los colores previos a la imaginación. El empedrado era algo de uno, se vivía cerca de él, formaba parte de la casa. El empedrado era tierno y doméstico, era como si las madres hubieran comprado un gran choclo y lo hubieran tendido entre las casas, para que los chiquilines jugáramos sobre él sin lastimarnos. Estaba lleno de matices, de encantos y recovecos; estaba lleno de afecto y simpatía. Los hormigones, en cambio tienen corazón de piedra y cara de tamango. 

 

 EL DIENTE DE ORO 


 Hubo, sí. dientes de oro.
 Establecido el capitalismo, cuando se inició la lucha de fondo por el dinero, el diente de oro, apartando la delicada cortina de dientes naturales, hizo su aparición en el escenario de la boca, como si entrara a cantar el aria principal. Por ese entonces, el diente de oro fué el más pudiente. Desesperado, con gula, intentando torpemente poseer la riqueza, el hombre se llevaba el oro a la boca, quería devorarlo (cuando era el oro, justamente, el que lo sumía en la pobreza); víctimas de este espejismo, muchos judíos murieron de hambre y con la dentadura tachonada de metal precioso. como otros delirantes murieron de sed en el desierto, después de haber bebido ávidamente puñados de arena.  El capitalista condecoraba su sonrisa con un afiche de oro, pisaba el pan de cada día sobre ese mortero de oro, clavaba en su carne un asta donde enarbolar la enseña del oro, hacía que su lengua, en oleaje incesante, lamiera sin pausa el oro de su fantástico diente postizo. Era el tiempo de la fiebre amarilla; el verbo orar significaba hacer oro. Frente a un diente desbocado debía cumplirse con la consigna: a diente que huye puente de oro, y quienes no conseguían trozos de metal dorado, quienes no se pertrechaban de coronas y capullos amarillos con qué -tapar sus troneras, quienes no se armaban de oro hasta los dientes, caían en desgracia. Una boca de brocal liso, como de aljibe, era deshonrosa; en cambio, una doble bocanada de oro al sonreír, daba encanto y elegancia. En cada tumba de encía, sobre la fosa de los caídos, debía erigirse —a la manera de las antiguas civilizaciones— una estatua de oro en tamaño natural, recuerdo funerario al diente prematuramente arrancado de entre los suyos. Las bocas conmemorativas que resultaron de tales ritos pueden estudiarse en las calaveras de época, aunque esos cementerios bucales carecen de todo valor artístico, achatados por el naturalismo ramplón del momento, que impidió la creación de dientes abstractos, irreales e incomprensibles. 

 

 

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noviembre 2009

EL AGUATERO 

 Hubo, sí, aguateros. Y hubo canillas a seis cuadras de casa, de esas que gotean en una esquina hasta hacer crecer, en pleno verano, un hermoso 1amparón verde junto a la vereda. Hubo también latas y damajuanas que tenían la jerarquía de estar siempre limpias como copas. El aguatero era un vehículo compuesto de tres partes, a saber: caballo, cuerpo y tonel con ruedas. El caballo era un puñado de lástima, con sus respectivas orejas vivísimas y algunas crines, aunque algo descolado por atrás; tenía cuatro vasos, que eran pura propaganda y que el cruzar por los barrios pobres provocaban calambres de sed. El cuerpo, o aguatero propiamente dicho, era un cristiano tostado, munido de sombrero blanco, de playa. Y el tonel con ruedas, el barrilito rodante y bamboleante, que chorreaba agua dulce y fresca, era la síntesis de nuestros deseos, era la única cruza que he visto en mi vida, de juguete casero con durazno jugoso. El pardito, con su sombrero blanco deshilachado, iba allá arriba, sobre la punta del barril, conduciendo sin hacer liada al de las orejas chúcaras. Cuando se detenía, nos acercábamos como intentando participar de su prestigio; se le veía siempre más alto que todos, a contra-cielo sobre el tonel, estampado en las nubes o recortado en el azul liso. Supongo que por estas cosas. yo le había concedido, sin decírmelo, una cierta condición de ángel pobre, encargado de repartir a ras de tierra, un cacho de lluvia. En aquel barrio sin árboles, el agua poseía una alegría buena, que recordaba la callada y amorosa pureza con que se hacen los ángeles. 
 La te de aguatero viene de tonel. Y de esta misma manera la ce de aguacero viene de cielo. De esto se deduce que el aguatero tenía un barril en vez de paraíso, o sea que era un Diógenes al revés, que vivía en un cielo, y que rogaba a todos que no le quitasen el pedazo de tonel que podía tener desde allí. Moralmente, esta actitud es superior; hay que ser mejor que un santo para estar en el paraíso y preocuparse por ver un barrilito. 


