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MILAGRO EN LOS ANDES (Parte I)
CANESSA, PARRADO Y CATALAN…

   
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Del cajón del río azufre a la esperanza cierta Prof. Pedro Marchant Villanueva Desde las altas montañas de nieves eternas (cercanas a los cuatro mil metros sobre el nivel del mar), los uruguayos Fernando Parrado de 23 años y Roberto Canessa de 19 años caminaron por diez días en diciembre de 1972, superando dificultades con precarias vestimentas y ningún conocimiento de alta montaña, haciéndose camino al filo de los abismos, sobreponiéndose al frío, al viento, al quemante sol, a los naturales problemas de presión sanguínea, casi al borde de la inanición. Todo ello en condiciones extremas, logrando así llegar a tierras más bajas de pastoreo natural o también llamadas veranadas, delimitadas por la confluencia del estero San Andrés y el río el Azufre; buscaban ansiosamente encontrar un paso que salvaguardara uno de los últimos bastiones geográficos que se les anteponía para alcanzar el tan ansiado contacto con la civilización.

Por un lado, al oriente, la pétrea e imponente montaña de donde ellos venían; y al sur poniente en forma de medialuna, los grandes acantilados cortados a pique, por cuyos fondos se deslizan los torrentosos y gélidos cursos de agua recién derretidos de los glaciales y nieves cercanas. Cundía la expectación e inquietud, pues en el sector había ganado de pastoreo y sin embargo por ningún lado encontraban un paso para salir de esa área. Quiso el destino que al atardecer del día miércoles 20 de diciembre de 1972, Sergio Catalán Martínez de 44 años, administrador de esos lugares de veranada, junto a sus tres hijos ya próximo a terminar sus faenas de rodeo de ganado, divisaron en una planicie sobre el barranco y al otro lado del río, en el sector de pastoreo llamado Potrero de la Loma (o de la rosa mosqueta) un movimiento anormal de los animales domésticos que pastaban en esos lugares. De improviso entre arbustos y árboles pensó que eran cazadores o excursionistas extraviados. Gritaban y agitaban sus brazos desplazándose con notoria dificultad al borde del acantilado. Catalán y su grupo sorprendidos, se aproximaron a la ribera del río, avistando de frente a los forasteros… Catalán recuerda “Eran dos hombres barbudos, flacos y sucios, de vestimentas raídas; aspecto famélicos y notoriamente debilitados, que hacían con los brazos extendidos, la mímica de un avión que caía y que el ruido del río y la distancia impedía escuchar con claridad lo que gritaban desde lo alto del barranco”. La cercanía de la noche, hacía imposible continuar intentando cualquier aproximación entre las partes, por lo cual Catalán a viva voz les gritó “volveré por la mañana para ayudarles”, los hombres adoptaron un aspecto de tranquilidad, lo que dio a entender al grupo de chilenos que el mensaje había sido captado., aparecen un par de personas tratando de hacerse ver. A primera vista se pensó que eran cazadores o excursionistas extraviados. Gritaban y agitaban sus brazos desplazándose con notoria dificultad al borde del acantilado. Catalán y su grupo sorprendidos, se aproximaron a la ribera del río, avistando de frente a los forasteros… Catalán recuerda “Eran dos hombres barbudos, flacos y sucios, de vestimentas raídas; aspecto famélicos y notoriamente debilitados, que hacían con los brazos extendidos, la mímica de un avión que caía y que el ruido del río y la distancia impedía escuchar con claridad lo que gritaban desde lo alto del barranco”. La cercanía de la noche, hacía imposible continuar intentando cualquier aproximación entra las partes, por lo cual Catalán a viva voz les gritó “volveré por la mañana para ayudarles”, los hombres adoptaron un aspecto de tranquilidad, lo que dio a entender al grupo de chilenos que el mensaje había sido captado.

 

El jueves 21, Catalán se levantó temprano como a las seis de la mañana, y en su mula se dirigió por el sendero río abajo, hasta el puesto principal de los Maitenes, ubicado a unos dos y medio kilómetros. En ese punto desde la ribera del río Azufre se comunicó a viva voz, con su trabajador Armandito Cerda de 64 años, el cual alertado por Catalán se aproximó a la rivera, recibiendo un mensaje escrito en un papel que envolvía una piedra, lanzada sobre el río. En el escrito, Catalán le indica a Cerda que preste ayuda y auxilio inmediato a unas personas divisadas en el potrero de la Loma. Luego, Catalán retornó río arriba llegando hasta el lugar de su campamento donde desayuna. A continuación en compañía de sus hijos y arrieros, se dirigió hasta el lugar donde se había comunicado el día anterior con las dos personas. Al llegar al sector, en un alto del barranco, constató que lo esperaba una de las dos personas con las cuales había hecho contacto. Catalán le hizo señas y le gritó que caminara en paralelo junto al él para que bajara del barranco, hasta que se aproximaron a un lugar donde sólo los separaba el caudaloso río San Andrés. Entonces Catalán, a la orilla del río, de puño y letra le escribe un mensaje, en un improvisado papel de saco de cemento “Va a venir luego un hombre a verlo, que le fui a decir. Contésteme que quiere”. Acto seguido envolviendo con el mensaje una piedra, lo lanzó como un proyectil al otro lado del río, donde fue recogido y leído por Fernando Parrado. Comprendido el mensaje, Parrado le comunicó en voz alta y con mímica que sólo tenía un lápiz labial (el de su hermana)… frente a esto, Catalán le lanzó un lápiz de pasta atado junto a una piedra, la que fue envuelta en un pañuelo, que le facilitó su hijo Checho. Logrado el objetivo, Parrado se sentó a escribir junto a una roca: “Vengo de un avión que cayó en las montañas; soy uruguayo. Hace diez días que estamos caminando. Tengo un amigo herido arriba. En el avión quedan 14 personas heridas. Tenemos que salir rápido de aquí y no sabemos cómo. No tenemos comida. Estamos débiles. ¿Cuándo nos van a buscar arriba? Por favor no podemos ni caminar. ¿Dónde estamos? La devolución del mensaje por Parrado, usando la misma técnica de Catalán fue débil, cayendo al agua cerca de la rivera opuesta, actuando oportunamente Checho para rescatarla del rápido caudal. Una vez enterados del mensaje el arriero comprendió la dramática situación y le tiró cuatro tortillas (panes artesanales), que cruzaron por sobre el río llegando a buen destino. Catalán, de espíritu profundamente cristiano creyó en el mensaje y siendo las nueve de la mañana, se dirigió de inmediato en su mula en busca de ayuda, por el sendero río abajo, en dirección al poblado más cercano; esto es Puente Negro, ubicado a 70 kilómetros de donde se encontraban los dos sobrevivientes uruguayos.

