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CUENTOS
POR CARLOS BRIGANTI

 


 
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Carmela

Carmela

Dejé Buenos Aires una calurosa mañana de enero, para concurrir al casamiento del primo Álvaro en Montevideo.
El río estaba sereno, mientras el barco se abría a paso lento por las aguas, rumbo al puerto de Montevideo.
La familia ya estaba reunida, esperando a los novios en la chacra familiar. Una multitud de primos y tíos se amontonaron dándome la bienvenida.
La fiesta era en el viejo galpón, el cual había sido acondicionado de forma modesta. Fuimos acomodándonos de a poco. La mesa estaba servida: un mantel blanco con puntillas sostenía una amplia y variada gama de platos.
Frente a mí, había una gorda cruzada de piernas que cada tanto me tiraba besos.
El calor era insoportable en el galpón de chapas. Los sudores comenzaban a empapar las ropas y no respetaban género alguno. Improvisados abanicos con platos descartables se multiplicaban, agitándose al unísono.
Hubo algunos sofocones, como el de la tía Chona, que quedó desparramada a lo largo del piso de tierra, y el calor era tan fuerte que nadie atinó a levantarla, ya que cualquier movimiento brusco podría acarrearle al más solidario un terrible golpe de calor.
Otro viejo, que no llegue a reconocer, quedó tumbado, pero me temo que la tumbada tenía más que ver con los vinos que se había zampado. Así, él también quedó a un costado estorbando el tráfico del mozo, que lo esquivaba con un saltito.
Hasta que por fin llegaron los novios, lindos, elegantes. La novia estaba radiante, al novio se lo veía medio pálido, quizás a causa del casamiento, el calor o los nervios. Los casamientos muchas veces anudan el estómago, supuse que sería esa la razón.
Los novios irrumpieron en el galpón con un gran aplauso de los presentes. También se observaron algunas flores volar por los aires y varios botijas aprovecharon la confusión para empinarse por el pico alguna botella de buen tinto abandonada.
Yo no pude levantarme para saludar ya que estaba embromado de la ciática y cada movimiento que hacía era un suplicio. De todos modos, levanté la mano a modo de saludo,  ya que ésta era la única manera de cumplir.
De pronto la gorda se me vino encima, arrastrando una pesada silla, la acomodó junto a mí y me saludó con un sonoro beso, dejándome el rouge estampado en el cachete.

- Hola, me llamo Carmela.