 LAS GUERRAS DE AQUÍ 


Hubo, sí, guerras de la independencia. Y siguió habiendo, mucho después, guerras civiles. Llegué a saberlo mirando las caras de aquellos viejos que las habían peleado. Eran caras firmes y apacibles, pero animadas con esa incontenible fortaleza interior que sólo tienen los mártires y los animales esculpidos. La piel se hacía lustrosa sobre los pómulos, aunque caía suelta bajo las  mejillas, haciendo alforzones. Era una piel machacada, oscurecida por el aire crudo y por las sales del sudor, quemada por el resplandor del coraje. Era una piel finísima —pulida y sobada como un guante viejo— que parecía haberse desgastado hasta quedar transparente; en los sitios donde se estiraba dejaba traslucir, de su color tostado, el blanco inocente de la calavera. No hace mucho, todavía, un grupo de estos viejos venerables consiguió permiso para tomar mate y prosear de cosas, en un rincón del solemne Ateneo. En aquel salón académico, poblado de altos sillones, quedaban esos bárbaros como puñado de abrojos en un estuche de joyería. Escupían de tal manera, fumaban un tabaco tan activo, que el aire y la cera del salón eran incapaces de tolerar tales mortificaciones. En realidad, nada que no fuera el campo, podía absorber los ademanes naturales de esos viejos guerreros de patriada. Cada reunión dejaba un saldo de ruinas: yerba en la alfombra, puchos sin apagar, escupitajos todo alrededor, y  un olor horrible, como de pólvora quemada, que nunca se supo si provenía del tabaco negro o de las conversaciones. A veces, cuando estudio la historia de este país, y me maravillo comprobando tantos hechos hermosos, de puro sacrificio, recuerdo aquellos viejos rústicos que alcancé a ver, y me pregunto dónde llevarían escondida esa zona de inteligencia, de orgullo y de ternura, que los hizo sufrir a muerte por las cosas buenas.

A veces, sí, con la imagen de estos guerreros peludos —cara de bicho, piernas torcidas, frente de un dedo— me cuesta creer la verdadera historia de los orientales. Se me hace difícil imaginar cómo, estos santos analfabetos, podían olfatear en el aire el rastro de la libertad, cuya persecución nos cuesta actualmente tantas teorías. Nuestro país, como todos, fué hecho por los analfabetos. Un analfabeto era un ser macizo y bien cimentado, firme y compacto como esas rocas que emergen en la playa; como ellas, estaba unido a la masa entera del planeta y, por su intermedio, al equilibrio del universo todo.
 El analfabeto, que no sabía nada de nada, —el que no sabe es como el que no ve— creía ciegamente. También las piedras tienen esa fe y por eso jamás hacen titubear la ley que les da su peso. De igual manera, todas las verdades del analfabeto caían por su propia masa, se dirigían al centro mismo de la tierra y eran henchidas verdades de a puño, regidas por la gravedad. Los mayores analfabetos de este país se llamaron montoneros, y no gauchos, como se suele decir. El gaucho es uno, despegado, solo, individual; el montonero es parte de un mundo colectivo y viviente. Fué así como el montonero, porque creía en sí mismo, se unió con sus iguales mediante lazos de fe (federarse es ponerse bajo la fe de todos) y así fué como José Artigas, creyó en cada uno como en sí mismo.  