 

Entre tanto, Armandito Cerda que había ido a buscar su caballo, se preparaba para ir al potrero de la Loma a cumplir lo solicitado por su patrón, delegando sus tareas del puesto en otros trabajadores. Cerda en su caballo cruzó el potrero de las Pommes y bajó por un sendero el acantilado, luego cruzó por un rústico puente el río El Azufre y continuando por el sendero subió los acantilados. Una vez en el sector del potrero o planicie de la Loma, Parrado lo vio venir y se dirigió a él saludándolo emocionadamente, pues era el primer chileno con quién tenía contacto directo. Parrado, entonces lo condujo hasta donde estaba tendido a la sombra de unos árboles el exhausto y debilitado Roberto Canessa. A Cerda le narraron su dramática situación, la odisea vivida y su gran hambre, ante lo cual Armandito les dio de sus provisiones, tortilla y queso. Mientras ellos comían, Cerda aprovechó para ir a las cercanías a hacer un “taco” para cambiar el curso del agua de regadío para el pasto natural. A su regreso, Armandito Cerda ayudó a subir al anca de su caballo al fatigado Canessa y se dirigieron en fila, entre la vegetación, por un sendero donde es muy poco visible la bajada hasta el fondo del barranco. El río Azufre fue cruzado por el rústico puente hecho de troncos, tierra y paja, de escaso metro y medio de ancho, y que se utilizaba para el paso del ganado al sector de la Loma. Subiendo por un estrecho sendero, alcanzaron el otro barranco, que los llevaría al potrero de las Pommes. De ahí continuaron hasta el puesto de Los Maitenes, donde se les dio de comer, para luego descansar y dormir al interior de un pequeño rancho de tablas. Mientras tanto, Catalán cordillera abajo, montado en su mula, iba a pedir auxilio para estos sobrevivientes. Cabalgando por más de 14 kilómetros, se encontró con un grupo de trabajadores de vialidad, que arreglaban el camino que conduce a Las termas del Flaco. Contándoles lo ocurrido, Catalán les mostró el mensaje. Frente a la evidencia, el jefe de cuadrilla Sr. Daniel Chacón autorizó al chofer Sr. José Jiménez para que en un camión trasladara al arriero hasta el Retén de Carabineros de Puente Negro. En esta localidad, los uniformados mediante radio trasmisor, informan a la central de San Fernando, que a su vez retransmite, la noticia a Santiago de Chile. Los minutos y las horas siguientes fueron de gran actividad, sorpresa nacional y mundial. El comunicador social sanfernandino Archibaldo Morales en línea directa a través de una emisora radial de Santiago, adelantándose a todos los medios informativos, dio la gran noticia: “San Fernando, Chile urgente: los uruguayos están vivos”.

 

MILAGRO EN LOS ANDES
SERGIO CATALÁN “EL ARRIERO”

1Representa el prototipo del huaso colchagüino auténtico, de raíces netamente hispanas, común de ver en estas tierras huasas de Colchagua y Cardenal Caro. Su tez blanquísima, ojos verde agua; nariz y labios finos y su contextura fuerte, lo hacen lucir en las pocas entrevistas que concede, dada su naturaleza de hombre de campo, afable y sencillo. A sus 79 años bien vividos, con una reciente y exitosa operación de caderas a cuestas, avalan a un hombre interesante, que siempre lo encontrará, donde Ud. Lo vea, con su vestimenta huasa, orgulloso de sus ancestros y de su tierra colchagüina. Valorado por sus nobles virtudes; una fe cristiana y sana hospitalidad, vive con su familia en forma tranquila y reposada, en una pequeña localidad llamada Roma, distante a 14 Kms. de San Fernando; lugar que “no cambiaría por nada del mundo”, según su decir. Nace el 02 de Marzo de 1928 en Isla de Briones, hijo primogénito de la Sra. María de la Cruz Martínez Duque y de don Francisco Ignacio Catalán Bustamante; este último oriundo del Quillay, cercano a Paredones; siendo bautizado con los nombres de Pablo Sergio. Sus estudios los realiza en la escuela de Tres Puentes, localidad de Tinguiririca, cursando hasta el tercer año básico; luego en los años siguientes de cuarto a sexta preparatoria , continúa en la escuela de Isla de Briones; actualmente desaparecida; pero su ubicación corresponde hoy en día a los terrenos que ocupa el Internado de Puente Negro. En aquel lugar, se desarrollaban las colonias escolares de San Fernando, un programa que favorecía a los niños de escuelas públicas. Sus compañeros (as) de estudio, lo recuerdan como un alumno vivaz, inteligente, de espíritu servicial y buena conducta. Desde muy niño estuvo vinculado con los trabajos del campo, especialmente la ganadería, trabajando siempre con ganado propio, con un cariño y tesón admirado por sus pares. Para Sergio Catalán no hay una oveja igual a la otra, reconociendo de inmediato aquella oveja perdida, entre cientos de ellas diseminadas cordillera adentro. Si se le pregunta como las retiene en la memoria, él dice sencillamente “Cada oveja no tiene lo que tiene la otra “. El año 1938, su padre don Francisco, arrienda la cordillera “la Duartina “ para pastoreo de su ganado, ubicada en el cajón del Tinguiririca; sector cordillerano actualmente intervenido por la empresa de Ingeniería Pacific Hydro, encargada de la construcción de la Hidroeléctrica La Higuera para la zona. Así la pureza de la Naturaleza que Catalán conoce como a la palma de su mano, comienza a contrastar con la tecnología invasora de fierro, cemento, ruido y maquinarias. Casado con doña Virginia H. Toro Aros, (doña Noyita), sus vivencias transcurren en Puente Negro y además en el desolado lugar de las Huertecillas, distante a unos 30 Kms. de Puente Negro, donde la familia fijaba su lugar en la temporada de primavera y verano; punto de partida para que don Sergio, trasladara sus animales cordillera adentro, buscando pastizales frescos; época de veranadas. Del matrimonio nacen nueve hijos: Cucho el mayor, y en orden sucesivo, Mili, Mabel, Checho, César; Gonzalo y las encantadoras mellizas Daniela y Paula. Todos ellos, incluyendo las cuatro mujeres, conocen el valor y dominio del caballo, el arreo y cariño por los animales; el manejo del perro ovejero; estando en condiciones de reemplazar a su padre en sus faenas de arriero si fuese necesario. Quiso el destino, que viviendo en Puente negro, le tocó un día 21 de Diciembre, mientras arriaba animales en el cajón del Azufre, el hecho fortuito de encontrarse a la “hora de la oración”, con dos desconocidos, separados por un río profundo y acantilados, imposible de atravesar. Existían temores que estas personas dada la inestabilidad política del país en plena Unidad Popular, no fueran turistas extraviados, sino extremistas. Aún así, el arriero Catalán comprende su delicada situación, dándole esperanza de socorrerlos al día siguiente, lo cual cumple ba¬jando primero a los Maitenes para dar aviso a Armandito Cerda y luego regresar río arriba al esperado encuentro con Parrado…En un accionar inteligente y meteórica carrera, salva a estos dos hombres y por con-siguiente al resto de los sobrevivientes, confinados a más no poder en el interior de los Andes. Al respecto en referencia a publicaciones que señalan que los méritos corresponden a otra persona, don Sergio no entra en controversias ya que para él, la verdad es una sola; avalada por su conciencia de hombre de bien y la de los propios uruguayos a quien salvó. Catalán sentencia “Solo cumplí con mi deber y como buen colchagüino y chileno que soy “

