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MONTEVIDEO ANTIGUO
por. Isidoro de María

 
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Montevideo ¿se habrá llamado Montevideo?


No es imposible que todos estemos equivocados cuando afirmamos que la capital de nuestro país es Montevideo. Acaso sea, más bien, “Montem Video”, las dos palabras separadas y con acentos en la “o” y en la “i”: móntem vídeo, por chocante que nos resulte hoy esta grafía, después de 299 años de pronunciar el nombre de nuestra ciudad de la manera que nos es familiar. Todos sabemos cuánto se ha discutido el origen del curioso término “Montevideo”, y cómo se han propuesto diferentes hipótesis, ninguna concluyente a esta altura, ninguna demasiado convincente a decir verdad. La que postula el nombre “Montem Video” apareció en un libro de Carlos Travieso, publicado en 1923, y es sin duda de las más peregrinas, pues se sustenta en una argumentación que parece harto rebuscada, como enseguida se verá; pero no estará demás repasarla, entre otras razones porque su autor revisa e intenta refutar algunas propuestas anteriores, con lo cual nos acercamos a una visión de conjunto de lo que ha sido esta antigua y bastante infructuosa polémica acerca de cómo hemos sido bautizados y por qué. Es sabido que la tradición más arraigada acerca del origen de la palabra “Montevideo” la hace provenir de una exclamación que habría lanzado el vigía que venía trepado en el palo mayor de la nave de Magallanes, al divisar nuestro Cerro. ¿Pero qué habría gritado, exactamente? Aquí mismo, en el grito, se centran las primeras observaciones que formula Carlos Travieso. Para los más, el grito del vigía debe de haber sido: “¡Monte vide eu!”, queriendo decir, claro está, “veo un monte”: y de “Monte vide eu” habría derivado, en traslación casi literal, “Montevideo”. Sin embargo, Travieso hace notar algunos aspectos idiomáticos de la frase lanzada por el vigía. La expedición de Magallanes –alega– traía en su tripulación a numerosos portugueses y gallegos; y las palabras “monte” y “eu” son indistintamente gallegas o portuguesas. Pero no ocurre lo mismo con el verbo “vide” en la forma que está inserto en la frase. En efecto, la traducción literal de “monte vide eu” tendría que ser “monte ve yo” o “monte mira yo”, o aún “monte véase yo”, expresiones éstas que es imposible suponer que las dijera un marinero portugués o gallego. ¿Y si el vigía, en cambio, fuese de origen castellano, ya que en una expedición tan nutrida venía gente de diferentes procedencias hispánicas? Imposible, vuelve a señalar Travieso: ningún vigía de habla castellana gritaría “monte veo” o “monte vi”, o “monte vide” (en castellano antiguo). Lo natural es que hubiera exclamado “veo un monte”, o “vi un monte”, o en todo caso “he visto un monte”; pero de ninguna de esas expresiones surgiría con naturalidad la palabra “Montevideo” por más que la forcemos. Desechadas estas hipótesis, Travieso se lanza a exponer la suya propia, que nos depara unas cuantas sorpresas: la primera, que la palabra “Montevideo” no provendría, según él, de ninguna de las lenguas ibéricas, sino del latín; y la pretensión no parece demasiado descabellada si pensamos que “veo un monte” se diría en latín exactamente “montem video”; y de ahí a nuestro nombre no hay más que... una “m” sobrante. En algún momento –reconoce Travieso– se manejó una variante muy próxima, y la expuso nada menos que un testigo presencial, lo que parece darle una fuerza irrefutable. Fue sostenida por Francisco Albo, integrante de la expedición de Magallanes, en su “Diario de Viaje”. Según él, lo que exclamó el vigía fue “Montem vidi” (y no habla para nada de “montem video”). Pero –retruca Travieso– para aceptar “Montem vidi” habría que suponer que el vigía lo dijo en tiempo pasado: “Yo vi un monte”, o “yo he visto un monte”, lo que no parece lógico si lo estaba viendo en ese mismo momento. De modo que lo recto, lo natural, es que haya exclamado “yo veo un monte”, es decir “montem video”. De todos modos, en esta argumentación de Travieso queda el rabo por desollar: ¿cómo podemos suponer que un simple vigía de la expedición de Magallanes, casi seguramente un marinero sin mayor ilustración, iba a lanzar aquella expresión en latín, y no en su lengua habitual, ya fuera castellano, portugués o gallego? …

 

BAÑOS DE INMERSIÓN…EN LA MISMA AGUA


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El agua fue siempre un elemento de insegura obtención para el montevideano de la Colonia que, como es sabido, dependía en último grado de los pozos de la Aguada. Pocas eran las casas con aljibe, y no siempre el aljibe era generoso. Así, fueron frecuentes las restricciones y escaseces. No se sabe si por estas precariedades o por inconfeso desapego hacia la limpieza, la práctica del baño fue erradicada sin más de la temporada invernal; y en la veraniega, los baños se daban de vez en cuando, para no abusar. La bañera era por entonces un adminículo desconocido en nuestras casas. Se usaba en su lugar un gran tonel, una bordalesa, a la que se le suprimía una de las tapas. Cuando llegaba el gran día de la higienización de toda la familia – fecha que se convertía en una especie de feriado nacional -, los esclavos cargaban con la bordalesa al hombro y la colocaban en la caballeriza o en el galponcito que  siempre había en el fondo de las casas para guardar trastos viejos. Y después la llenaban con el agua extraída del aljibe, cuando lo había, o de la pipa comprada esa mañana al aguatero. Aquella festividad comenzaba después de la siesta. Primero eran los dueños de casa quienes se daban su buen baño de inmersión, sumergiéndose medio ligerito en el barril. Luego  los seguían los hijos, por riguroso orden de llegada al mundo. Demás decir que, vistas las dificultades ya anotadas en el aprovisionamiento de agua, no era cosa de desperdiciarla, de modo que toda la familia se sumergía en la misma…Y tanto era el afán de ahorro que, después, esa misma agua era utilizada por los esclavos para regar las plantas del jardín. Y si todavía sobraba, el remanente era llevado en latones hasta la vereda y se la desparramaba sobre la tierra de la calle, para impedir las polvaredas que el trote de un caballo  o un carruaje desaprensivo solían levantar, cuando no el viento. En aquellos tiempos tan obsesionados por el agua, los veleros que anclaban en nuestro puerto enviaban a algunos tripulantes en sus botes hasta un lugar próximo donde había pozos de agua dulce, cargando pipas y cuarterolas vacías para hacer provisión. Llamaron a ese lugar la Aguada, sin saber que lo bautizaban para siempre.

 

 

BANQUETES DE CUMPLEAÑOS


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Ninguna forma de festejo comparable, en los tiempos de antes, a una de aquellas comilonas a las que eran tan afectas las familias, por poco pudientes que fueran. En especial los cumpleaños, máxime si eran de uno de los dueños de casa, pretextaban un banquete opíparo, a lo largo del cual desfilaba una sucesión portentosa de platos que hoy nos parecen de una fastuosidad oriental. La maratón aquella tenía por prólogo una sopa Juliana “servida en hondos platos de porcelana blanca, bien espesita” , y que podía ser de arroz, fideos o pan, y conteniendo casi siempre un huevo “caído” o “estrellado” , uno por comensal. En seguida irrumpían en el comedor enormes fuentones desde  donde desbordaba el infaltable puchero a base de “pecho” o de “cola” , conteniendo varias gallinas, tocino, arroz, garbanzos, chorizos de Extremadura y criollos, morcillas, papas, zapallos, cebollas, repollos, romero, laurel, amén de yuyos aromáticos surtidos. Por si este puchero resultaba algo cortón, era costumbre acompañarlo con una fuente de “pirón” suculento…
Detalla Rómulo Rossi, a quien sigo paso a paso por los laberintos de este intinerario gastronómico que después seguían el estofado aderezado con pasitas de uva; el llamado “quibebe”, que, contra lo que se podría sospechar , no era sino zapallo hervido deshecho con huevos; la “carbonada”, sabroso guiso de arroz y carne picada , también llamado “rendimiento”;  pastel relleno con presas de pollo o gallinas gordas, huevos duros, aceitunas, pasas de uva, picadillo de carne, cebollas, etc ; “humitas” a base de granos de maíz envueltos en chala. Y por fin cerraba el alarde principesco (para nosotros, no para ellos) un fabuloso pavo relleno, “cebado a base de nueces enteras que a la fuerza se le hacía engullir diariamente y desde un mes antes a la pobre víctima”, y que era traído a la mesa “reluciente e hinchado a fuerza de contener en su vientre el relleno de pan con leche, castañas, huevos, verduras”..Acompañaba de cerca a esta prodigiosa andanada el celebérrimo vino “Carlón” , preferido por entonces como infaltable riego de toda comilona como la gente. Y aún faltaban los postres, claro está, que en aquella época justificaban el plural, pues eran siempre más de uno : pastelillos de natilla o con dulce de membrillo; arroz con leche espolvoreado con canela en polvo;  y a veces , de yapa, “unas lasquitas de azúcar quemada” , que solían ser rociadas con Oporto o Jerez… Cerrando la marcha, aparecía el café o el té, a veces servidos por pocillos, a veces en mate