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octubre 2009

LA RESPETABILIDAD 
Por. Carlos Maggi


 La respetabilidad era una lenta destreza que permitía manejar en su registro más grave los gestos, las opiniones, el bastón, las posiciones del cuerpo y demás instrumentos sociales de la personalidad. El ejercicio de esa destreza era doblemente difícil porque —salvo contados recreos de cuarto de baño o alcoba— debía ser permanente. Cada uno de sus trucos debía realizarse cientos y cientos de veces a lo largo de cada día, sin permitirse un entre  acto, sin salirse jamás de tono. La respetabilidad era incesante. No se podía estar respetable, había que serlo sin pausa o dedicarse a otra cosa. Como la palabra lo dice, la respetabilidad consistía en la repetida habilidad de infundir respeto, por eso fueron pocos los hombres respetábiles o respetables, como también se les dijo.
 No bastaba la eficiencia momentánea, a ella debía sumarse el aguante indefinido. Cualquier respetable hubiera ganado el campeonato de resistencia en la escena, de haberse organizado un torneo teatral de esta índole; pero la competencia era imposible de antemano, porque la primera prueba hubiera abarcado el término completo de una larga vida; tal era la extraordinaria fortaleza moral y física de los respetables. Está comprobado, además, que todo respetable vivía, en cualquier caso, un número respetable de años. El respetable, desde muy joven, formaba una familia respetable, donde una señora absolutamente respetable, se preocupaba de acumular hijos respetuosos, engendrados con el debido respeto. En sentido estricto, la respetabilidad llegaba a su apogeo, cuando el jefe de familia salía a pasos lentos
 —su mujer del brazo y los niños muy vestiditos a su alrededor— y así pasaba saludando serio, con un majestuoso arco de sombrero y una pequeña inclinación de la cabeza.
 En todas las clases sociales hubo respetables y en todos los barrios y en todas las profesiones. Hubo abogados respetables, médicos, empleados, comerciantes, militares, jubilados y hasta intelectuales respetables se llegaron a ver. Todos vestidos con sobriedad e imponencia, el habla lenta y conceptuosa, la opinión solemne; todos con la cara seria, la frase ajena, la convicción completa de su importancia en el mundo. Los respetables fueron legión, —f ofa, inmortal y solemne legión— que al ser colada por la historia, no dejó nombres. Descartada la Academia de letras y los academiquitos que a ella aspiran, pocas son las cosas respetables que quedan en este país; hoy día, se mantienen el sombrero ministro, el busto de doña A. R. H. de J. C., algunos trozos de revestimiento, frisos deshechos  y columnas volteadas de la obra de Rodó y la triple biografía de Dámaso A. Larrañaga, que sigue siendo respetable al mismo tiempo en la Banda Oriental, en Buenos Aires y en los salones portugueses, según se enseña en la escuela. De aquella ceremoniosa multitud de respetables sobrevive apenas con imprecisa vaguedad, un mal olor no muy fuerte, el eco sordo de un chasquido, el borroso recuerdo de su pulpa blanduzca, en fin, la sensación de grandes floripondios insulsos y aguachentos, que se han deshecho lentamente, en camadas, hasta integrarse, sin dejar rastros, a la tierra misma, al polvo que pisamos. 

 

