La Ciudad Vieja de Montevideo era muy diferente antes que el trazado de la Rambla Sur la privara de pintorescas callecitas y rincones cargados de historia. La zona del “Bajo”, considerada en la época como suburbio en vista de su aire arrabalero propio del lenguaje tanguero que nacía, en realidad estaba ubicada a escasas tres cuadras de la calle Sarandí y muy cerca de las céntricas plazas Matriz e Independencia. El denominado “Bajo” partía de los fondos del Mercado Central en dirección al oeste, bordeando la costa del Río de la Plata que se protegía de la violencia del pampero por paredones de piedra, llamados popularmente “la muralla”. La letra del tango Adiós mi barrio, de Víctor Soliño, lo inmortalizó en el sentir de la gente ante la desaparición de sus callecitas de sentir entrañable. La calle Santa Teresa, paralela a Reconquista, fue demolida totalmente y las de Yerbal, Brecha y Camacuá, cortadas en su extensión.
Con la construcción de la nueva Rambla se fue toda una época. Se borraron calles anodinas de día pero que cobraban nueva vida con la llegada de la noche, cuando las sombras cómplices daban paso a su transformación en zona “roja”. Y las prostitutas se asomaban a los zaguanes para mostrar la mercancía e invitar provocativamente a los paseantes que cumplían la recorrida antes de decidirse por alguna.
En el entorno se levantaba el Templo Inglés, señorial edificio en su antigua ubicación de espaldas al mar y con la puerta del frente orientado a la calle Yerbal. Con el trazado de la Rambla, obra monumental que permitió a Montevideo un dialogo con la costa y le dio un perfil propio seguramente envidiado por otras ciudades de mayor porte, el templo hubo de ser trasladado unos metros y cambiada su orientación: hoy da de espaldas a la ciudad y mira de frente hacia el horizonte del mar.
A pocos metros, en pleno corazón del “Bajo”, una cuadra más arriba del templo como lo atestiguan fotos antiguas que obran en mi archivo, abría su angosto portón y estrechas ventanas el CAFÉ SOUTHAMPTON, uno de los más peculiares con que conto la ciudad, con frente a la calle Camacua, sin numero. Mas que café podríamos catalogarlo de peringundín, para proseguir con el lenguaje tanguero, dueño de un tipo de clientela y una clase de bebidas muy especial. Pese a la búsqueda no he podido dar con su fecha de apertura, aunque puedo datarla de fines del siglo XIX. En cuanto a su nombre, de prosapia inglesa por tratarse de un famoso puerto del sur de Inglaterra, seguramente lo debe a su vecindad con el Templo Inglés. Sus dueños, desde 1910 en adelante, lo fueron los señores Boggia y Elizabehere, de fausta memoria y atención permanente tras del mostrador.
El Hachero (Julio César Puppo), el cronista de la zona, en un artículo de los recopilados en “Ese mundo del Bajo”, lo describe con pluma magistral: “En el Southampton todo es oscuro. Lo son los hombres y las paredes mal alumbradas por una lamparilla grasienta y lo es el piso de tablas anchas y flojas que crujen al pisarlas. Negros son los rostros de los negros y de los carboneros que se adivinan más que se ven en los rincones. En realidad no son rostros, son ojos no más, que brillan en la penumbra con relumbrones felinos”.
Su descripción revela que no solo lo habrá mirado de reojo sino que seguramente haya entrado a tomarse alguna que otra copa, atracción que despiertan los antros, aunque más no sea para conocerlos, máxime tratándose de un hombre de la noche y tan conocedor de los lugares como lo fue el genial periodista.
La principal clientela del café eran los negros, habituales en los alrededores del Mercado y frecuentes en el mundo del malandrinaje que propiciaba el juego y controlaba la prostitución. También eran clientes los carboneros, siempre tiznados de negro por el carbón de coke que acarreaban en forma permanente, esforzados obreros de la pala que cargaban y descargaban el material que se utilizaba como combustible para usinas, locomotoras, vapores, etc. en una etapa previa al reinado del petróleo.
El café Southampton era famoso por la bebida que servía, importada directamente de La Habana dado el frecuente comercio con la isla de Cuba. Se trataba de caña de la mejor, de las acreditadas marcas “Infierno” y “San Juan”, tan puras al paladar que no podía agregárseles agua sin que perdieran el “cordón”, es decir, los finos globitos que se formaban garantizando su contenido auténtico, al decir de los conocedores. El precio de 0,25 centésimos el litro, no era tan bajo como pudiera parecer, pero en general era aceptado por los parroquianos como prueba de que lo que vale cuesta. Y lo bueno siempre hay que pagarlo, aunque se sirvieran sustitutos de calidad inferior para los que optaran por un precio más bajo. O pedirlo de fiado si se tenían las agallas suficientes.
A principios de la década del 30, el local fue demolido. Había que dar paso al futuro, a la “piqueta fatal del progreso”. En realidad es la historia repetida de siempre, en que el progreso cobra un precio muy alto por borrar de un plumazo muchos rincones y edificios significativos de las ciudades para dar lugar a otros nuevos. Respecto de los cafés en cierto modo pasa lo mismo hoy, comienzos del siglo XXI, en que los nuevos tiempos hacen desaparecer algunos de los pocos cafés tradicionales que aun quedan, como el Micho, al que ya nos referimos o el Café Metro, del que nos ocuparemos en el próximo capitulo.
Estimados lectores, si alguno de ustedes conoce alguna anécdota sobre los viejos cafés montevideanos, no deje de comunicarse con nosotros en el jvarese@st.com.uy
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