 

 

LAS COSTUMBRES EN MONTEVIDEO

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El párroco Pérez Castellano describió la vestimenta de las mujeres del periodo colonial. Contó que usaban medias blancas o negras para ir a la Iglesia, para pasear usan de color.
Se peinaban con moños altos, usan zapatos de tacones, en los zapatos con hebillas de piedra, de plata o de oro. 
Y termina: nuestras mujeres visten regularmente con honestidad, sin descubrir jamás los pechos, y muchas veces ni aun la garganta y agrega “digo muchas veces porque algunas son de otro parecer…”

 



Carnicerías ambulantes 



No había en Montevideo en esa época carnicerías instaladas, la carne venia de extramuros en carretas y el carnicero se instalaba donde podía.
Las compras las hacían las esclavas con sus tipas (canastas) la carne se cortaba a hachazos y a ojo de buen cubero.
El carnicero era siempre un gaucho que llegaba vestido con chiripá, botas de potro, tendía un cuero cualquiera en el suelo y sobre el colocaba la carne.
La mercadería no se pesaba, era demasiado barata, a pesar de que solo se vendían los mejores cortes, los demás servían de alimento a los perros.
La venta de noche no se interrumpía, el carnicero improvisaba un candelero agujereando un pedazo de carne, donde colocaba una vela.


Botas y más botas



A los montevideanos de aquella época les resultaba muy fácil cambiar de botas a cada rato. 
No tenían más que atrapar un animal suelto, que abundaban, matarlo, cuerearlo y con el cuero fabricar un par de botas. El resto del animal quedaba por ahí, nadie lo aprovechaba.De esto modo el Cabildo calculo que se perdían 6.000 reses por año, por eso prohibió las botas de vaca o de ternera, e implanto una multa para quien apareciera con un par de botas de ese origen.
Desde ese momento se empezaron a fabricar botas de cuero potro o de yegua.

Montevideo ¿se habrá llamado Montevideo?


No es imposible que todos estemos equivocados cuando afirmamos que la capital de nuestro país es Montevideo. Acaso sea, más bien, “Montem Video”, las dos palabras separadas y con acentos en la “o” y en la “i”: móntem vídeo, por chocante que nos resulte hoy esta grafía, después de 270 años de pronunciar el nombre de nuestra ciudad de la manera que nos es familiar. Todos sabemos cuánto se ha discutido el origen del curioso término “Montevideo”, y cómo se han propuesto diferentes hipótesis, ninguna concluyente a esta altura, ninguna demasiado convincente a decir verdad. La que postula el nombre “Montem Video” apareció en un libro de Carlos Travieso, publicado en 1923, y es sin duda de las más peregrinas, pues se sustenta en una argumentación que parece harto rebuscada, como enseguida se verá; pero no estará demás repasarla, entre otras razones porque su autor revisa e intenta refutar algunas propuestas anteriores, con lo cual nos acercamos a una visión de conjunto de lo que ha sido esta antigua y bastante infructuosa polémica acerca de cómo hemos sido bautizados y por qué. Es sabido que la tradición más arraigada acerca del origen de la palabra “Montevideo” la hace provenir de una exclamación que habría lanzado el vigía que venía trepado en el palo mayor de la nave de Magallanes, al divisar nuestro Cerro. ¿Pero qué habría gritado, exactamente? Aquí mismo, en el grito, se centran las primeras observaciones que formula Carlos Travieso. Para los más, el grito del vigía debe de haber sido: “¡Monte vide eu!”, queriendo decir, claro está, “veo un monte”: y de “Monte vide eu” habría derivado, en traslación casi literal, “Montevideo”. Sin embargo, Travieso hace notar algunos aspectos idiomáticos de la frase lanzada por el vigía. La expedición de Magallanes –alega– traía en su tripulación a numerosos portugueses y gallegos; y las palabras “monte” y “eu” son indistintamente gallegas o portuguesas. Pero no ocurre lo mismo con el verbo “vide” en la forma que está inserto en la frase. En efecto, la traducción literal de “monte vide eu” tendría que ser “monte ve yo” o “monte mira yo”, o aún “monte véase yo”, expresiones éstas que es imposible suponer que las dijera un marinero portugués o gallego. ¿Y si el vigía, en cambio, fuese de origen castellano, ya que en una expedición tan nutrida venía gente de diferentes procedencias hispánicas? Imposible, vuelve a señalar Travieso: ningún vigía de habla castellana gritaría “monte veo” o “monte vi”, o “monte vide” (en castellano antiguo). Lo natural es que hubiera exclamado “veo un monte”, o “vi un monte”, o en todo caso “he visto un monte”; pero de ninguna de esas expresiones surgiría con naturalidad la palabra “Montevideo” por más que la forcemos. Desechadas estas hipótesis, Travieso se lanza a exponer la suya propia, que nos depara unas cuantas sorpresas: la primera, que la palabra “Montevideo” no provendría, según él, de ninguna de las lenguas ibéricas, sino del latín; y la pretensión no parece demasiado descabellada si pensamos que “veo un monte” se diría en latín exactamente “montem video”; y de ahí a nuestro nombre no hay más que... una “m” sobrante. En algún momento –reconoce Travieso– se manejó una variante muy próxima, y la expuso nada menos que un testigo presencial, lo que parece darle una fuerza irrefutable. Fue sostenida por Francisco Albo, integrante de la expedición de Magallanes, en su “Diario de Viaje”. Según él, lo que exclamó el vigía fue “Montem vidi” (y no habla para nada de “montem video”). Pero –retruca Travieso– para aceptar “Montem vidi” habría que suponer que el vigía lo dijo en tiempo pasado: “Yo vi un monte”, o “yo he visto un monte”, lo que no parece lógico si lo estaba viendo en ese mismo momento. De modo que lo recto, lo natural, es que haya exclamado “yo veo un monte”, es decir “montem video”. De todos modos, en esta argumentación de Travieso queda el rabo por desollar: ¿cómo podemos suponer que un simple vigía de la expedición de Magallanes, casi seguramente un marinero sin mayor ilustración, iba a lanzar aquella expresión en latín, y no en su lengua habitual, ya fuera castellano, portugués o gallego? …

 

MERCADO DE LA VERDURA


Frente a la Plaza Matriz se desarrollaba durante las mañanas la feria de frutas y verduras de la ciudad. En realidad era el segundo lugar de mercado que tuvo Montevideo, ya que primitivamente se mercaba contra las murallas de la Ciudadela. El contexto edilicio del dibujo fue inspirado en el boceto de Juan M. Blanes “La Jura de la Constitución”

 

 

 

 

MERCADO NUEVO



A partir de 1836 el mercado de la ciudad se instalo en el patio central de la vieja ciudadela. Al fondo podemos apreciar la comunicación con la Plaza Independencia, practicada a través del interior de la Capilla. Vista correspondiente a mediados del siglo XIX.

 

Fuente: Tradiciones y Recuerdos del Montevideo Antiguo – Isidoro de María.

 

 

 

EL AGUA EN LA ÉPOCA COLONIAL


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En los primeros años de la fundación de Montevideo, tratose, como era consiguiente, de abrir pozos de agua potable para el consumo de la naciente población.

El primero que se abrió fue el del Rey, dentro de lo poblado, pero resultó de agua salobre, como para indigestar al mejor estomago. Sosa Mascareño, uno de los primeros pobladores, abrió otro por su cuenta de buena agua, en los manantiales, sobre el arroyito llamado de Canarias, que le sacó la oreja al del Rey, viniendo a ser el primer surtidero de agua potable de corto vecindario. Tras el, vino la fuente de Canarias, abierta en el arenal de la playa que se extendía al norte, desde los bajos de la propiedad conocida después por Insúa (Francisco) , donde se colocó el primer marco de señalamiento de los terrenos de Propios, siguiéndose sucesivamente los pozos de la Aguada de la Marina.

Allá por los años (17) 60 se presupuestaron dos fuentes más en la ciudad y se crearon los Pozos del Rey, manantiales de buena agua, “en la planicie que hacían los médanos cerca de la playa, en donde hacían aguadas las embarcaciones y se surtía la ciudad, desaguando por ese bajo una pequeña cañada que venía del N.E , que se llamó arroyo de la “Aguada” de aquí quedole el nombre de la Aguada a ese paraje, por venir a hacerla en los referidos pozos, las lanchas de la embarcaciones surtas en el puerto. Poco a poco fueron construyéndose otros pozos a fuentes dentro de los muros, y al sur, fuera de ellos, uno al oeste del fuerte de San José, frente a las casas de Diago, otro en el Baño de los Padres, otro en el Cuartel de Dragones, los llamados de Policía fuera del Portón Nuevo, la fuente abovedada contigua a la Aduana Vieja, que llamaban de Toribio por hallarse la entrada que conducía a el, en un largo zaguán al lado de la casa de este, y otra bajo Bóveda, al costado sur de la Ciudadela, fuera de Murallas.