 

LA HISTORIA JAMÁS CONTADA DE LA TRAGEDIA DE LOS ANDES Y UN SOBRENOMBRE :
"EL 17" por. Alfredo Serra


La acción tres meses más tarde del rescate de los supervivientes, en la redacción de Gente. Samuel Gelbung, a la sazón mi jefe, empezó a tironearse mechones de pelo: su invariable tic cuando pensaba alguna nota extraordinaria que hiciera llorar al país, como decía antes de encargarla.
Hoy no tiene una brizna de pelo: ¿habrá sido por aquella flagelación, o por genética? En todo caso, poco importa: fue y es el mayor creador de notas que conocí. El que siempre descubría la perfecta vuelta de tuerca…

2Directo, me dijo: "Pingüirama –así me llamaba–, hay una sola nota de los uruguayos que falta, y que a nadie se le ocurrió. Hay que llegar al avión, meterse, y contar desde allí lo que pudieron sentir los dieciséis a lo largo de setenta y dos días. Andá a Mendoza, averiguá cómo llegar, y hacéla".
Fui al punto más cercano: Malargüe. Bajé (bajamos con mi compañero, el fotógrafo Eduardo Frías), averigüé, contraté a dos arrieros chilenos, compré ropa y víveres sin medida, y una mañana, con veintidós grados bajo cero, los arrieros, nosotros, y dos caballos de refuerzo, partimos desde un rancho nada lejos de las estribaciones de la montaña.
Tres días y tres noches a caballo. Para mí, debut: la primera y única monta de mi vida eran los petisos que, de niño, por centavos, me paseaban por dos vueltas a la manzana… De día, cabalgata a paso medio. De noche, dormir sobre el hielo tapados con gruesos y negros ponchos chilenos.
Y de pronto, una mañana, detrás de un mar de penitentes de hielo de aguzadas puntas, ¡el avión!
Los caballos claudicaron, y debimos avanzar trescientos metros a pie. Caí agotado, me deshidraté, pero rompí algunas puntas de hielo con mi guante de cuero, las chupé como si fueran un delicioso helado, me recuperé, y alcancé la meta.
Nada quedaba de la tragedia y de la épica de los uruguayos. Nada, salvo el esqueleto del avión, como un pájaro o un insecto gigante y desarbolado, la montaña por la que trepó Fernando Parrado en la última excursión, un infinito manto de nieve, y un silencio más profundo que el del espacio exterior, sus soles, sus estrellas, sus supernovas.
Entramos a las entrañas del cadáver, pasamos allí el resto del día y la interminable noche, y al mediodía siguiente nos envolvió una vorágine de viento y nieve que laceraba nuestras caras y hacía desaparecer todo punto de referencia, como si estuviéramos en un planeta desconocido.
Los chilenos no vacilaron. "Es la última tormenta de la temporada. Si no nos vamos ahora, la cosa se va a poner muy difícil. Monten y arranquemos. No hay tiempo que perder".
Caminé hacia mi dócil caballo, que marchaba de memoria. Puse mi pie izquierdo en el estribo, y antes de saltarle al lomo, descubrí, en el vasto campo blanco casi borroso por la ventisca, una tenue línea verde.
Volví sobre mis pasos, cavé unos centímetros, y rescaté un porta documentos de plástico. Sin tiempo para averiguar de qué se trataba, qué hacía allí en ese desierto blanco, lo metí en mi bolso, y empezamos a cabalgar. Llegamos al rancho de la partida un día después, sin descanso.
Ya de noche, en el hotel de turismo de Malargüe y luego de una ducha casi hirviente, en la cama, lo abrí. Eran los documentos de Fernando Parrado: su cédula de identidad y su carnet del Automóvil Club Uruguayo.
Ómnibus hasta Mendoza, avión hasta Buenos Aires. Ya en la redacción, llamé a Fernando por teléfono.
-Hola, Alfredo.
-Fernando, vengo del avión.
-¿Cómo?
-Sí, llegamos al avión con un fotógrafo y dos arrieros.
-¿Están locos?
-Casi… Pero tengo algo para vos.
-¿Qué?
-¡Encontré tus documentos!
-El frío te hizo mal… Estás delirando.
-No. Los tengo en la mano -y los describí-.
-¿Están los dólares?
-No. ¿Qué dólares?
-Meté la mano en uno de los bolsillos. Tiene que haber ciento cincuenta dólares.
-(Después de rebuscar) Sí, aquí están. Vení a buscarlos cuando quieras.
Viajó dos días después, y la entrega fue una ceremonia en la redacción de Gente. Fotos, comentarios, abrazos. Había un billete de cien y cinco de diez. El último de diez, sin consultarnos, lo partimos por la mitad, como un amuleto.
En adelante, Fernando viajó por todo el mundo, invitado a dar conferencias sobre supervivencia ante notorios empresarios, y yo a París, Roma, El Cairo, Líbano, La Habana, el Tren Transiberiano (Moscú a Vladivostok), Liberia, Alto Volta -hoy Burkina Faso-, Kenia, etcétera.
Pero aquellas dos mitades, hasta hoy, siguen –dormidas pero vivas y protectoras– entre nuestros pasaportes.
En mi caso, en el instante del despegue, la acaricio entre el índice y el pulgar. Nunca le pregunté, pero creo que Fernando cumple el mismo rito.
(Post scriptum: desde entonces, como un homenaje a mi silencio que acaso no merezco, Carlitos Páez Vilaró, hijo del gran artista que ya dejó este mundo, me bautizó "El 17": la mejor medalla que me hayan conferido en más de medio siglo de periodismo).