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setiembre 2009


LA CARPETA VERDE 
Por. Carlos Maggi

Hubo, sí, carpetas verdes como institución.
La carpeta verde es la prima decente de la verde carpeta. A la carpeta verde no le gusta estar entre hombres, ni aguanta copas, ni soporta naipes y fichas. La verde carpeta, en cambio, se despabila a la madrugada y es tan trasnochadora y degenerada, que le dicen verde tapete o carpeta de juego. Las carpetas verdes —las buenas— fueron verdes, color borra de vine, doradas, rojas y verdes en arabescos, y hasta azules. Las carpetas verdes jamás se definieron por su color. Se hallaban, por esencia, cubriendo la mesa del comedor y en todos los casos, desde hacía mucho tiempo; si alguien vió alguna sin estar aviejada, o en otra habitación, aunque la descripción y el nombre coincidan, no era una carpeta verde legítima. Como todos saben, alrededor de una legítima, la madre teje con unos anteojos que le hacen cara de hombre; el padre lee, hace palabras cruzadas o trabaja en una contabilidad y nosotros hacemos los deberes. La carpeta es felpuda; vista a los costados del cuaderno parece una alfombra y, con más imaginación o menos distancia, gramilla. Por sobre ella corre la tinta derramada, como si fuera mercurio, haciéndose bolitas, sin ser absorbida. Con esta experiencia, se aprende en la infancia que una cosa es el borrón y otra la mancha de tinta. Para que existiera la carpeta verde fué imprescindible Don José Batlle y Ordóñez, el inventor de la clase media. Los ricos y los pobres desconocen el uso de las carpetas verdes. Por esto es que las carpetas verdes pueden considerar-se banderas simbólicas de la pequeña burguesía o sea de los empleados públicos o sea de todos los uruguayos. Sobre la mesa del comedor, es decir, en el epicentro de las luchas de clase, la carpeta verde, especie de bandera almidonada y horizontal como una sábana, llegó a ser, por sus características Únicas, la síntesis de “cama y comida”, las dos conquistas por las cuales lucha el mundo moderno, que, como se ve, tiene alma de mucama. La carpeta verde, además, era el jardín donde descansábamos Fingiendo el agua quieta y transparente de un es-tanque, parecía reflejar, sin querer, la vida dé la casa. Para nosotros, que nunca tuvimos chimenea de leña, era lo que se llama el hogar. Era, en el patio chico de las reuniones familiares, un parral o una higuera rectangular y subyacente.
A la hora de la siesta, la carpeta verde descansaba en el silencio del comedor oscuro y su tacto de terciopelo daba apoyo a uña mano, mientras la otra viajaba hasta el centro de la mesa, a robar una manzana colorada.
De mañana temprano, se doblaba la carpeta sobre sí misma, para hacer sitio al despliegue del mantel, del pan y del café con leche; que después se supo, eran el desayuno. Una vez, la carpeta verde apareció con un agujero, redondo y pequeño como un centésimo, cuya causa siempre se ignoró, pero cuya realización me fué atribuida en virtud de otros méritos comprobados. Recuerdo que en esa ocasión, yo —que era inocente— no me atreví a exponer la verdad que conocía. Pero ahora lo escribo, para hacerme justicia. El tic tac del reloj cayendo años y años sobre el mismo lugar de la carpeta, la había perforado, como la gota de agua orada la piedra. Una noche, la carpeta verde se vió sitiada por un velorio, y tuvo que tolerar multitud de hombres alrededor y un sin fin de tacitas de café que quedaron frías hasta el día siguiente yen desorden, como un damero abandonado. Desde entonces quedó marcada sobre la arista, la quemadura de un cigarrillo. Yo imaginaba que por allí se había arrastrado un gusano caliente.