La misma que subsiste después de un siglo, oculta a las miradas del vulgo, al costado oeste del Teatro Solís, a espalda de los edificios que la cubren en esa cuadra de la calle del Cerro, y que conocen perfectamente los Bomberos del Gran Teatro, y por fin, la fuente de Elío , y en el Arroyito fuera del Portón. Salobre o no , pesada o liviana, el agua de esos pozos o fuentes manantiales, sirvió para tantos usos de la vida, mientras no se obtuvo otra de mejor calidad, y entraron en jugo los Aguateros…”
Fuente: Tradiciones y Recuerdos del Montevideo Antiguo – Isidoro de María.

 

 

LA PRIMER BOTICA

 

En 1768 se autorizó la planteación de la primer botica que tuvo esta ciudad, establecidad por don Gabriel Piedracueva. Hasta entonces habían carecido sus moradores de una farmacia donde poder obtener medicamentos para sus dolencias, estando reducidos al uso de yerbas silvestres para remedios, a excepción del que podía costearlos de Buenos Aires. Bien que en aquel tiempo había “peste de salud” en la población, computada en unos 1.200 habitantes, a pesar del desaseo, del lodo y de las aguas estancadas en charcos y zanjones; y por consecuencia, eran pocas las enfermedades que se conocían y ninguna epidémica. La botica de Piedracueva, la primera que tuvieron a su servicio nuestros antepasados, y a la que siguió la de Estrada, precedió con mucha antelación al establecimiento de la llamada del Rey, que fue la tercera. Siguieron a esta la de Pedriel, la de don José Giró, cirujano del presidio, y sucesivamente hasta el año 20 de este siglo, las del Maltés (González Vizcaíno), de Yéregui (1819), de Morello (1820) y de la Plaza.

Los toros y otras yerbas

Los españoles eran muy aficionados a los toros, y se quiso utilizar ese divertimiento en beneficio de la compostura de las calles que carecían completamente de empedrado, en el tercer cuarto de siglo pasado.
Con ese fin, en el año 1776 se construyó una Plaza de Toros en el gran despoblado que existía al oeste de la ciudad entre el cuartel de Dragones y las casas desconocidas por de Juan Soldado, a espaldas del que, 12 años después, fue el primitivo Hospital de Caridad. El constructor fue un don Sancho, español, que hizo de picador en la cuadrilla de aficionados, y un Cosme de banderillero. Se dieron dos corridas, destinando su producto a la compostura de las calles intransitables. Los toros se introducían a la ciudad por el Portón del sud y el despoblado de esa parte. Se lidiaban embolados, como para salvar el bulto de las astas. Cuatro capeadores, dos banderilleros y el picador componían la cuadrilla. Nada de primer ni segundo espada. Era artículo que no había en plaza. El circo se llenaba de espectadores. Hombres y señoras concurrían con gran contento a la lidia. Las señoras usaban entonces vestido corto y medias de seda azul con cuchillas (bordado) de plata a los lados, las pudientes, que por lo regular gustaban lucir, y allá iban con ellas a tomar asiento en las gradas de la Plaza de Toros.

 

LOS AGUATEROS  ( 1802-1866)


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El año 2 se experimentó una gran seca, por lo cual dispuso el Cabildo un novenario de misas, para implorar del Señor la benéfica lluvia. Las fuentes de aguada pública eran contadas, y grandes penurias sufrió la población por falta de agua potable. Eso hizo abrir los ojos para aumentar los manantiales, que desde entonces empezaron a prestar mejor servicio, fomentando los aguadores. Los antiguos pozos manantiales de la Aguada, situados en el arenal que había al norte de la quinta de las Albahacas , y que se extendía hasta inmediaciones de la panadería de Batlle y lo de Sobera, eran el surtidero de agua potable del vecindario de la ciudad, conducida en grandes pipones por las carretas de los aguateros, como se les llamaba. Hacían el trayecto generalmente por la playa (hoy calle Cerro Largo) hasta el Cubo, por donde doblaban par venir a entrar por el Portón de San Pedro; es decir , por donde ocupan hoy las manzanas entre Ciudadela y Juncal en esa parte del norte (calle hoy 25 de Mayo).
Cada aguatero tenía sus calles y sus marchantes de agua, y buen cuidado tenían los vecinos que la necesitaban de estar con el oído atento al cencerro que cada aguador colgaba al cuello de los bueyes de tiro del vehículo. Al sonar, salían a la puerta tía Francisca, tía María o tía Juana , criadas de la casa, o cualquier otro viviente a llamar al aguatero, y allá iba el buen hombre con la caneca en la cabeza, a echar el agua en el barril o la tinaja, a tres y cuatro canecas por medio real. El lechero se anuncia gritando: a la buena leche gorda marchante, y el pescador al de : corvinas, borriquetas; pero el aguatero no está por esas. Le basta el cencerro, aunque algunas veces se tomaba por el del carro de basura, que también lo llevaba. El aguatero, a paso de buey, recorriendo calles, despachaba su pipa de agua, y volvía a llenarla a los pozos para una segunda jornada. A la puesta del sol ya me los tenía usted con la yunta desuñida, y su carreta con el pipón descansando de la fatiga del día al frente de su casita, por las inmediaciones de la quinta de las Albahacas al sur y norte, que era el paraje donde vivían, aparte de aquel que tenía su vivienda en la altura del oeste, rodeada de un corral de piedra y en el centro un ombú secular que envidiaba Pepe Maletas.

 

LOS AJUSTICIADOS (1764-1802)

Gobernando don Agustín de La Rosa en el año 1764, se mandó construir una horca de firme a inmediaciones del muro, “para precaver los delitos enormes de los malvados y malhechores”.
Probablemente algunos de ese jaez sufrieron la pena de horca, espectáculo, por cierto, que no se hizo para presenciar los corazones sensibles. Instituida la cofradía de San José y Caridad en el año 1775, uno de los deberes piadosos que se impuso por su regla, fue el de asistir a los reos condenados a sufrir la última pena durante los tres días que se les tenía en capilla, consolarlos y recoger sus cuerpos después de la ejecución para sepultarlos. El 78 tócole estrenarse con un reo acusado y convicto de fechorías en la campaña, donde abundaban los malhechores. Puesto en capilla, inmediatamente concurrieron los hermanos de la cofradía al lugar, con el distintivo de su “Beca blanca” y una cruz encarnada al pecho, a asistirlo, turnándose de dos en dos durante el tiempo de capilla. Mientras tanto, otros salían por calles y plazas con su taza de plata con el símbolo de la caridad, a pedir limosna de puerta en puerta para bien del alma del pobre que van a ajusticiar. El producto era destinado a los gastos de entierro del reo. Cuando llegaba el día y hora del suplicio, cambiaba el petitorio de la limosna en esta forma: Para hacer bien por el alma del que sacan a ajusticiar. Una hora antes de la ejecución reuníase la Hermandad en cuerpo en la Iglesia Parroquial (la Matriz Vieja) , partiendo de allí en dos alas para la capilla , llevando uno de los Hermanos sacerdotes el crucifijo, para colocar en el altar de la capilla del reo. Llegada la hora fatal de sacarlo al suplicio, la Hermandad marchaba delante de la tropa que lo custodiaba, rezando en alta voz el Pater noster, regresando a la iglesia, donde prosternados ante el Señor de las Misericordias, elevaban sus preces, para que le concediese una buena muerte. La tradición nada dijo de que en aquellos remotos tiempos de oscurantismo, fuese la novelería disfrazada de crónica a interrogar o majaderear al reo en el trance funesto, ni a tomar nota de sus gesticulaciones, de su ánimo o abatimiento, para trasmitirla a la Gazeta que no existía en esta noble ciudad de San Felipe; pero daba testimonio del verdugo que se hacía dueño de las cosas del pobre ajusticiado. Entre tanto, el reo se encaminaba a paso lento al banquillo con la pesada barra de grillos, sostenido por el sacerdote auxiliante, con el crucifijo en la mano, mientras la voz del pregón se hacía oír con lo de pena la vida al que pida gracia por el reo. Momentos después se le sentaba en el banquillo, y el verdugo desempeñaba su odioso oficio ante la muchedumbre espectadora, y el doble de las campanas del templo anunciaban la ejecución consumada. ¡Dios lo haya perdonado! Era la palabra que salía de los labios humanos.
Como generalmente las ejecuciones tenían lugar a las diez de la mañana, y el cuerpo del ajusticiado permanecía colgado a la expectación pública por algunas horas, la Hermandad se congregaba después , a eso de las 3 o las 4 de la tarde, en la Iglesia, de donde salían con la cruz parroquial y el clero dirigiéndose al lugar del suplicio, en que recibiéndose del cadáver, lo colocaban en el ataúd, y este sobre las andas cubierto por un paño negro , conduciéndolo los Hermanos sobre sus hombros hasta la parroquia.