 

PERSONAL CIVIL Y UNIFORMADOS
LA OPERACION DE RESCATE DELOS SOBREVIVIENTES

por : Dr. J. Balocchi, Prof. Pedro Marchant, Sr. Manuel Barrera

Jueves 21 de diciembre de 1972…..


Catalán y su mensaje milagroso.
Sergio Catalán Martínez, batallando desde muy temprano, luego del encuentro con los sobrevivientes señores Parrado y Canessa en el cajón del Río del Azufre y Portillo, se dirige al puesto de los Maitenes distante a 2,5 km río abajo, con el fin de dar instrucciones precisas a su empleado Armandito Cerda Retamales, para el cuidado de los uruguayos. Cumplida esta misión y mientras Armandito guía a los uru¬guayos al puesto de Los Negros en Los Maitenes, Catalán se dirige con destino al poblado más cercano; esto es Puente Negro, distante a más de 60 km. de Los Maitenes, a fin de dar cuenta a Carabineros de Chile. En su viaje en mula, porta como único documento el intercambio de notas con Parrado, escrito en un papel de envoltorio de cemento. Al fin llega al sector de las Huertecillas, donde cruza el Río Tinguiririca, a través de un puente cimbra (pasarela colgante para personas y ga¬nado), próximo al arroyo de Los Helados. De esta manera alcanza al otro lado, el camino vehicular que lleva a Las Termas del Flaco. Uno a dos kms. Más abajo se encuentra con una avanzada de vialidad, que estaba despejando la ruta. Explicándoles el motivo de su viaje, les muestra a su vez la nota escrita, autorizando el jefe del contingente Sr. Daniel Chacón, para que lo transportaran en un camión hasta el Reten Fronterizo del poblado de Puente Negro. Serían las 13:00 cuando es recibido por el funcionario de guardia Cabo 1° Elino Mira Bustamante, quien inmediatamente lo envía a la casa del Jefe del Retén en horario de almuerzo, Sgto. 1° Orlando Menares Lorca, egresado del curso de Fronteras y Límites. Menares recuerda: “Estaba listo para almorzar cuando llega don Sergio, acompañado de un chofer de vialidad contándome lo sucedido. Me mostró un mensaje escrito en un papel de cemento. Me llamó la atención la buena ortografía, lo dramático de la redacción, lo que sumado al prestigio de buen vecino de don Sergio, le di toda credibilidad a la historia”.Don Orlando continúa diciendo: “Por ello decidí dar cuenta vía radio¬comunicaciones con la Primera Comisaría de San Fernando. Me contacté con mi Comandante Coronel Sr. Ibar Muñoz Peña, prefecto de Colchagua, quien luego de enterarse de los pormenores me dijo: “Que no se vaya el caballero (por don Sergio), que yo voy de inmediato”. Entonces personalmente dio aviso a la superioridad en Santiago, con fines de iniciar lo más pronto posible el rescate”; termina recordando Orlando Menares.Preparativos del rescate vía terrestre en Los Maitenes yPuente Negro.
Se organizó una patrulla compuesta por el practicante Cabo 1° Vicente Espinoza Muñoz; Cabo 1° Guillermo Valdés Ávila; Cabo 1° Elino Mira B., más el voluntario de la patrulla forestal Sr. Jaime Reyes Parra, sumándose además el Cabo 1° Manuel Barrera Labraña, conductor del jeep forestal N° 37 y el Sr. Fernando Calquín, chofer de ambulancia del Hospital de San Fernando, todos ellos al mando del capitán Leopoldo Curbis Vega, junto al Teniente José Antenor Camiruaga. Se agregan refuerzos desde el Retén Termas del Flaco, mediante el apoyo de dos efectivos, equipados con radiotransmisor, siendo ellos los Cabos 1° Fernando Valenzuela M. y Gabriel Ríos Y., con destino a Los Maitenes.
Mientras tanto el Sargento 1° Menares, dio orden estricta de acordonar la zona y de bajar las barreras de acceso a la entrada del poblado de Puente Negro, para impedir la entrada de personas que pudieran entorpecer la labor del rescate. Además logró conseguir un camión particular, facilitado gentilmente por el Sr. Lineros transportista de San Fernando.
Conformada la patrulla y viajando entre ellos el propio Sergio Catalán, inicia su partida tipo 15:00 horas movilizándose en un camión con sus caballares; un jeep forestal; más la ambulancia. Alcanzan a las 20 horas aproximadamente el segundo puente cimbra que va por el lado este del río El Azufre vía rumbo Los Maitenes. Finalmente a contar de las 22:00 hrs., los distintos grupos movilizados tanto a pie como a caballo, comienzan a arribar a su destino en el puesto de los Maitenes. Vicente Espinoza fue el primero en llegar al lugar, prestando los primeros auxilios a Parrado y Canessa.
Posteriormente, se agrega una patrulla motorizada del regimiento de Infantería Colchagua N° 19, con equipos de comunicaciones y otra patrulla perteneciente al Cuerpo de Socorro Andino (CSA), también con equipo de radiotransmisor. Sin embargo el conglomerada de cerros del lugar, hacían imposible una comunicación radial con San Fernando, por lo cual las comunicaciones de efectuaban a través de una pareja montada, desde el puesto Los Maitenes hasta el puente cimbra del Azufre (12 kms), de ahí continuaba el jeep a cargo del Cabo Barrera por el camino Termas del Flaco a San Fernando.