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agosto 2009

EL ALFILETERO 

Por. Carlos Maggi

 —Fue como Narciso; vivió infinitamente enamorado de sí mismo. Al borde del espejo miraba la belleza de su joven piel tirante y el esplendor de su color rojo fuego. Ensimismado en su propia hermosura dejó de sentir los aguijonazos del mundo. El universo tenía fin y principio en él mismo, en su presencia deslumbrante y perfecta. Flechado en cuerpo y alma, se consumió en su amor y ni los más incisivos dolores pudieron distraerlo del éxtasis en que lo sumía esa pasión inefable.
 —No. La explicación es otra. El alfiletero fue la suprema criatura de Dickens. Todos le clavaban agudas puntas y él abandonaba, sin un gemido, su cuerpo tierno ,a esos insensibles y perversos que le hundían los dardos crueles; pero sentía. Le daban tortura día y noche y él, inocente, se agazapaba de espanto, se hacía un encarnado ovillo de dolor para padecer en silencio. Fué, sobre aquella repisa del tocador, el bueno, el lacerado corazón de Cristo que nos enseñaba a sufrir, doliéndose dulcemente, sin protestar por la crueldad de las espinas. Fue un ejemplo de sacrificio, un héroe. 
 —¡Qué ingenuos! La verdad está bien lejos de tanta pureza. El alfiletero fue un homosexual, víctima de las peores desviaciones. Se vistió de mujer. Se engalanó con flores y con sedas, se re-llenó para tener curvas; se sentía un adorno exquisito; su aspiración era llegar a parecer un seno.
 Masoquista desenfrenado, buscaba la mano armada de un estilete, la requería, la conquistaba, para gozar el placer morboso de su herida. Cada tajo que  entraba en su carne maldita lo inundaba de placer. Fue un vicioso perdido que vivió agazapado, sí, hecho un ovillo, pero como la más inmunda alimaña, con los sentidos alerta para atrapar sus espantosos deleites de insano. Resulta inquietante imaginar esas tranquilas familias que dejaban convivir un alfiletero entre sus hijos inocentes. ¡Pensar que los hubo en las habitaciones de las más puras vírgenes!
 —Ninguno de ustedes tiene razón. El alfiletero fue como somos todos los seres de este mundo. Sufrió como cualquiera y gozó las migajas de alivio que siempre se pueden obtener en la vida; helas —como decía Schopenhauer siempre que hablaba francés. 
 Cada puñal que lo atravesaba, al mortificar su carne, venía a recordarle que estaba vivo. Es cierto que fue torturado a golpes de lanza y es cierto a la vez que ese dolor fue apurado por él como una secreta copa de placer, como una riqueza de vida. Es cierto: él nacía de sus heridas. Cierto es también que vivió agazapado, de humillación y de esperanza; pasó por el mundo como un centro de temblor y padeció el miedo y  la angustia y la pequeña alegría de vivir. Fue justamente, por todo eso, que dejó de ser un simple almohadón, un apoltronado relleno de estopa vana; por eso llegó a ser una criatura existente, un pequeño ser discutible. 

 