 

ASILO DE HUERFANOS Y EXPOSITOS DAMASO A. LARRAÑAGA.
San Salvador 1925
Manzana San Salvador, Jackson, Eduardo Acevedo, Gonzalo Ramírez.

01Arq. Víctor Rabu, comienzo de construcción en 1870.
El Asilo de Huérfanos, vino a reemplazar la antigua Casa Cuna ''La Inclusa'' de los fondos del Hospital de la Caridad, que había sido fundada por Dámaso Larrañaga. El Asilo de Huérfanos se construyo en la calle San Salvador, en un predio donado por Nicolás Mignone. Ocupando la totalidad de la manzana, la construcción se componía de una capilla central de inspiración romántica y dos cuerpos laterales en torno a patios. Durante los primeros meses de la inauguración entraron 9 niños de los que murieron 2.
En 1819 entraron 40 y murieron 28, adoptándose 10
En 1822 entraron 140, muriendo 67 y adoptando 23..

 


02De toda evidencia la mortalidad a pesar de las nuevas instalaciones era importante, pero el ingreso en una época en que la mejor contracepción era la abstinencia, fue aumentando rápidamente. Durante 4 décadas de funcionamiento el control estuvo a manos de las Señoras de la Sociedad de Beneficencia . A causa del alto numero de perdidas, el Asilo llego a ser considerado también como un pasaje entre el nacimiento y el entierro decente que las madres no podían brindar a los hijos. El modo de funcionamiento era que la partera u otra persona llevara el recién nacido y lo dejara anónimamente en el llamado '' torno '' , especie de puerta giratoria de la que otra persona del interior de la institución se encargaba de retirar.

 

 

 


03Los padres del bebé tenían 12 meses para presentarse y reclamarlo de nuevo, al cabo de los cuales y en caso de no reclamación , era puesto para adopción. El método de reclamo era completamente primitivo, como quien dice cualquiera podía reclamar un bebé. Una de las formas mas utilizadas era que se lo depositara en el ''Torno'' acompañado de una prenda como por ejemplo un escarpín y que la madre guardara el par para poder comparar en el momento del reclamo. Algunos bebes eran acompañados de una carta mencionando el nombre, pero la costumbre en Uruguay como en Europa era de otorgar al huérfano que no fuese adoptado .el apellido Esposito o Expósito o Spossito . ( derivado del nombre de la institución ). Esta practica posteriormente fue abandonada por el prejuicio que ocasionaba no solo al huérfano, sino a las generaciones a venir. Sobre el ''Torno'' había una placa con la frase:

 

 

 

 

La Farola del Cerro

La farola del Cerro fue el primer faro que hubo en el Río de la Plata. En el año 1799 se presupuestó la obra en 1.661 pesos, dándose comienzo a ella por el año 2. En el año 4 estaba concluida. Al principio fue de luz fija, iluminándose con candilejas de barro. El padre Arrieta, hombre inteligente , se propuso arreglarla de otro modo, haciéndola girar por medio de cuerdas. Y así, gracias a su mecanismo, la luz de la farola fue giratoria. Pero años después, en tiempo de los portugueses, dejó de haberla ni fija ni giratoria, porque se dio al trasto con la Linterna, como decía el prior del consulado el año 17, y no se rehabilitó para el servicio hasta setiembre del año siguiente, mediante su recomposición, en que tuvo principal parte nuestro buen padre don José Arrieta, que a todo se prestaba tratándose del bien, enseñándolo como preceptor de una escuela a practicarlo con su ejemplo a sus discípulos , haciéndose acompañar de los aplicados en sus excursiones al Cerro. Desde entonces desaparecieron las candilejas de la farola, sustituyéndose con alumbrado de aceite, sirviendo la luz fija de nuestra atalaya, de guía al navegante del Río como mar descubierto por Solís que baña nuestras costas. Surgió con ese motivo la idea de llevarse a cabo el establecimiento del faro en la Isla de Flores, iniciado desde últimos del siglo pasado. Pero no había fondos para emprenderlo, y de ahí vino el convenio secreto celebrado el año 19 entre el Cabildo y el barón de la Laguna, prometiendo éste proporcionarlos, a cambio de que se reconociese como perteneciente a la Provincia de Río Grande el territorio comprendido entre los ríos Cuareim y Arapey de la Cisplatina, en compensación de los gastos que ocasionara la construcción de la farola de la Isla de Flores, incluso los de la pacificación…Corría el año 1836 cuando una centella vino a inutilizar la farola del Cerro, interrumpiendo su servicio por un tiempo. Allá fue otra vez nuestro padre Arrieta a componerla. Cinco meses duró la interrupción, hasta que al fin, en junio de ese año, quedó completamente restablecida para el servicio, bajo la dirección del buen Arrieta. Siete años después, su luz se eclipsó por completo, a causa de haber sido destruida la farola el año 43 por los fuegos de los sitiadores de esa época, no volviendo a restablecerse hasta el 52, en que volvió a funcionar sin

 

''MI PADRE Y MI MADRE ME ARROJAN DE SI, LA CARIDAD DIVINA ME RECOGE AQUI"

Se dice que Carlos Gardel estuvo viviendo en el Asilo de los 8 a los 10, según una foto.
Con el tiempo, se fue regularizando las leyes de adopción y poco a poco el Asilo fue cayendo al abandono hasta derrumbarse en su mayor parte, quedando solamente una porción de su fachada principal sobre la calle San Salvador, que fue incorporada a la nueva construcción universitaria.

 

La Farola del Cerro

La farola del Cerro fue el primer faro que hubo en el Río de la Plata. En el año 1799 se presupuestó la obra en 1.661 pesos, dándose comienzo a ella por el año 2. En el año 4 estaba concluida. Al principio fue de luz fija, iluminándose con candilejas de barro. El padre Arrieta, hombre inteligente , se propuso arreglarla de otro modo, haciéndola girar por medio de cuerdas. Y así, gracias a su mecanismo, la luz de la farola fue giratoria. Pero años después, en tiempo de los portugueses, dejó de haberla ni fija ni giratoria, porque se dio al trasto con la Linterna, como decía el prior del consulado el año 17, y no se rehabilitó para el servicio hasta setiembre del año siguiente, mediante su recomposición, en que tuvo principal parte nuestro buen padre don José Arrieta, que a todo se prestaba tratándose del bien, enseñándolo como preceptor de una escuela a practicarlo con su ejemplo a sus discípulos , haciéndose acompañar de los aplicados en sus excursiones al Cerro. Desde entonces desaparecieron las candilejas de la farola, sustituyéndose con alumbrado de aceite, sirviendo la luz fija de nuestra atalaya, de guía al navegante del Río como mar descubierto por Solís que baña nuestras costas. Surgió con ese motivo la idea de llevarse a cabo el establecimiento del faro en la Isla de Flores, iniciado desde últimos del siglo pasado. Pero no había fondos para emprenderlo, y de ahí vino el convenio secreto celebrado el año 19 entre el Cabildo y el barón de la Laguna, prometiendo éste proporcionarlos, a cambio de que se reconociese como perteneciente a la Provincia de Río Grande el territorio comprendido entre los ríos Cuareim y Arapey de la Cisplatina, en compensación de los gastos que ocasionara la construcción de la farola de la Isla de Flores, incluso los de la pacificación…Corría el año 1836 cuando una centella vino a inutilizar la farola del Cerro, interrumpiendo su servicio por un tiempo. Allá fue otra vez nuestro padre Arrieta a componerla. Cinco meses duró la interrupción, hasta que al fin, en junio de ese año, quedó completamente restablecida para el servicio, bajo la dirección del buen Arrieta. Siete años después, su luz se eclipsó por completo, a causa de haber sido destruida la farola el año 43 por los fuegos de los sitiadores de esa época, no volviendo a restablecerse hasta el 52, en que volvió a funcionar sin interrupción.

