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CRONICAS de Julio César Puppo – “El Hachero”


   
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RECORDMAN


El comentario lo escuché en una fonda del Puerto: una chica se arrojó al mar y fue rescatada, afortunadamente. Parece que estas cosas suceden bastante a menudo y no se les da trascendencia por tratarse de menores, aparte de que, desde el punto de vista periodístico no tienen un interés superior. Pues una botija de quince o dieciséis años que quiere suicidarse, por doloroso que resulte, no configura un problema social. La gente adivina el motivo: un fracaso amoroso. Y el amor, a esa edad, es como un juego donde ni uno ni otro sabe lo que quiere, porque en realidad, están enamorados del Amor.
De esta manera sucede que dos jóvenes suelen amarse más intensamente a la distancia que en su presencia. Por ejemplo: por teléfono. Parece que el teléfono idealiza las imágenes y hasta las palabras. He tratado pibas que delante de mí observaban una frialdad desoladora, como si me desconocieran. Estaban deseando alejarse para llamarme por teléfono donde, entonces sí, se mostraban apasionadas y tiernas. Es un fenómeno que se produce no solamente entre las jovencitas. Me confiaba una antigua amiga, una noche de copas:
-¡No te imaginás cómo me gustaría tener un hijo!...
Me quedé en silencio; bajé la vista medio humillado por lo que me parecía una invitación. Ella continuó:
-Pero si tengo un hijo ¡tendría que aguantar toda la vida al padre!
Entendía, sí: le gustaría ser madre pero no esposa. O, de otra manera: esposa a la distancia.


El caso de esta chica de ahora recuerda, por circunstancias especiales , lo ocurrido en este mismo barrio hace casi cuarenta años; más exactamente, el 20 de mayo de 1925. La noche de ese día, un canillita de diecisiete años, de nombre Alfredo Bazán, que tenía su parada en Uruguay y Andes, al regresar a su casa vio que una niña se arrojaba al mar desde la Escollera Este. Y sin pensarlo un instante se tiró él también y la sacó con vida. Ella tenía quince años. Como es natural, el hecho trasciende; los diarios dedican efusivos elogios al muchacho. Y descubren otra cosa: era el cuarto salvamento que Bazán realizaba, sin ostentaciones, sin ruido, sin que se enterara nadie más que los propios interesados. Como un verdadero héroe, Bazán sumaba a su arrojo una incalculable modestia. En mi calidad de cronista le pregunto sobre los procedimientos de que se vale para rescatar sus víctimas al mar. Esperaba, lo confieso, interesantes revelaciones de orden técnico y moral. Bazán me responde, sencillamente:
-Me tiro al agua y las saco.


Estaba dicho todo; no se necesitan grandes explicaciones porque los muchachos del Guruyú eran anfibios: vivían tan cómodos en el agua como en tierra;  el que no sabía nadar, aprendía en seguida. Un día le daban un empujón, el otro caía al agua y no tenía mas remedio que nadar. Nunca se ahogó ninguno por eso. El ejemplar típico era “el loco” Serafín. Así, sin apellido. Era capaz de encontrar una moneda en el fondo del río. En cierta oportunidad vio que una embarcación, perseguida por una lancha de Prefectura, arrojaba al agua un cajón de whisky de contrabando. Y Serafín se tiró detrás de él y se llevó las botellas debajo de la escollera, donde las colocó ordenadamente entre las piedras. Cuando tenía ganas de echar un trago – que se le ocurría a cada rato – zambullía a su bar submarino y volvía a la superficie con el precioso líquido. Alfredo Bazán se interesa por la botija salvada y va al sanatorio a verla. Allí está, entre estufas; el calor es insoportable y Bazán permanece, sin embargo, con el sobretodo puesto.


-Quítese el abrigo – le invitan – tome asiento un momento. El se niega; asegura que siente chuchos y , al tiempo que se pasa la mano por la frente para secarse el sudor, se levanta las solapas para dar mayor vigencia a sus palabras. No quiere quitarse la gabardina, que le prestó un amigo, porque debajo no tiene puesta más que la camiseta.
Se realizan fiestas en su honor. Existía entonces una asociación de damas que premiaba las buenas acciones y que toma a su cargo este asunto. Se hace una colecta popular y , en acto solemne, se le entrega el producido. Alfredo se presenta hecho un figurín: traje oscuro, la pretina le llega hasta la garganta y el saco hasta las rodillas. Los charoles se le doblan en las puntas y miran para arriba. No es necesario aclarar que todo el ajuar le fue prestado. El general Galarza allí presente, advierte las dificultades del muchachito con su ropa nueva y le insinúa, al oído:
-¡Sacate esto, que así estarás más cómodo! – le señala el cuello alto, almidonado, por donde emerge apenas la carita sofocada de Bazán. Confidencial, contesta:


-No, general, no me lo saco porque después no sé ponérmelo de nuevo.
Otra recompensa: se le consigue un empleo en la Alta Corte de Justicia. Y pasado el barullo de aquella acción, Alfredo Bazán vuelve a la vida anónima y de paz. Así, se ignora que aquel salvamento no fue el último sino que se repitió cuatro veces más. Hay pues, ocho personas que deben la vida a este humilde ex canillita.
Llegamos al final de la crónica y vemos que esto se desinfla en lugar de inflamarse y tomar volumen. Estamos, probablemente, en presencia de un verdadero recordman mundial. En este momento tendría que saltar alguno – con una bandera, si es posible – reclamando: “¡Gloria! ¡Gloria para Alfredo Bazán! …” Pero también podría salir alguno de esos Juan-Pueblitos que dibuja “el Mono” Suárez, con las manos flacas crispadas sobre la mesa vacía y la mirada salvajemente cómica, que meneando la cabeza preguntara: “¿Para esto, Bazán, fue que te rompiste todo?” En la duda, prefiero plantar las cosas como están limitándome a relatar los hechos así, escuetamente, sin dejarme arrebatar por el entusiasmo.

 

 

 

 

 

 

 

 





   
 


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