Algunas mujeres son emprendedoras, y ésta hacía honor a su género. Su cuerpo era muy voluminoso, pero con forma, aún conservaba la frescura de la juventud y una cintura sumamente estrecha. En la parte superior, un escote pronunciado y generoso que era capaz de engullir a cualquiera que osara embestir esos senos.
El atuendo no estaba del todo mal: un vestido muy ceñido y fresco de flores amarillas y un alisado de sus cabellos cuyo largo indicaba el comienzo exacto de dos enormes posaderas que sobresalían generosas de su espalda.
Yo correspondí al saludo presentándome y acercándole una copa de vino que tomó de un sorbo, hasta el fondo, mientras se apantallaba con un cartón.
- ¡Qué calor! -  me dijo. Yo sólo hice un gesto de esos que se hacen para indicar que, efectivamente, hace mucho calor.
El diálogo se vio interrumpido cuando empezó a sonar el vals. Todos rodearon a los novios: la gorda se levantó, manoteó una porción de torta de fiambre, me agarró de la mano y prácticamente me arrastró al medio de la pista. En vano fueron mis esfuerzos por negarme, la gorda quería danzar y cuando a una mujer se le pone en la cabeza algo, difícilmente pueda un simple mortal negarse, máxime si esa mujer es muy robusta. Despreciarla habría sido un acto casi suicida de mi parte, así que mi ciática fue mejorada por los compases del vals,  luego por otros más vivaces como el reggaeton y la plena uruguaya, la cual -estoy en condiciones de aseverar fehacientemente- es una danza terapéutica.
La gorda se meneaba de forma muy sensual, levantando una polvareda del piso de tierra, con sus movimientos frenéticos.
Ya habían pasado unas cuatro horas de enardecida danza y mi cuerpo estaba exhausto, mientras que la gorda parecía renovarse en cada pieza bailada.
De pronto la música cesó y se anunció la partida de los novios a su luna de miel. Eso me permitió un respiro para acercarme a la mesa y mandarme una jarra rebosante de naranjada, en tanto que la gorda me había abandonado, momentáneamente, para tratar de agarrar el tradicional ramo que la novia tira de espaldas para darle suerte a las  solteras.
Me tragué la jarra de una, me pareció que algo más que jugo había ahí, pero no estaba en condiciones de andar averiguando ya que la garganta estaba seca y la lengua pegajosa. Me acerqué a la puerta del galpón para curiosear. La novia se puso de espaldas y yo, al intentar contar a las solteras que esperaban el ramo, me di cuenta que la vista comenzaba a nublarse. Lo que temía se pudo comprobar: la jarra tenía más alcohol que naranja y los efectos de ésta ya se empezaban a manifestar. Lo poco que pude ver antes del desmayo fue que, al volar el ramo, un griterío histérico brotó de las gargantas de las mujeres amontonadas y un amasijo de cuerpos se desparramó por el suelo, en la disputa por el ramo que a esa altura de la noche ya estaba totalmente desvencijado. Entre esa multitud emergió la gorda con su vestido desordenado, los pelos alborotados y un zapato de menos, pero con el ramo en su diestra victoriosa.
Entonces se abrió paso a los empellones y se me vino encima para ofrendarme el ramo y declararme su amor. Yo sólo pude sonreír y creo que ese gesto fue tomado como un “sí” rotundo y absoluto. Cuando uno le sonríe a una mujer, debe tener mucho cuidado, ya que esto puede significar un consentimiento tácito para abandonar la soltería y adentrarse en el mundo del matrimonio.
Cuando desperté al otro día tenía un terrible dolor de cabeza, producto de la jarra loca, y la gorda yacía a mi lado en un rancho de lata que había almacenado todo el calor del día anterior. Una de sus piernas estaba sobre mí, inmovilizándome por completo. Miré con más detenimiento y mi cuerpo estaba totalmente desnudo, mi amazona roncaba ruidosamente y sus carnes desnudas, a cada ronquido, se estremecían.
Nada recordaba de lo sucedido. Me fui deslizando poco a poco por la cama, retiré una a una las piernas, procurando silenciar el elástico que era muy celoso y con cada movimiento hacía un chirrido metálico delator.
Me habrá llevado una media hora abandonar el lecho, hasta que finalmente: la libertad. Puse mis ropas bajo el brazo y salí así nomás desnudo, como mi mamá me trajo al mundo.
Tiempo después, para el carnaval, regresé a Montevideo y cuán grande fue mi sorpresa, al ver a Carmela en un desfile, liviana de ropas, agitando sus caderas con vehemencia, cuando un señor a mi lado, dándome un codazo y guiñando un ojo, me dijo:

  1. ¡Tá buenísimo el travesti!