 

Las Bóvedas


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Todavía es posible poder contemplar una parte de aquella famosa construcción conocida por las Bóvedas, sobre la ribera norte del antiguo Montevideo, después de un siglo de existencia. Arrancaban del Cubo del Norte en dirección al desembarcadero. Aquellas casernas, con sus formidables paredes de piedra, hechas a prueba de bomba, que ocupaban dos cuadras a lo largo, y de las cuales se conservan unas 20, convertidas hoy en barracas, herrería y depósitos particulares, nos traen a la memoria los tiempos lejanos en que los muchachos iban a remontar sobre sus altos terraplenes la pandorga, viendo fragatas fondeadas a su inmediación, merced a la profundidad entonces del puerto de Montevideo, que ha desaparecido al correr de los tiempos. Cada bóveda medía sobre 16 varas de largo por 6 y más de ancho y 4 de altura. Su macizas paredes de piedra, de tres varas de espesor , estaban construidas de ese material hasta unas dos varas de altura, y el resto hasta formar bóveda, de buen ladrillo desnudo. Las puertas , de aquellas gruesas y fuertes de antigua usanza, con el ventanillo y el gran cerrojo para cerrarlas por fuera. El piso , de grandes piedras. Al centro, formando una especie de martillo, estaba el cuerpo de guardia, la escalera saliente de piedra que daba acceso al terraplén que las cubría, y en la parte opuesta la bóveda destinada a prisión con reja doble.
La obra de las Bóvedas tuvo principio allá por el año 1789 o 90 , siendo sobrestantes de ella , los antiguos vecinos don Vicente Garzón y don Joaquín Correa , a los cuales, en reconocimiento a sus trabajos, les adjudicó el gobierno español dos solares en sus cercanías. Húmedas y lóbregas como eran, sirvieron de depósito de víveres y municiones, de refugio a las familias y enfermos cuando las bombas, y de cuarte a algunas tropas. En ellas se reunió el cuerpo de comercio, en que formaba de  Oficial El Padre de los Pobres, la víspera de la infausta salida de las tropas del año 7 , a batirse con los ingleses, en cuya jornada pereció Maciel con otros buenos vecinos.
Una catástrofe acaecida en febrero del año 15, proveniente de una tremenda explosión, hizo volar tres de aquellas casernas, causando muchas víctimas. Fue la consecuencia de algunas chispas producidas por el choque de las palas en las piedras del edificio, en ocasión de arrojar al mar con precipitación la pólvora depositada en ellas, cuando Soler evacuaba esta plaza con las tropas de Buenos Aires.

Plaza de la verdura

Plaza de la verdura llamaban los antiguos a la que concurrían los verduleros a vender sus hortalizas y frutas desde el siglo pasado. La plaza de la Matriz fue la destinada a ese objeto, aunque hubo un tiempo que lo fue también la plazoleta de la Ciudadela, después que se construyó la Recoba, pero no subsistió, volviendo después a la de la Matriz, donde permaneció hasta el año 29 o principios del 30. Sobre el costado sur de esa plaza, donde hoy se levanta el magnífico edifico del Club Uruguayo, ponían sus puestos volantes los verduleros, sobre jergas o lonas extendidas en el suelo, ni más ni menos que como lo hacen en la actualidad en la feria los modernos. Pagaban al ramo de Policía un cuartillo por el derecho de piso, que era la menor moneda de plata corriente en tiempo de los españoles, en que no se usaba moneda de cobre. Allí iban los verduleros con su carga de verduras en árganas a lomo de mulas, salvo el famoso burro de la quinta de las Albahacas, que nunca faltaba con su carguero. Las bestias de carga, después de bajadas las árganas, se llevaban primeramente al hueco que había detrás del Cabildo, pero después que se cercó de pared, allá por el año 8, se conducían al corral formado de palizada en un extremo de la plazoleta de la Ciudadela. La carne para el abasto no se vendía en la plaza de la verdura, sino en la plazoleta de la Ciudadela, en las mismas carretas que conducían, antes de construirse la Recoba. En la buena estación ambas plazas eran transitables, pero en el invierno cambiaba la cosa con el lodo que se formaba en ellas, como que entonces no había empedrado ni cosa parecida en ellas. El cultivo de hortalizas era en aquel tiempo pobre cosa, como que eran pocas las quintas y los agricultores. Las quintas de más nota eran las de Seco, de Joanicó, del oficial Real, de Maciel , de Magariños , de Maturana, de Zabala, de Masini, de Durán, de Antuña, de Zamallúa, de las Albahacas y de Castell

El Baño de los Padres


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Donde existe el Mercado del Puerto en la actualidad, era la costa del mar que se llamaba el Baño de los Padres, sin que por eso fuese exclusivo para los reverendos del convento cercano de San Francisco.
En la muralla de esa parte, que enfrentaba a la guardia de la batería de San Juan, había una abertura que conducía al mar. Una pared de piedra alzada entre ella y la costa, servía de parapeto para encubrir a los bañistas por decencia. Era ese el sitio preciso para bañarse los religiosos franciscanos, que , en el traje de Adán como los demás bañistas, con excepción de las mujeres, se daban su baño. Precedía al comienzo de los baños en la estación de verano, la bendición del agua, ceremonia que tenía lugar el 8 de diciembre anualmente, y que aún tiene imitadores en algunas poblaciones de la costa del Río Negro y Uruguay. Concurría a ella la comunidad con la cruz, y el Padre Guardián bendecía el agua. Antes de esa fecha nadie se bañaba, aunque hiciese un calor sofocante, o eran muy raras las personas que lo hacían por no estar bendecida el agua. Era una preocupación como otra cualquiera, que se armonizaba con las costumbres de aquellos tiempos. Si se preguntaba a una anciana cuándo empezaban los baños de mar, de fijo que respondía : el día de la Pura y Limpia.

 

LA PRIMITIVA ADUANA

Por los años 1779 a 80 se construyó el edificio de la primitiva Aduana, en donde forman hoy esquina las calles Piedras e Ituzaingó, y del cual aún subsiste una parte frente al norte en la calla de las Piedras. La portada principal miraba al norte, teniendo otra puerta de salida al este. Las Oficinas estaban a la izquierda de la entrada, donde todavía se ven las viejas ventanas con su antiguo enrejado. Al frente, el espacioso patio cuyo fondo venía a quedar próximamente donde se halla el Teatro Cibils. Ese viejo pero sólido edificio sirvió de Aduana hasta el tiempo de los portugueses. Después se dio de baja, mudándose la Aduana al antiguo Barracón de la Marina, inmediato a San Francisco, previas las reformas consiguientes para el servicio a que se destinaba. Esa fue nuestra Aduana hasta el año 52, en que se construyó la valiosa Aduana Nueva, que es en la actualidad una de las obras que reflejan el progreso de Montevideo

 

EL ALUMBRADO PÚBLICO

Figurémonos una población en tinieblas, con más huecos, zanjas, albañales, estorbos y desperfectos que otra cosa; en que para salir de noche , era preciso hacerlo con linterna, para evitar tropezones y caídas, por cuanto uno que otro farolito en la puerta de alguna esquina, que desaparecía al toque de ánimas, en que todo se cerraba, no suplía la necesidad de alumbrado en las calles. Se hacía indispensable alumbrado público, siquiera en la calle principal de San Pedro y en una que otra de lo más poblado. El año 1795 acordó el Cabildo establecerlo, sacando a remate el ramo. Maciel, el Padre de los pobres, lo remató en sociedad con el colector don Juan de Molina. Creóse desde entonces el impuesto de alumbrado, fijándose real y medio por puerta. Los asentistas dotaron a lo más poblado de la ciudad de faroles, de forma ovalada, altos, con largos pescantes de fierro. El alumbrado se hacía con velas de sebo, de las llamadas de baño , de dos tercios de largo, según arancel del Cabildo. Las velas se fabricaban en el establecimiento de velería de Maciel, sito en la calle de San Miguel, contiguo a la plazoleta entonces de San Francisco. Tan bien servido estaba, que al decir de los antiguos, conservaban luz hasta el amanecer. Después de la toma de la plaza por los ingleses y de la desgraciada muerte de Maciel, otros fueron los asentistas del ramo. El año 9 lo era don Juan Pedro Gil, quien en febrero del año 10 pidió al Cabildo se le eximiese del alumbrado público y se sacase a licitación. Así se hizo, pero no hubo postores, por los muchos faroles que faltaban y hallarse inútiles los pocos que existían. En ese estado, el Cabildo se hizo cargo del ramo. Convocó a los faroleros y veleros para tratar de la provisión y compostura de faroles y el suministro de velas. Don Manuel Otero, maestro armero , herrero y cerrajero (que se había estrenado en la construcción de la farola del Cerro) , contrató el ramo de herrería. Don Gregorio Antonio Márquez, farolero, contrató los faroles , y don José Mateo Yarza la provisión de velas. Otero contrató por un año el obraje de hierro, a razón de dos reales libra por cada pescante nuevo de tirantillo de 9 a 10 líneas de grueso, y al mismo precio el hierro que se añadiese a los viejos. Por pegadura de cada uno que se hallase roto, dos reales; aldabilla larga o corta, dos reales. Márquez contrató los faroles, obligándose a darlos prontos para el 1º de mayo, así : Por cada vidrio grande, compostura, cinco reales: por uno chico, dos reales ; por el sombrero completo con fierro, un peso. Exigía 800 pesos de anticipo garantidos con sus bienes, los mismos que le fueron anticipados. Yarza contrato el suministro de velas por un año, en esta forma: Velas de buen sebo y duración, grueso del tamaño del mechero, a catorce pesos quintal, estando el sebo en rama a dieciséis reales arroba; bajando o subiendo el precio del sebo un real, bajaría o subiría en proporción lo mismo en cada arroba de velas. Desde entonces el alumbrado público estuvo a cargo del Ayuntamiento, disponiendo que el pago del impuesto del real y medio por puerta, cuarto y tienda, lo hiciesen los propietarios, pero sin que por eso aumentase el alquiler a los inquilinos, Ay! Del que rompiese un farol, fuese adulto o chicuelo.