La noticia al mundo entero: “VIVEN”

El Capitán de Carabineros Leopoldo Curbis, tomó las primeras declaraciones de los uruguayos, confirmando entonces la veracidad de la historia. Seguidamente envía a la pareja montada al puente del Azufre y a través del jeep, se inicia la primera comunicación hasta San Fernando sobre la existencia real de sobrevivientes. Se ordenó desde San Fernando que Barrera regresara al puente El Azufre y a través de la pareja montada a Los Maitenes, con el fin de que el señor Canessa y Parrado confeccionaran una lista de los sobrevivientes, más los fallecidos en el accidente. Así se hizo, operando una vez más el sistema de comunicación vía terrestre. Barrera, que portaba la lista de los sobrevivientes, al regresar a la base de la comisaría de San Fernando, coincidió con la visita del encargado de negocios del Uruguay para Chile, Sr. Cesar Charlone Ortega, el que a su vez traía consigo la lista de todos los pasajeros del avión Fairchild siniestrado. Cotejando los nombres y no existiendo duda, le corresponderá al propio Carlos Páez Vilaro (padre de uno de los deportistas accidentados) leer emocionadamente la lista de los sobrevivientes en el propio cuartel, vía directa a Uruguay y al mundo y saber que su hijo, para su gran fortuna, había sobrevivido.El Coronel de Ejército señor Enrique Morell, Comandante del regimiento Colchagua, informa al Servicio Aéreo de Rescate (SAR) de Santiago, quienes, dado lo avanzado del día disponen efectuar la operación de rescate para el día 22 a partir de las 6:00 horas.

Viernes 22 de Diciembre de 1972:

Ese día, ambos jefes, tanto de Carabineros, como de las FFAA de Chile, deciden trasladar a los uruguayos desde Los Maitenes al camino público Termas del Flaco vía San Fernando. De este modo y a caballo, el practicante Vicente Espinoza lleva a Parrado y de igual forma lo hace el civil Jaime Reyes con Canessa. Luego de un avance no ma¬yor de un km., es cuando irrumpen los helicópteros del SAR, optando por regresar el grupo nuevamente al puesto de mando de Los Maitenes. Los helicópteros, piloteados por los comandantes Jorge Massa y Carlos García, en arriesgada maniobra por la pésima visibilidad y turbulencia, guiados por el uruguayo Parrado, junto a andinistas del C.S.A. entre ellos Claudio Lucero logran rescatar al primer contingente de sobrevivientes (Páez, Inciarte, Mangino, E. Strauch, Fernández y Algorta), arribando nuevamente a los Maitenes. En aquel lugar, los primeros auxilios fueron prestados por el doctor Eduardo Arriagada, médico militar que ejercía en el Hospital de Chimbarongo; la enfermera voluntaria Srta. Wilma Kock Alvarado, del Hospital de la Fuerza Aérea de Chile (FACH) y del practicante Espinoza.
Durante la tarde del viernes 22, los ocho sobrevivientes fueron trasladados al Hospital de San Fernando, donde su médico director, Dr. Fernando Baquedano dispone lo mejor del hospital (pensionado, médicos y personal de enfermería y paramédicos), junto a funcionarios de seguridad; con el fin de dar una buena atención y resguardo de su integridad física y espiritual frente al asedio de periodistas y curiosos.


Sábado 23 de Diciembre de 1972:
Rescate del segundo grupo de uruguayos.


Aquel día, nuevamente los helicópteros del SAR, tras otra peligrosa maniobra llegan por segunda vez al sitio del siniestro, con el fin de rescatar al resto de los uruguayos (Zerbino, Vizintin, A. Strauch, Francois, Harley, Sabella, Methol y Delgado), los que permanecían desde el día anterior, acompañados por miembros del CSA. Este grupo fue llevado al regimiento de Colchagua y de ahí a la Posta Central de Santiago, sin acceder al Hospital de San Fernando.
Ambos grupos previo a su traslado, fueron recibidos en el helipuerto del Regimiento de Colchagua N° 19, organizando su atención el propio Comandante Morell, quien contaba con una unidad de atención médica para tal efecto.

 

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MILAGRO EN LOS ANDES


Hemos dejado prácticamente fijo este espacio para motivar a todos quienes lean los testimonios y por distintas circunstancias puedan estar pasando por momentos depresivos. En lo particular ante una pérdida tan fuerte como lo fue mi hermano, me ha servido de mucho para encontrar las fuerzas para superar las montañas que muchas veces presenta la vida…fuerzas ¡¡¡SE PUEDE!!!