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julio 09

LOS CABALLOS 
Por. Carlos Maggi

 Montevideo fue un mundo de caballos. Vivió y durmió oyendo sonar sus cascos. Hubo deseos de tener un caballo, y envidia por no tenerlo, y éxitos por montar aquel inigualable, y dolor por haber perdido el más preciado. La tierra entera de esta ciudad estuvo marcada centímetro a centímetro con huellas de caballo, y hubo hombres que aprendieron a leerlas para conocer la historia de cada tránsito. Todas estas casas y todas estas calles se han hecho tapando rastros de caballos.
 Hubo caballos frente a la puerta, caballos trotando delante de los coches y caballos cruzando al galope. Hubo caballos robados, mancados, bichocos y regalados. Hubo zainos, árabes y trotadores. Hubo de sangre, petisos y enjaezados; ensillados, indomables, redomones y de guerra. Hubo caballos de caballería, de paseo y padrillos. Hubo caballos en la emboscada, en el casamiento y en el entierro. Hubo negros caballos galopando a los lejos, en la madrugada, y caballos desbocados que regresaban trayendo en el lomo vacío la noticia de la desgracia. Hubo caballos en casa, golpeando los cascos contra las piedras de la cochera, y los hubo en los paseos, donde iban lustrosos como recién estrenados. Hubo potrillos, yeguas, tropillas de un pelo y yuntas trotadoras. Hubo ferias como fiestas en grandes galpones o en los abiertos suburbios de la ciudad y hubo talabarterías de olor asombroso y fábricas de carros, negras y con fraguas, hondas como infiernos. Y hubo apaleadores, palafreneros y postillones. Hubo postas, diligencias y  cuarteadores. Hubo relinchos, tusas, castraciones. Hubo nervios, espumarajos, sangre en los ijares, resuello, fustas y rebenques. Hubo sudor empapando las leguas del camino, y pastoreo, y atados de ración verdes y frescos, levantados con una gran horquilla. Hubo el caballo caído entre las varas con los ojos horriblemente abiertos, como si ya no pudiera andar, y hubo el caballo muerto, ennegrecido y agujereado, tirado en el baldío. Hubo caballos en la mansión de dos pisos, y en la gran fábrica y en la casa de barrio, y en el estudio del señor abogado. Hubo caballos en la esquina de Sarandí, en la plaza Constitución, junto a la vereda, en el patio, en la caballeriza, frente al teatro Solís, y atados bajo los árboles en las quintas tranquilas. Hubo caballos disfrazados con flores de papel, aburriéndose en el corso. Hubo caballos desnudos, bañándose en la playa. Hubo rosillos, overos, malacaras, alazanes, doradillos, parejeros. Hubo Gualicho, Naranja, Juancito, Pampero, Señor. Hubo caprichosos, coscojeros, de mala idea y espantadizos.  Una noche encontré un caballo suelto. Era muy tarde y yo iba caminando por una vieja vereda de la Aguada, a pocas cuadras de la estación. La ciudad parecía abandonada en ese barrio, porque las callecitas que se abrían entre las grandes casas y barracas, estaban mal iluminadas y desiertas, y yacían bajo el silencio macizo con que reposa el sueño. De pronto, al dar vuelta una esquina, me vi frente al caballo blanco que se me acercaba lentamente, con la cabeza gacha. Me detuve un momento y el animal pasó por mi lado al paso, haciendo sonar a hueco sus cascos sobre las losas de la vereda. Así lo vi alejarse durante toda una cuadra, y luego perderse entre las sombras de los plátanos. Era un viejo matungo, acabado, curtido por las cicatrices, cansado para siempre. Todavía, después de un rato, detenido aún, seguía yo escuchando sus pasos lentos y sonoros, cada vez más alejados, casi en el fin de la calle. Aquel caballo perdido en la ciudad  buscaba sin apuro y ya sin esperanza, su sitio donde ser caballo.
 Vagaba desde hacía mucho y salía todas las noches desde años y años por las dormidas calles solitarias y penumbrosas con el deseo triste de hallar su propio lugar. Pero ese caballo sobraba en Montevideo, ya no había atención posible para él, ni amo, ni comida, ni cosas que pudiera hacer. En Montevideo, ya no había caballos; sólo aquél olvidado, se esforzaba por sobrevivir.  Hubo, sí, caballos caballos.
 Mas de ese mundo vivo sólo nos queda una etimología: el caballo de fuerza, llamado también —con mayor justicia— H.P.
 Intocable, inasible, jamás visto, apenas imaginado, el H. P. sólo puede enjaularse en el laberinto articulado de un motor; es un atadito de proporciones —compatriota de teoremas, logaritmos y binomios— que anima el acero con un soplo de dios. El H. P. es un caballo puro, pensado, y pensar puramente una cosa es matarla; por eso todas las máquinas se mueven masticando cadáveres de caballo. El H. P. es un caballo sin caballo, es un hueco mortal, que empuja en vez de doler. El caballo de fuerza es la mera esencia del caballo, no está sujeto a la carne, ni a las ansias y por estar así liberado, resulta perfecto, despreciable, inmortal; es tan maravilloso, tan adelantado, tan del otro mundo, que nos deja solos de este lado de la metafísica. Para el caballo de fuerza, el hombre es un viviente, un miserable, en fin, apenas existe. El, en cambio, está a la diestra del Señor; puede ser su amigo, escuchar su voz, sentir su mano; por eso jamás podrá ser nuestro compañero. Si el hombre alcanzara la lógica absoluta, la eficacia exacta de Dios o de los caballos de fuerza, nuestro mundo se vaciaría de un golpe, se haría cristal sin peso, recuerdo olvidado, historia sin hechos, en una palabra: poesía pura, burbuja de nada. ¿ No sería triste, en ese entonces, hallar un viejo retrasado, vagando en la noche desierta, en busca de un lugar donde ser hombre? ¿ No sería amargo, en ese instante perfecto y eterno, hallar a un pobre viejo, portador del último pedazo de esperanza? 