 

EL CAMPO SANTO

Obra de misericordia y precepto de higiene es enterrar a los muertos. A falta de campo santo donde hacerlo, en los primeros años de la fundación de Montevideo, se adoptó el expediente de sepultar dentro de la Matriz Vieja y de San Francisco. Felizmente, como la población  era poca y gozaba de buena salud, las dfunciones eran insignificantes. Pero a medida que acrecía, se reconoció la necesidad de habilitar algún terreno para enterrar los fallecidos. Los padres Franciscanos destinaron una parte del corralón de San Francisco para sepultar a los de su comunidad que falleciesen y a los menesterosos, aunque continuando el uso de supultar en la iglesia, atrio y corredor del norte a las personas distinguidas. A los militares se les sepultaba en la capilla de la Ciudadela, y a los fallecidos en el Hospital de Caridad, en un terreno cedido al efecto por Juan Fernández, contiguo al hospital por el sud. Dentro del estrecho recinto de la Matriz Vieja, se seguía sepultando a las personas de más distinción social, hasta el año 1791 en que su cura párroco Ortiz, dispuso la construcción de un campo santo al sur, contiguo a la parroquia, bajo un cerco de pared de piedra; no permitiendo desde entonces enterrar en la iglesia parroquial; no sin experimentar en su buena obra, oposición y contradicciones de la ignorancia. Así se continuó hasta la toma de la plaza por los ingleses, en que la mortandad fue tan crecida, que hubo que recurrir a todo el corralón de San Francisco para sepultar, sin distinción de creencias , de a dos cadáveres, mezcla de cristianos y protestantes, en un mismo hoyo. Eso hizo “abrir los ojos a las autoridades” , y apenas evacuaron la plaza las tropas inglesas, se preocupó el Cabildo de la necesidad de un campo santo fuera de los muros. En diciembre del año 7 acordó “que en consideración a la corta extensión de los terrenos en donde se enterraban los cadáveres dentro de la ciudad, se construyese un Campo santo en extramuros, librándose para el efecto mil pesos con calidad de reintegro por el ramo de fábrica de la iglesia. Con ese recurso se construyó el primer cementerio, el año 8, fuera de los muros de la ciudad, al sud, sobre la costa del mar. Venía a quedar precisamente de muros de la ciudad, al sud, sobre la costa del mar. Venía a quedar precisamente donde forman hoy esquina las calles Durazno y Andes, propiedad de Aguiar, ocupando como una cuadra de largo y poco más de media de ancho. Estaba bajo cercado de ladrillo, mezcla de barro, con una pequeña puerta de rastrillo al oeste. Al fondo se contruyó un cuarto para depósito de las herramientas del sepulturero ÑO ROJAS, asignándosele a éste un salario de ocho pesos ,dándose por bien servido. El osario al aire libre, amontonándose los huesos en la rinconada del fondo. Siete cuartas de longitud por cuatro de ancho y lo mismo de profundidad, medían las sepulturas, de lo que quedó el refrán de “siete cuartas de tierra a nadie faltan”.

 

 

LA CIUDADELA

El 1º de mayo del año 1742 se puso la piedra fundamental de la Ciudadela, al oeste, bendecida en la ceremonia por Fray José Javier Cordobés.
Muchos años se invirtieron en su construcción, pues todavía el año 1682 se daba la última mano a obra de tal magnitud, terminando los fosos, la contraescarpa y demás obras relativas a la defensa. Su gran portada, con puente levadizo, miraba al oeste en dirección a la calle de San Carlos. El frente tenía 40 varas, abrazando el espacio que ocupa hoy la anchura de la Plaza Independencia próximamente, desde donde hace esquina a la calle de Buenos Aires, hasta los altos de Sívori, hacia el norte de la referida plaza. El fondo no bajaba de 40 varas, viniendo a quedar en la dirección , poco más o menos, del lugar que ocupa ahora el segundo arco del extremo este del edificio conocido por Arcos de Gil o de la Pasiva.

Era de dos cuerpos, con escalera en los ángulos del sudeste y nordeste. En la parte baja, al centro del costado de este, estaba la Capilla llamada de la Ciudadela, enfrentando a la portada. Sus baluartes eran soberbios. El muro tenía siete varas de espesor, once de alto y cuarenta de largo en cada costado. Los fosos, sobre 20 de anchura y 15 de profundidad. La Ciudadela complementaba la gran línea de fortificación del este de la Plaza, de mar a mar, toda foseada. Dos portones, el de San Pedro, que llamaban el viejo, por ser el primero que se hizo , y el de San Juan, que denominaban el nuevo, daban salida al campo. Subsistió por más de medio siglo la famosa ciudadela, hasta el año 33, en que estando demolidos en su mayor parte los antiguos muros y empezándose a edificar en las calles abiertas fuera de ellos , llególe su turno, demoliéndose sus bastiones, desapareciendo la contraescarpa, cegando sus anchos fosos y practicándose algunos otros trabajos, para abrirle salida a la calle real y por sus cuatro extremos, con el objeto de destinarla a Mercado público, como se realizó el 35, mediante las obras necesarias. Cuando se efectuó esa demolición se extrajeron 40 mil carradas de tierra de la contraescarpa, con la que se fueron emparejando y terraplenando los terrenos inmediatos de la Nueva Ciudad, después de rellenar los fosos: y 24.600 carradas de piedra del muro y fosos demolidos. Con esa piedra, dicho sea de paso, empezóse el empedrado de la calle de San Pedro, desde la casa de don Luis Lamas, y el de la de San Felipe, con dirección al muelle.
Dejemos a la desmantelada Ciudadela con las negruzcas paredes de sus antiguo muro, convertida en Mercado público por más de 30 años, hasta que construido el Mercado Nuevo, llamado hoy el Central, quedó dado de baja, transformándose en tendejones, sastrerías, cuchillerías, cafés, librerías, imprenta etc y hasta en la bóveda no muy segura de la que fue capilla de la Ciudadela, bajo cuyo pavimento descansaban restos mortales de los fallecidos del tiempo del Rey.

 

LA PRIMER BOTICA

En 1768 se autorizó la planteación de la primer botica que tuvo esta ciudad, establecida por don José Gabriel Piedracueva. Hasta entonces habían carecido sus moradores de una farmacia donde poder obtener medicamentos para sus dolencias, estando reducidos al uso de yerbas silvestres para remedios, a excepción del que podía costearlos de Buenos Aires. Bien que en aquel tiempo había “peste de salud” en la población, computada en unos 1.200 habitantes, a pesar del desaseo, del lodo y de las aguas estancadas en charcos y zanjones; y por consecuencia, eran pocas las enfermedades que se conocían y ninguna epidémica. La botica de Piedracueva, la primera que tuvieron a su servicio nuestros antepasados, y a (la) que siguió la de Estrada, precedió con mucha antelación al establecimiento de la llamada del Rey, que fue la tercera. Siguieron a esta la de Pedriel, la de don José Giró, cirujano del presidio, y sucesivamente hasta el año 20 de este siglo, las de Maltés (González Vizcaíno) , de Yeregui (1819) , de Morello (1820) y de la Plaza.