01“NANDO” PARRADO, RELATA COMO LOGRARON SUBIR CON ROY HASTA EL FUSELAJE EN MEDIO DE UNA TORMENTA DE NIEVE, A LA VUELTA DE LA ÚLTIMA EXPEDICIÓN A LA COLA. VERDADERAMENTE CONMOVEDOR.
Extractado del libro “Milagro en los Andes” , de Fernando Parrado.
"Partimos en dirección ascendente por la ladera a media mañana. El cielo estaba encapotado cuando salimos y las nubes estaban muy bajas, pero la temperatura era suave y el tiempo estaba calmado. Roberto y Tintín iban a la cabeza, mientras que Roy se había quedado rezagado detrás de mí. Como en ocasiones anteriores, el esfuerzo para subir por la ladera caminando por la gruesa capa de nieve que nos llegaba hasta las rodillas fue agotador y a menudo nos parábamos para descansar. Sabía que Roy estaba sufriendo por el gran esfuerzo realizado, así que no le quité ojo y aflojé el paso para evitar que se quedara demasiado atrás. Cuando llevábamos una hora de camino, miré al cielo mientras descansaba y me dejó perplejo lo que vi. Las nubes habían crecido y se habían vuelto de un siniestro gris oscuro. Estaban tan bajas que creía que podía tocarlas. Entonces, mientras seguía observando, las nubes se precipitaron sobre nosotros, como la cresta de una ola asesina. Antes de que pudiera reaccionar, el cielo pareció caerse y nos vimos asediados por una de las ventiscas relámpago a las que los que conocen los Andes llaman «viento blanco». En cuestión de segundos, todo era un caos. La temperatura cayó en picado. El viento me empujaba y me arrastraba con tanta fuerza que tuve que balancearme hacia delante y atrás para evitar desplomarme. La nieve remolineaba vertiginosamente a mi alrededor, clavándose en mi rostro y desorientándome. Entrecerré los ojos para ver entre la ventisca, pero la visibilidad era casi nula y no había ni rastro de los demás. Por un instante me entró el pánico.
—¿Cuál es el camino ascendente? —me pregunté—. ¿En qué dirección tengo que ir?
Entonces oí la voz de Roberto que sonaba débil y distante en el intenso rugido dela tormenta.
—¡Nando! ¿Me oyes?
—¡Roberto! ¡Estoy aquí!
Miré detrás de mí. Roy había desaparecido.
—¡Roy! ¿Dónde estás? No hubo respuesta.
A unos diez metros detrás de mí, vi un bulto gris y borroso en la nieve y me di cuenta de que Roy se había caído.
—¡Roy! —grité—. ¡Vamos!
No se movió, así que bajé por la ladera tambaleándome hasta el lugar donde yacía. Estaba acurrucado en la nieve, con las rodillas contra el pecho y cubriéndose el cuerpo con los brazos.
—¡Muévete! —ordené chillando—. ¡La ventisca nos matará si no seguimos moviéndonos!
—No puedo —contestó Roy, lloriqueando—. No puedo dar ni un paso más.
—¡Levántate, pelotudo! —grité—. ¡Moriremos aquí!
Roy alzó la vista para mirarme y su rostro hizo una mueca de miedo.
—No, por favor —sollozó—. No puedo. Déjame aquí.
La ventisca cobraba intensidad por segundos y, mientras estaba de pie junto a Roy, el viento soplaba a ráfagas tan fuertes que creía que me levantaría del suelo. Estábamos atrapados en una blancura total. Había perdido completamente el sentido de la orientación y mi única esperanza de poder regresar al fuselaje era seguir el rastro que dejaban Roberto y Tintín, aunque la intensa nevada borraba rápidamente sus huellas. Sabía que no nos esperarían, ya que ellos también estaban luchando por sobrevivir, y sabía que cada segundo que me quedara con Roy nos llevaría a ambos más cerca de la tragedia. Bajé la vista hacia Roy. Le temblaban los hombros del llanto y estaba casi medio cubierto de nieve.
02«Tengo que dejarle o moriré —pensé—. ¿Puedo hacerlo? ¿Tengo el valor de dejarle aquí para que muera?». No respondí a estas preguntas con palabras, sino con hechos. Sin pensármelo dos veces, le di la espalda a Roy y seguí el rastro de los demás hacia arriba de la ladera. Mientras me tambaleaba por la fuerza del viento, me imaginé a Roy tumbado en la nieve. Lo imaginé mirando cómo desaparecía mi sombra en medio de la ventisca. Sería la última imagen que viera. «¿Cuánto tiempo tardará en quedarse inconsciente? ¿Cuánto tiempo sufrirá?», me pregunté. Yo había avanzado ya unos quince metros y no podía borrar su imagen de mi mente: desplomado en la nieve, tan indefenso, tan patético, tan derrotado. Sentí una imperiosa necesidad de despreciarle por su debilidad y falta de coraje, o al menos así me lo pareció entonces. Visto en retrospectiva, la situación parece bastante distinta. Roy no era un enclenque. Había sufrido más que la mayoría de nosotros y había reunido las fuerzas para resistir, pero era muy joven y su cuerpo se había visto tan terriblemente azotado que había resultado demasiado abrumador para todos sus recursos, físicos y psíquicos. Todos nos estábamos forzando hasta el límite, pero en elcaso de Roy el proceso había sido demasiado doloroso y rápido. Ahora me molesta no haberle mostrado más paciencia ni haberle dado más ánimos en la montaña y me he dado cuenta, tras años de reflexión, que el motivo de que le tratara como lo hice fue que vi demasiado de mí mismo en él. Ahora sé que no podía soportar los quejidos agudos de la voz temblorosa de Roy porque era una expresión vivida e inquietante del terror que sentía en mi propio corazón, y la cara casi desencajada que mostrábame enfurecía sólo por ser un reflejo de mi propia desesperación. Cuando Roy se rindió y se tumbó en la nieve, supe que había llegado al final de su lucha. Había encontrado el lugar donde la muerte se lo llevaría por fin. Pensar en Roy yaciendo quieto en la ladera, desapareciendo bajo la nieve, me obligó a preguntarme cuánto tardaría en llegar mi propia rendición. ¿En qué lugar sucumbirían mi propia voluntad y fortaleza? ¿Dónde y cuándo abandonaría la lucha y me tumbaría, tan asustado y derrotado como Roy, en el agradable confort de la nieve?