CB

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El Baile

el baile

Si hablamos de salsa, indefectiblemente terminamos hablando del Colón, un boliche que allá por la década del ochenta estaba en pleno apogeo en Montevideo. Un sin fin de orquestas en vivo regalaban sus plenas y, cuando digo orquestas, me refiero a grupos de diez u once integrantes tocando en vivo. Sin duda, fue una época de esplendor para la música tropical y para mí, que contaba con apenas diecinueve años.
Lo recuerdo especialmente pues fue ahí, en esos años, donde pasé un muy mal momento.
Un sábado a la noche, llegué al lugar con grandes expectativas (recuerden los lectores, que en esa época era soltero, o sea, de soltero para acá, todo soltería). Ir al baile era como ir a una cacería sin más armas que una pilcha más o menos presentable, una peinada impecable, algún perfumito barato… No mucho, porque en esos lugares de escaseces, una excesiva cantidad de esta sustancia podía ser tomada como una debilidad masculina. Una mirada de suficiencia, el bucito a la espalda anudado en el pecho y nada más, la juventud haría el resto.
Ese día, en la entrada, no me pude resistir a la atracción de los chorizos y me despaché uno con todos los condimentos, regado con una cerveza extremadamente fría. Ya con el estómago lleno, ingresé al boliche cuando sonaba el Combo Camagüey  en todo su esplendor. Rápidamente mi cuerpo empezó a pedir plenas y la adrenalina comenzó a fluir en grandes cantidades.
La cuestión fue que avancé a paso seguro hacia un harén de jóvenes desbordantes de belleza. Pero de pronto algo me detuvo en seco. Sentí como un cañonazo dentro de mi estómago y me dije: “el choripán”. Pegué la vuelta y  salí a tomar aire, mientras que en mi interior, por lo visto, se estaba desarrollando una batalla sin cuartel, ya que los truenos se sucedían a intervalos regulares y continuos.
Y se fue el combo Camagüey y yo sin bailar aún. Se hizo un impaz muy breve para que la otra banda armara sus equipos y en pocos minutos ya estaba tocando Cotopaxi (para aquellos amantes de la cumbia uruguaya, esto es algo “zarpado”, como diría mi hermano), y me lancé decidido a todo; me acerqué a una chica que hacía rato había estado observando y que parecía corresponder a mi mirada y, sin mucho preámbulo, la invité a bailar y ¡aceptó!
¡Qué bien bailaba!, Qué linda gurisa, me parecía que la conocía de toda la vida, pero al mismo tiempo una desgracia se cernía sobre mí como nubes negras de tormenta.
Creo que alcanzamos a bailar tres temas solamente, ya que de pronto volví a notar que en mi interior se estaba gestando una especie de revolución intestinal y se libraban combates encarnizados para decidir una cruzada en la cual no se sabía a ciencia cierta quiénes eran los buenos y quiénes los malos. Lo que supe fehacientemente fue que tuve que abandonar a la señorita, disculparme y salir disparado porque, señoras y señores, debo confesar -perdón por la crudeza de mis palabras- que ¡me cagaba! Pero no me cagaba en esos términos, en verdad me acometieron unos gases tan estruendosos, tan sonoros, que no había modo de acallarlos.
 Así anduve errando por la entrada, procurando agitarme para facilitar la expulsión de los mismos.
La noche transcurría irremediablemente y yo seguía sin bailar. De pronto anunciaron a  Beto  Orlando y  me dije: “yo no me lo pierdo,  con gases o sin ellos, yo bailo”.
Y me lancé en busca de mi medio amor (digo “medio amor” porque la conquista había quedado por la mitad, sólo tenía el nombre y como única referencia su belleza, que era perturbadora), la busqué entre los cientos de rostros y la encontré. Cuando levanté la mano para avisarle que ya estaba nuevamente, vi que se paraba y salía de la mano de otro caballero… ¡Qué decepción!, ¡Qué falta de fidelidad! No había pasado ni una hora y ya me había olvidado.
 Pero esta derrota no logró desanimarme. Miré a mi alrededor, mientras Beto Orlando cantaba, y vi que quedaban disponibles muy pocas chicas. Además, no eran del todo agraciadas (en realidad debo confesarles que eran espantosas, pero como dije antes, chicas al fin). Entonces, arremetí a una gordita que era muy consciente de que tenía ventaja, pues seríamos como veinte rezagados y ellas eran tan sólo tres. Me abalancé sobre ellas, antes de que otro más desesperado que yo me ganara de mano y, cuando llegué hasta ella, la invité a bailar. No pude creer lo que escuché: me dijo muy despectivamente “¡no!” y se fue con un muchacho que, no es por desmerecer, pero era fulerito, el botija.
Lejos de amilanarme, enfilé hacia un bulto que parecía ser otra chica. Ya a esta altura del partido, con mi ídolo cantando sus mejores canciones y yo planchando como una bestia, ni siquiera le pregunté si quería o no bailar, la tomé de la mano y prácticamente la arrastré a la pista. Ella no opuso ninguna resistencia. Todo lo contrario, en cuanto nos posesionamos de un pequeño espacio libre, me abrazó tiernamente (en realidad, se me colgó del pescuezo, pues era bastante petisa) y, sin más, me dio un chupón que me dejó sin aire. Se ve que la botija ya hacía rato me estaba relojeando sin que yo reparara en ella.
Beto Orlando ya estaba por la mitad de su repertorio. El local reventaba y no cabía un alfiler.
¡Bendito lento, tú eras entre todas las danzas, que permitías a una generación castrada abrazarse sin restricciones! Y acá debo hacer un paréntesis en este relato para profundizar y reivindicar a este género musical.
En primer lugar, no requiere de grandes destrezas ni grandes espacios para bailarlo. Además, sus pasos son universales, todos se animan con él, y tiene un sentido social que permite intimar con la persona elegida. Y, por último, ofrece una oportunidad inmejorable para que esa noche uno salga acompañado o, de lo contrario, solo como un perro.
Luego de esta breve exposición sobre los lentos, voy a continuar con mi relato.  
En determinado momento, llevado por el arrullo melodioso del Beto Orlando, terminamos, con mi compañera ocasional, en medio de la pista. Y yo, olvidando por completo mi precario  estado intestinal.
Pero las calamidades no se hicieron esperar y un nuevo cañonazo me trajo a la triste realidad. Este sí me anunció que algo malo iba a ocurrir. Presentía que el mal estaba triunfando en mis entrañas y el mal, ustedes saben, el mal es el mal, y por demás dañino.
De esta forma, me fui preparando psicológicamente para lo peor. Comencé a menguar mis movimientos reduciéndolos a la mínima expresión, sentí un sudor frío en la frente, apreté mis nalgas muy fuerte (tan fuerte que estoy seguro que ambas  podrían comprimir un vehículo sin mayores problemas), miré a mi alrededor y no había escapatoria: estábamos bailando esos lentos codo a codo con una muchedumbre que aprovechaba  para chapar a lo loco, era imposible escapar, la puerta de salida estaba muy lejos, no llegaría. Entonces, decidido a soportar lo peor, me dejé llevar, sin desatender ninguna de las cuestiones antes mencionadas.
 La chica que antes mencioné, la de baja estatura, aprovechó la confusión para apretarme un poco más y besar mi cuello apasionadamente. Eso me provocó unas cosquillas que bajaron mis defensas a tal punto que pasó lo inevitable: el pobre esfínter, debilitado por la presión constante a la que era sometido, no aguantó más y, como dije antes, el mal es el mal… Triunfó y dejó escapar un viento fétido del interior de mis entrañas, que yo supuse que era producto de la batalla y la descomposición de los cuerpos caídos en la contienda. Se escapó,  remontó la columna vertebral buscando desesperadamente una salida  y emergió victorioso a la altura del cuello. ¡Casi me mata! Cuando lo percibí, ya estaba el pedo descontrolado inundando lentamente todo a mí alrededor.
 Mi chica no percibía lo ocurrido ya que, como dije antes, era petisa y el cuello de la camisa -que era el lugar de ventilación natural- le quedaba algo  lejos. Si tenemos en cuenta que esto ocurría en mi espalda, ella seguía en lo suyo, ajena a mi lucha por contener lo incontenible.
De pronto, las cabezas a mi alrededor giraron y comenzaron a buscar al culpable. Yo, para disimular ese acto criminal y rastrero, me sumé a la búsqueda y con el ceño fruncido agregué un comentario, algo así como: “¡Che! ¡Qué manga de cerdos!”.
¡Por muy poco salvé mi pellejo! Sin embargo, sabía que, atrás del primero, suele aparecer el segundo. No me arriesgaría a ser descubierto, así que me separé de mi compañerita, que estaba prendida como garrapata y solo me largó después de que empleara la fuerza (ella no entendía qué pasaba y no estaba dispuesta a soltar a su presa fácilmente, después de haber planchado toda la noche al igual que yo). Pero no había tiempo para explicaciones, a la segunda detonación seguramente sería descubierto y, en aquellos lugares, esos excesos se pagaban muy caros.
Así que, a los empujones y al grito de “¡Permiso!,       ¡Permiso!”, fui ganando la salida, dejando un reguero de gases que a esa altura de la noche, con Beto Orlando o con quien fuera, poco me importaba ya.