LOS TOROS Y OTRAS YERBAS

Los españoles eran muy aficionados a los toros, y se quiso utilizar ese divertimiento en beneficio de la compostura de las calles que carecían completamente de empedrado, en el tercer cuarto del siglo pasado. Con ese fin, en el año 1776 se construyó una Plaza de Toros en el gran despoblado que existía al oeste de la ciudad entre el cuartel de Dragones y las casas conocidas por de Juan Soldado, a espaldas del que , 12 años después, fue el primitivo Hospital de Caridad. El constructor fue un don Sancho, español, que hizo de picador en la cuadrilla de aficionados, y un Cosme de banderillero.
Se dieron dos corridas, destinando su producto a la compostura de las calles intransitables. Los toros se introducían a la ciudad por el Portón del sud y el despoblado de esa parte. Se lidiaban embolados, como para salvar el bulto de las astas. Cuatro capeadores, dos banderilleros y el picador componían la cuadrilla. Nada de primer segundo espada. Era artículo que no había en plaza. El circo se llenaba de espectadores. Hombres y señoras concurrían con gran contento a la lidia. Las señoras usaban entonces vestido corto y medias de seda azul con cuchillas (bordado) de plata a los lados, las pudientes , que por lo regular gustaban lucir , y allá iban con ellas a tomar asiento en las gradas de la Plaza de Toros. Los banderilleros brindaban a los principales, y les llovían onzas de oro, o pesos fuertes, en cada suerte, de que participaban los compañeros. En eso de tirar la plata a los chulos, singularizaba la tradición a la buena señora del Maestre de Campo Durán (don Manuel José) , doña María Cristo Pérez, que llevaba especialmente un talego para arrojarles buenos columnarios a los lidiadores. ¡Si sería entusiasta por los toros!  Y cuentan que era tuerta, pero tenía gracia para encubrir aquel defecto, con un bonito rulo que usaba sobre el ojo. Una vez , uno de los banderilleros, que era un pardo, brindóle la suerte a una de las damas, pero como esta se hallase desprovista de dinero para corresponderle, se sacó una sortija y se la arrojó con gracia al picaruelo, lo que le valió un palmoteo, y que un galante que se hallaba a su inmediación la secundase en desprendimiento arrojando al afortunado lidiador algunas onzas de oro. La plaza subsistió hasta cuatro años después, en que se dieron otras dos corridas de toros, destinando su producto al pago del terreno comprado para el hospital.

 

LA MATRIZ VIEJA

1En el siglo pasado, por el año 30, por disposición de Zabala se abrieron los cimientos de la primitiva iglesia parroquial den la plaza principal, esquina al norte de las calles, sin nombre entonces y hoy del Rincón e Ituzaingó, donde existe, poco más o menos , la antigua casa de Carreras. Hasta entonces no existía en la naciente población sino una capillita de los Padres de la Compañía, doctrineros de los indios. Pero tan escasos fueron los recursos disponibles para realizar la modesta obra, que pasaron sobre 16 años sin poderse concluir. Por fin, allá por el año 1746 terminó su construcción, compuesta de cuatro paredes mal formadas de piedra y barro, con techo de teja, de pequeña extensión, y un cuarto por el estilo para sacristía. Fue dotada de un altar de madera, púlpito, confesionario, un crucifico y dos imágenes, sirviendo de pila una sopera de loza, en donde recibieron el agua del bautismo nuestros ascendientes de aquel tiempo, desde Artigas hasta Durán, Herrera, Pagola, Zufriategui, Barreiro, etc.
Años después, se la dotó de un reloj, que en el año 80 estaba inservible, teniendo el Cabildo que proveer a su compostura. Esa era la Iglesia parroquial, que apenas merecía el nombre de tal, donde se daba sepultura a los fallecidos hasta el año 91, en que su cura, el presbítero don Juan José Ortiz, argentino, que desde el año 83 entró a servir el curato, formó un campo santo al sud, contiguo a la iglesia, con un cercado de piedra. Por más de medio siglo funcionó ese pobre templo con los honores de iglesia parroquial y la prerrogativa de inmunidad para los reos que se asilasen en ella, hasta el año 1804 en que se fue consagrada la Matriz Nueva. Aun entonces se retuvo en él la Majestad, por cuestiones surgidas entre el párroco y el Cabildo, no habiéndose efectuado la traslación a la Matriz Nueva hasta el año 8. Entonces se destinó su altar a la vice-parroquia del Cordón, cuya capilla acababa de construirse.

EL CABILDO

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El primer local que tuvo el Ayuntamiento, instituido a los cuatro años de fundado Montevideo, fue , como era consiguiente, una pobre pieza de techo de teja, que no tardó mucho en amenazar ruina. Siete años después (1737) se acordó erigir una Sala Capitular, un poco mejor, de 9 varas de largo por 5 de ancho, con dos ventanas, asignándose 211 pesos del Fondo de Propios para la obra. Se construyó, como la primitiva, en el mismo lugar que ocupa el edificio actual del antiguo Cabildo. Imagenémonos cómo sería , cuando pocos años después hubo que reedificarla, dotándola de algunas piezas más para oficina, cuerpo de guardia y cárcel. Desgraciadamente “las paredes se levantaron a fuerza de barro y con materiales de tan poca o ninguna consistencia – dice el Acuerdo del Cabildo – que todo el frente amenazaba ruina” , a principios de este siglo. En esta situación , acordó el Ayuntamiento a últimos del año 1803, demolería por completo y construir un nuevo edificio desde los cimientos, de cal y ladrillo, de bóveda, de un solo piso por lo pronto, pero en concepto de edificarlo de algo oportunamente.
Formóse el plano por el Maestro Mayor de Reales Obras don Tomás Toribio presupuestándose la obra en 83.491 pesos, contando el Cabildo para el comienzo con 13.372 pesos. En Noviembre del año 4 , se trasladaron los presos a la Ciudadela, y al mes siguiente se procedió a demoler el viejo Cabildo, rellenar los cimientos del nuevo, dándose comienzo a la construcción de las sólidas paredes en piedra sillar, sobre las cuales se levantó en seis años el monumental edificio del Cabildo, que ocupaba un área de 3.500 varas, 50 de frente a la Plaza, por 70 de fondo, quedándole un sobrante de terreno al este de 1.500 varas cuadradas.

 

MONTEVIDEO ANTIGUO
Por. Isidoro de María

El jornal del Tape

En los primeros cuatro años de fundada la población de Montevideo, poco había adelantado la línea de fortificación de la plaza. Empezóse entonces (1730) a activarse, ocupando en los trabajos 350 indios guaraníes, señalándoseles real y medio de jornal. De ahí viene el antiguo refrán del jornal del Tape, para significar la pobreza de los jornales. No obstante el número de brazos empleados en el trabajo, se invirtieron sobre diez años en la construcción de las murallas que circunvalaban la ciudad por la parte del río, viniendo a hacerse en 1741 el trazo de la línea de fortificación al este, por la parte de tierra de la península, donde debía levantarse la Ciudadela.

Los perros cimarrones

Se habían repartido suertes de chacras en una y otra parte del Miguelete, y tierras de pastoreo en Pando a los pobladores, distribuyéndoseles ganado vacuno y lanar, al que hacían daño los perros cimarrones. En el interés de exterminarlos, impuso el Cabildo (1730) la obligación a cada vecino de campaña, de presentar muertos dos perros cimarrones mensualmente.

Esa plaga que se hacía sentir en aquel tiempo en medo de la despoblación de los campos, se vio reproducida en la época de Artigas (1814) , dando nombre al Arroyo de los Perros, donde fue devorado por los tales cimarrones un asistente del oficial Mondragón, con cuyo motivo la tradición atribuye al famoso caudillo de nuestra independencia aquel dicho de “cuando me falte gente, he de pelear con perros

 

LA ENTRADA DE LAS TROPAS PORTUGUESAS

Era el 20 de enero del año 1817, cuando efectuaron las tropas portuguesas su entra a la Plaza de Montevideo, evacuada por los orientales con el delegado Barreiro.
A su frente venía el general Lecor, Barón de la Laguna, bizarro militar, conducido bajo palio. Una comisión del Cabildo había ido a recibirlo en las afueras del Portón de San Pedro, presentándole las llaves de la ciduad en una gran bandeja de plata. En la portada de la ciudad le esperaba el clero con el palio, para conducirlo bajo de él, como era costumbre. El repique de las campanas de los templos anunciaron la entrada, que se efectuó por el referido Portón, doblando por la calle de San Fernando hasta salir a la Plaza.
Delante de Lecor venía bajo el palio el Mayor de Plaza , trayendo en sus manos la bandeja con las llaves de la ciudad. En pos del Barón de la Laguna, venían las corporaciones. Seguíanle las tropas, de bizarro aspecto y bien uniformadas. Usaban grandes y pesados morriones. Los regimientos 1º y 2º de caballería traían pantalón azul, y casaca con vueltas amarillas el uno, y azul celeste el otro trayendo pendiente del lado izquierdo una gran cartera de cuero negro. La montura era de silla; el armamento:  tercerola y sable corvo grande. Los jefes y oficiales usaban pistoleras en la silla. Los caballos todos eran rabones y reyunos. El correaje de los cuerpos de infantería, blanco, cruzado en ambos lados , y fusiles de chispa.
En el 2º regimiento de caballería venía de cadete el entonces joven Augusto Posolo , de unos 14 años de edad, que después llegó a ser general de la república. Su cuerpo se detuvo en la marcha en la esquina de la Plaza, donde desviándose pidió un copo de agua a una criada, para aplacar la sed que traía. Episodio que presenciado por un niño criollo, entonces, se lo recordaba después de muchos años, a lo que contestaba que era exacto.
Las tropas de las tres armas formaron en el costado norte de la Plaza, y como era un día muy caluroso, se les hizo llevar barriles de agua de los aljibes inmediatos para que aplacasen la sed que traían de la marcha, mientras duró la formación.