Ésta era la verdadera fuente de mi ira: Roy me mostraba mi futuro y, en ese momento, le odié por ello. Por supuesto, no había tiempo para llevar a cabo esa reflexión introspectiva en esa montaña azotada por la ventisca. Actuaba basándome sólo en el instinto y, mientras me imaginaba a Roy sollozando en la nieve, todo el desprecio y el escarnio que había sentido hacia él en las últimas semanas explotó en una furia asesina. Impulsivamente, maldije como un loco en medio de las fuertes ráfagas de viento.
—¡Mierda! ¡Carajo! ¡La reconcha de la reputísima madre! ¡La puta madre que te parió!
Estaba fuera de mis casillas por la ira y, antes de darme cuenta, bajé bruscamente por la ladera hacia donde había caído Roy. Al llegar a él, le golpeé con violencia en la caja torácica. Me tiré encima de él, asestándole un fuerte golpe en el costado con las rodillas. Arrodillado sobre él, cerré el puño y le asesté fuertes puñetazos. Mientras rodaba y gritaba en la nieve, le insulté con tanta violencia como le atacaba con los puños.
—¡Hijo de puta! —grité—. ¡Cabrón de mierda! ¡Levántate de una maldita vez, boludo! ¡Levántate o te mataré! Te lo juro, cabrón.
Me había esforzado, desde que pisé la montaña, en mantener la compostura y evitar malgastar la energía dando rienda suelta a mi ira y mis miedos. Pero, ahora, mientras asediaba a Roy, sentí que mi alma se vaciaba de todo el miedo y el veneno que toda mi estancia en la montaña había vertido. Le pateé las caderas y los hombros con mis botas de rugby. Le di empujones en la nieve. Le dije todas las soeces que se me ocurrieron e insulté a su madre de formas que no me gusta recordar. Roy lloraba y gritaba mientras le maltrataba pero, finalmente, se puso de pie. Le empujé hacia delante con tanta fuerza que casi se cae de nuevo. Y seguí empujándole con violencia, obligándole a subir por la ladera recorriendo de golpe por lo menos un metro a cada paso.
Nos peleamos bajo la ventisca. Roy sufría muchísimo por el esfuerzo y mi propia fuerza se iba desvaneciendo. La agresividad de la ventisca era aterradora. Mientras me esforzaba por respirar en aquel aire sin oxígeno, los remolinos de viento me quitaban el aliento y no me dejaban inspirar, obligándome a espurrear y a atragantarme como si me estuviera asfixiando. El frío me golpeaba como un martillo y avanzar a duras penas por la profunda capa de nieve me resultaba terriblemente agotador. Pronto se agotó totalmente la fuerza de mis músculos y cada paso exigió un acto de voluntad descomunal. Roy seguía delante de mí, de forma que yo pudiera seguir empujándole hacia delante, y ambos ascendimos por la montaña a la par. Sin embargo, tras recorrer unos cientos de metros, Roy se desplomó hacia delante y yo me di cuenta de que había agotado hasta su último ápice de energía. Esta vez no traté de levantarle, sino que lo rodeé con los brazos y lo levanté de la nieve. Aun a pesar de todas las capas de ropa que llevaba, pude notar lo delgado y débil que estaba ahora y se me enterneció el corazón.
—Piensa en tu madre, Roy —le dije con los labios pegados a su oreja para que pudiera oírme entre la ventisca—. Si quieres volverla a ver, ahora debes sufrir por ella.
Roy tenía la mandíbula relajada y los ojos le daban vueltas bajo los párpados. Estaba a punto de irse al otro mundo, pero aun así logró asentir débilmente: lucharía. Para mí, este momento de valentía fue tan destacable como cualquier otro acto de coraje y fortaleza que hubiéramos visto en la montaña y, ahora, cuando pienso en Roy, siempre me acuerdo de él en ese momento, como un héroe. Roy se recostó contra mí y ascendimos juntos. Se esforzó con todas sus fuerzas, pero pronto llegamos a un punto en el que la pendiente de la ladera era muy acusada. Roy me miró con calma, resignado, consciente de que subir por allí no estaba al alcance de sus posibilidades. Eché una ojeada entre la nieve que caía con fuerza, tratando de determinar la pendiente de la subida, y entonces le agarré más fuerte de la cintura y, con la poca fuerza que me quedaba, le levanté del suelo, cargándole a hombros. Después, dando un paso lento y penoso tras otro, ascendí con él a cuestas. Estaba oscureciendo y costaba ver el rastro que habían dejado los demás. Ascendí por intuición y, mientras me dirigía sin ayuda hacia el lugar del accidente, me atormentaba constantemente la idea de que me había desviado y caminaba hacia ninguna parte. Sin embargo, finalmente, cuando asomaban las últimas luces de la tarde, vi la tenue silueta del Fairchild a través de la nevada que caía. En ese momento arrastraba penosamente a Roy más que llevarle a cuestas, pero al ver el avión sentí un arranque de energía y conseguí llegar hasta él. Los demás me quitaron a Roy de los hombros mientras entramos tambaleándonos en el fuselaje. Roberto y Tintín se habían desplomado en el suelo y yo me dejé caer con todo mi peso a su lado. No podía dejar de tiritar y los músculos me quemaban y temblaban por el agotamiento más intenso que he sentido jamás. «Me he quemado —pensé—. Nunca me recuperaré. Nunca tendré fuerzas para subir por la montaña». Pero estaba demasiado cansado como para preocuparme por eso. Me cobijé entre el montón de cuerpos que se apretaban contra mí, robándoles calor, y, por primera vez en el Fairchild, me dormí rápida y profundamente durante horas."