 

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junio 09

EL CALZONCILLO LARGO 
Por. Carlos Maggi

 Hubo, sí, calzoncillos largos como institución.
 Al calzoncillo largo lo hicieron grande; bobo se hizo solo.
 Carente de imaginación, jamás fue capaz de arriesgar unas rayas, y muchos menos un cuadriculado y menos todavía un estampado o algunas pintas. Nunca se preocupó por arreglarse, por atraer. Por zonzo fue modesto y ahí se estuvo años y años, sin darse a conocer, trabajando en la sombra, siempre en segundo plano, colmada su ambición con el puesto de auxiliar segundo, estancado y tranquilo en esa vergonzosa suplencia del pantalón. Tan torpe fue, que sin que él se enterara, el mundo comenzó a apurarse arriba suyo. Y un buen día, un día malo, tuvo que dejarle paso a una tromba de ágiles calzoncillos en forma de pantalón de fútbol o de slip de natación o de taparrabos salvaje. ¿ Qué podía hacer este bobo bueno frente a tales locos? Derrotado, corrido, se refugió como pudo en unos cuantos viejos riveristas, friolentos, y en muchos niños, que le cambiaron el nombre y que sin mala intención lo degradaron del todo llamándolo pelele. El siempre había tenido una cierta mísera condición de títere, pero al acercarse a los niños y al oírse nombrar así, se sintió achicado. Cierto es también que él había sido siempre el payaso de la ropa blanca, el que daba cómicas zapatetas en el aire, cuando todos tomaban sol, tendidos en la cuerda. Pero de ahí a ser un pelele. Como era un perfecto idiota, pudo morir como un héroe, en silencio. Lo liquidó la mayor plaga del siglo: la higiene y el deporte. (Por ellos se muere hoy en perfecto estado de salud, crimen que jamás se había presenciado.)  Es un caso verdaderamente triste el del calzoncillo largo. A mí me apena. Pero él no era un ser de este mundo, tenía algo de irreal, tenía cara de morir joven. Pálido, desgarbado, parecía el fantasma de un pantalón y, sin embargo, era nada menos que una camiseta caminando de manos. Los trapecistas saben esta verdad dolorosa y por eso se visten con lo que disimuladamente llaman malla y que es, en el fondo, un calzoncillo doble largo, arriba y abajo. Porque los trapecistas son como críticos cojos: no tienen pies ni cabeza; los trapecistas sólo tienen manos todo alrededor y necesitan indefectiblemente camiseta en ambos extremos. E interesa destacar esto porque el destino de ambas razas —calzoncillo y camiseta— fue tan cruelmente dispar, que llega a ser sublevante, cuando se lo comprueba.
 Ella siempre se sintió más arriba, superior, al calzoncillo largo. Veleidosa y coqueta, al oír el jazz y los automóviles, se puso colores, se hizo moderna, mostró los brazos, bajó el escote y apadrinada por los asesinos del calzoncillo largo, por el deporte y por la higiene, triunfó en todos los campos. Se sacudió de encima la opresión del saco y de la camisa, pasó a ser el ídolo de las multitudes y se vió levantada a la gloria. ¿ Qué no daría cualquier oriental moderno por la camiseta celeste?
 Ella, la mala y engañadora, se hizo la amante de los fuertes y de los hábiles, la preferida de los mejores, que proclamaron con orgullo su amor a la camiseta como la más alta virtud. Ella, la canalla, perdió su alma de franela, para conservar el cuerpo donde ponerse. La historia es triste, viejo y largo calzoncillo, y el tiempo castiga como un dolor. Se acabaron aquellos orientales que tenían frío en las piernas y andaban a campo abierto con el torso desnudo; se acabaron los que tenían fuego en el pecho y reuma por allá abajo. Todo está por el suelo, calzoncillo largo. En la ciudad te dejaron para pelele y en el campo, donde todavía te conocen un poco, ni se acuerdan de tu padre ilustre, el calzoncillo cribado. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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