Entretanto , se celebraba un Te-Deum en la iglesia Matriz a que había asistido el general Lecor con todas las corporaciones, después del cual se dirigió al Cabildo, desfilando las tropas por el frente, haciendo los honores de estilo al jefe y retirándose a los cuarteles que se les designaron, enarbolando la bandera de las quinas de Portugal en la Ciudadela.

 

LOS OMBÚES DE DOÑA MERCEDES (1804-1825)

A una legua justa de distancia de la ciudad descollaban dos grandes ombúes, conocidos por de doña Mercedes, que servían desde el tiempo del rey, como de Marco oficial de la legua. Llamaban a ese paraje el Cardal, porque e efecto existía uno de inmensas proporciones en aquel despoblado, donde no había más casa que la de doña Mercedes, esposa en primeras nupcias de don José Antuña, un buen español, cuyo trágico fin, como tal, ya lo sabrán los lectores. Tuvo por vecindad a principios del siglo una casucha, que allá por el año 4, sirvió de escuelita de Argerich.

Doña Mercedes era una criolla varonil, de buena pasta, hacendosa, matera como la mejor, que tenía delirio con los ombúes, pues aunque primos hermanos de tantos otros tan frondosos como aquellos que se alzaban en lo de Seco, Masini, Oficial Real, Árraga, Grajales, etc. Tenían, como ninguno, el mérito de servir de marco oficial de la legua. De eso hacía gala doña Mercedes, a cuya sombra se había criado.
Su primer marido, porque ha de saberse que fue casada tres veces, con Antuña, Tajes y Arévalo, se hallaba el año 7 en la plaza cuando el asalto de los ingleses, en que quedó prisionero y contuso. En esa condición lo embarcaron los ingleses con otros prisioneros para mandarlos a Inglaterra. Al subir al buque vio desde él la bandera inglesa flameando en la Ciudadela, y fue tal la impresión que le causó que exclamó: “¡Mis hijos en poder de los ingleses! , y cayó redondo sin vida.

Cuando la triste nueva llegó a oídos de doña Mercedes, que había quedado en el Cardal, ya puede uno figurarse la aflicción de la pobre señora. No abandonó su hogar al pie de los ombúes, y con el alma dolorida, vio pasar por su camino fuerzas anglicanas que se dirigían a la Chacarita de los Padres. Firme allí como una roca, pasó los años a la sombra de los añosos ombúes, casándose en segundas y terceras nupcias.
Los ombúes de doña Mercedes. ¿Quién no los conocía por aquellos parajes, en que fueron por tantos años testigos mudos de tantas cosas, de tantas peripecias políticas, resistiendo a la acción de los tiempos, como guardianes del cardal de sabrosos tallos, y guías para los viandantes que se dirigían a lo de Pacheco Medina, a lo de don Luis Sierra, a Maroñas o a la Chacarita?

Erguidos los encontró el año 25, cuando la guerra con el Brasil, y a doña Mercedes en su modesto hogar al pie de ellos, mateando como buena criolla, y convidando, franca y bonachona, con un cimarrón a los patriotas en armas de la línea sitiadora, que, desprendidos de Maroñas y de la guardia avanzada de la cuchilla frente a lo de Pacheco Medina, se venían hasta lo de doña Mercedes a platicar de la patria, hacerse de algunos avíos que les proporcionaba como buena patricia, y a tomar un mate de a caballo, cebado por su mano, con el ojo alerta a los portugueses del reducto en lo de Piñeirúa, que tenían su guardia avanzada en la esquinita del Molino de viento de don Manuel Ocampo.

Paisanos, solía decirles, apéensen no más, a matear bajo los ombúes, mientras les preparo una fritanga, que yo mandaré un muchacho de vichiador para que avise si salen los portugueses. Y como decía lo hacía; y ¡cuántas veces Marcelino Pérez, Juan Carballo, Martín Aguirre, Miguel Aguilera (a) el Diablito, Gregorio de la Peña y otros bizarros oficiales del Nº 9, no saborearon así las fritangas preparadas por la patriota doña Mercedes; la de los célebres ombúes de que dimos fe desde aquella época , y que aún se conservan, después de un siglo!

 

 

RAYMUNDO LARROBLA
1780-1805

Los indios minuanes no dieron poco que hacer a los pobladores con sus frecuentes excursiones y robos en la jurisdicción de Montevideo, y tanto , que por varias veces tuvieron que salir los vecinos armados a echarlos a sus toldos. En consecuencia, vino el año 70 el cacique Camamasán a pedir se les concediese un establecimiento a inmediaciones de Montevideo, pero no se llevó a efecto, aunque se trató de reducciones. Continuaron , pues, en sus correrías, descolgándose hasta 200 en la proximidad de lo poblado.

En una de esas excursiones, fue a caer en su poder un niño cristiano, de la vecindad de esta ciudad, de nombre Raymundo Larrobla, cuya historia vamos a referir. Raymundo era un niño de unos 9 años de edad, perteneciente a la antigua familia Larrobla, de que era jefe don Francisco, cabildante a la sazón. Acostumbraba salir a jugar con sus compañeros fuera de portones, y alejándose un día de los muros, extraviado en el gran despoblado que mediaba entre las murallas y el Cordón, se lo alzó un gaucho en su flete, con engaños.

El pobre muchacho desapareció, sin que su afligida familia pudiese averiguar su paradero, por más diligencias que hiciera para saber la suerte del desaparecido. Jamás se supo de él. Perdido en los desiertos campos, fue a caer, quién sabe cómo, en manos de los indios que merodeaban por los pagos cercanos. Cautivo de los bárbaros, el pobre niño fue a pdecer en la vida salvaje de los toldos, entre charrúas y minuanes. En esa vida errante y salvaje, en que pasó el infeliz muchos años, se familiarizó tanto con sus usos, costumbres y su lengua, que perdió hasta su propio idioma.

En esas correrías lleváronle los indios a Entre Ríos , después a Santa Fe, y últimamente a las Pampas de Buenos Aires. Por de contado, que en esas dilatadas peregrinaciones en los aduares de los indígenas, Raymundo se había hecho hombre. El cacique de la tribu adoptóle como hijo , y tanto, que al morir lo dejó de sucesor en el cacicazgo de la tribu. ¡ Quién habría sido capaz de reconocer en él al niño cristiano Raymundo, arrebatado 25 años antes de las cercanías de Montevideo por los bárbaros! ¡Si estaría transformado!

El año 1805, en una de las batidas dadas a la indiada de la Pampa por los soldados del Rey, quiso la casualidad que lo tomasen prisionero y herido, salvando de la muerte en la batida por haber acertado a balbucear al rendirse estas palabras : Cristiano Roble. Esa fue su salvación, sospechando sus vencedores que fuese algún cristiano de tantos cautivos de los indios.

En ese estado lo trajeron a Buenos Aires , y lo metieron en un cuartel, tratando de averiguar su origen. Muy luego se divulgó la noticia de haberse apresado un cacique que se decía Cristiano Roble, avivando la curiosidad de la gente. Hallábase a la sazón en Buenos Aires don Juan Francisco Larrobla, natural de Montevideo, que había ido a ordenarse de sacerdote y que venía a ser hermano de Raymundo el desaparecido. Llegando a sus oídos la nueva y fijándose en el nombre Roble del cacique, cruzó por su mente la idea de que veinte y tantos años antes, se habían llevado los indios en la Banda Oriental a un hermanito suyo llamado Raymundo, y aunque le pareciera un sueño que pudiera ser él el cacique de que le hablaba, trató de ir a verlo en el cuartel done le asistía.

Fue en efecto, obteniendo permiso para hablarle, pero como Raymundo no hablaba ni entendía ya joga del idioma castellano, nada pudo sacar de él que le iluminase, luchando entre la duda y la esperanza de que pudiese ser su perdido hermano. Valióse de un intérprete para que le interrogase, pero este no pudo obtener otra cosa sino que se llamaba Roble, que era cristiano, que los indios lo habían tomado chico en la otra Banda, y que con ellos había andado y vivido en los toldos. El padre Larrobla pareció ver confirmada su sospecha, y no cesó de interesarse por él durante la curación de sus heridas. Una vez restablecido, y después de haber adquirido la casi certidumbre de que realmente era Raymundo, lo trajo consigo el año  6 a Montevideo, para comprobar la identidad de la persona en la casa paterna.
¡Quién había de decirles que el cacique Roble, era ni más ni menos que aquel pobre muchacho Raymundo tan llorado, que había desaparecido niño, llevándoselo los indios! ¡Providencia divina! Era así.

 

 





 

 
   
 


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