 

CANESSA, PARRADO Y CATALAN…
Del cajón del río azufre a la esperanza cierta
Prof. Pedro Marchant Villanueva



Desde las altas montañas de nieves eternas (cercanas a los cuatro mil metros sobre el nivel del mar), los uruguayos Fernando Parrado de 23 años y Roberto Canessa de 19 años caminaron por diez días en diciembre de 1972, superando dificultades con precarias vestimentas y ningún conocimiento de alta montaña, haciéndose camino al filo de los abismos, sobreponiéndose al frío, al viento, al quemante sol, a los naturales problemas de presión sanguínea, casi al borde de la inanición. Todo ello en condiciones extremas, logrando así llegar a tierras más bajas de pastoreo natural o también llamadas veranadas, delimitadas por la confluencia del estero San Andrés y el río el Azufre; buscaban ansiosamente encontrar un paso que salvaguardara uno de los últimos bastiones geográficos que se les anteponía para alcanzar el tan ansiado contacto con la civilización.



Por un lado, al oriente, la pétrea e imponente montaña de donde ellos venían; y al sur poniente en forma de medialuna, los grandes acantilados cortados a pique, por cuyos fondos se deslizan los torrentosos y gélidos cursos de agua recién derretidos de los glaciales y nieves cercanas.
Cundía la expectación e inquietud, pues en el sector había ganado de pastoreo y sin embargo por ningún lado encontraban un paso para salir de esa área. Quiso el destino que al atardecer del día miércoles 20 de diciembre de 1972, Sergio Catalán Martínez de 44 años, administrador de esos lugares de veranada, junto a sus tres  hijos ya próximo a terminar sus faenas de rodeo de ganado, divisaron en una planicie sobre el barranco y al otro lado del río, en el sector de pastoreo llamado Potrero de la Loma (o de la rosa mosqueta) un movimiento anormal de los animales domésticos que pastaban en esos lugares. De improviso entre arbustos y árboles pensó que eran cazadores o excursionistas extraviados. Gritaban y agitaban sus brazos desplazándose con notoria dificultad al borde del acantilado. Catalán y su grupo sorprendidos, se aproximaron a la ribera del río, avistando de frente a los forasteros… Catalán recuerda “Eran dos hombres barbudos, flacos y sucios, de vestimentas raídas; aspecto famélicos y notoriamente debilitados, que hacían con los brazos extendidos, la mímica de un avión que caía y que el ruido del río y la distancia impedía escuchar con claridad lo que gritaban desde lo alto del barranco”. La cercanía de la noche, hacía imposible continuar intentando cualquier aproximación entre las partes, por lo cual Catalán a viva voz les gritó “volveré por la mañana para ayudarles”, los hombres adoptaron un aspecto de tranquilidad, lo que dio a entender al grupo de chilenos que el mensaje había sido captado.El jueves 21, Catalán se levantó temprano como a las seis de la mañana, y en su mula  se dirigió por el sendero río abajo, hasta el puesto principal de los Maitenes, ubicado a unos dos y medio kilómetros. En ese punto desde la ribera del río Azufre se comunicó a viva voz, con su trabajador Armandito Cerda de 64 años, el cual alertado por Catalán se aproximó a la rivera, recibiendo un mensaje escrito en un papel que envolvía una piedra, lanzada sobre el río. En el escrito, Catalán le indica a Cerda que preste ayuda y auxilio inmediato a unas personas divisadas en el potrero de la Loma. Luego, Catalán retornó río arriba llegando hasta el lugar de su campamento donde desayuna. A continuación en compañía de sus hijos y arrieros, se dirigió hasta el lugar donde se había comunicado el día anterior con las dos personas. Al llegar al sector, en un alto del barranco, constató que lo esperaba una de las dos personas con las cuales había hecho contacto. Catalán le hizo señas y le gritó que caminara en paralelo junto al él para que bajara del barranco, hasta que se aproximaron a un lugar donde sólo los separaba el caudaloso río San Andrés. Entonces Catalán, a la orilla del río, de puño y letra le escribe un mensaje, en un improvisado papel de saco de cemento “Va a venir luego un hombre a verlo, que le fui a decir. Contésteme que quiere”. Acto seguido envolviendo con el mensaje una piedra, lo lanzó como un proyectil al otro lado del río, donde fue recogido y leído por Fernando Parrado. Comprendido el mensaje, Parrado le comunicó en voz alta y con mímica que sólo tenía un lápiz labial (el de su hermana)… frente a esto, Catalán le lanzó un lápiz de pasta atado junto a una piedra, la que fue envuelta en un pañuelo, que le facilitó su hijo “Cucho”. Logrado el objetivo, Parrado se sentó a escribir junto a una roca: “Vengo de un avión que cayó en las montañas; soy uruguayo. Hace diez días que estamos caminando. Tengo un amigo herido arriba. En el avión quedan 14 personas heridas. Tenemos que salir rápido de aquí y no sabemos cómo. No tenemos comida. Estamos débiles. ¿Cuándo nos van a buscar arriba? Por favor no podemos ni caminar. ¿Dónde estamos? La devolución del mensaje por Parrado, usando la misma técnica de Catalán fue débil, cayendo al agua cerca de la rivera opuesta, actuando oportunamente “Cucho” para rescatarla del rápido caudal. Una vez enterados del mensaje el arriero comprendió la dramática situación y le tiró cuatro tortillas (panes artesanales), que cruzaron por sobre el río llegando a buen destino.



Catalán, de espíritu profundamente cristiano creyó en el mensaje y siendo las nueve de la mañana, se dirigió de inmediato en su mula en busca de ayuda, por el sendero río abajo, en dirección al poblado más cercano; esto es Puente Negro, ubicado a 70 kilómetros de donde se encontraban los dos sobrevivientes uruguayos. Entre tanto, Armandito Cerda que había ido a buscar su caballo, se preparaba para ir al potrero de la Loma a cumplir lo solicitado por su patrón, delegando sus tareas del puesto en otros trabajadores. Cerda en su caballo cruzó el potrero de las Pommes y bajó por un sendero el acantilado, luego cruzó por un rústico puente el río El Azufre y continuando por el sendero subió los acantilados. Una vez en el sector del potrero o planicie de la Loma, Parrado lo vio venir y se dirigió a él saludándolo emocionadamente, pues era el primer chileno con quién tenía contacto directo. Parrado, entonces lo condujo hasta donde estaba tendido a la sombra de unos árboles el exhausto y debilitado Roberto Canessa.

A Cerda le narraron su dramática situación, la odisea vivida y su gran hambre, ante lo cual Armandito les dio de sus provisiones, tortilla y queso. Mientras ellos comían, Cerda aprovechó para ir a las cercanías a hacer un
“taco” para cambiar el curso del agua de regadío para el pasto natural. A su regreso, Armandito Cerda ayudó a subir al anca de su caballo al fatigado Canessa y se dirigieron en fila, entre la vegetación, por un sendero donde es muy poco visible la bajada hasta el fondo del barranco. El río Azufre fue cruzado por el rústico puente hecho de troncos, tierra y paja, de escaso metro y medio de ancho, y que se utilizaba para el paso del ganado al sector de la Loma. Subiendo por un estrecho sendero, alcanzaron el otro barranco, que los llevaría al potrero de las Pommes. De ahí continuaron hasta el puesto de Los Maitenes, donde se les dio de comer, para luego descansar y dormir al interior de un pequeño rancho de tablas. Mientras tanto, Catalán cordillera abajo, montado en su mula, iba a pedir auxilio para estos sobrevivientes. Cabalgando por más de 14 kilómetros, se encontró con un grupo de trabajadores de vialidad, que arreglaban el camino que conduce a Las termas del Flaco. Contándoles lo ocurrido, Catalán les mostró el mensaje. Frente a la evidencia, el jefe de cuadrilla Sr. Daniel Chacón autorizó al chofer Sr. José Jiménez para que en un camión trasladara al arriero hasta el Retén de Carabineros de Puente Negro. En esta localidad, los uniformados mediante radio trasmisor, informan a la central de San Fernando, que a su vez retransmite, la noticia a Santiago de Chile. Los minutos y las horas siguientes fueron de gran actividad, sorpresa nacional y mundial. El comunicador social sanfernandino Archibaldo Morales en línea directa a través de una emisora radial de Santiago, adelantándose a todos los medios informativos, dio la gran noticia: “San Fernando, Chile urgente:

 “LOS URUGUAYOS ESTÁN VIVOS”

 

 

 

 

 

 

 





   
 


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