CB

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El Entierro

el entierro

El negro Almeida había anticipado su partida al infinito, hacia ya algunas semanas. Una gràve enfermedad se había adueñado de su cuerpo y comenzó a deteriorar su vida.
Cuando tuvo la certeza de su  muerte, el negro, (como le decíamos) avisó a sus vecinos que estaban invitados, para cuando ésta llegara a reclamar sus huesos.
Todos tomaban esa invitación como una broma de mal gusto, dándole escasa importancia, pero, comprometiéndole al futuro finado su participación en el velorio.
Recuerdo que llego a casa una tarde de junio, con un frío que hacia tiritar al más valiente, cruzó el arroyo y fue cortando camino por los sembradíos. Yo estaba carpiendo, lo vì llegar de lejos. Los perros anunciaron su presencia con un ladrido desganado.
El que conoce a sus perros, sàbe cuando  estos ladran tan solo por jorobar. Otras, anunciando el arribo de algún viajero, si éste es conocido ladrarán a intervalos regulares sin mucha agitación, solo la necesaria para que su dueño se percate de que algo de dos patas  viene y es conocido, en cambio, si la persona es forastera, los perros se lanzan a una persecución compulsiva, brotando de sus pelajes el instinto ancestral y asesino, ante lo cual, si el visitante no corre, es muy posible que sea devorado por estas mascotas famélicas.
Digo esto porque mis perros no llevaban una dieta suntuosa, todo lo contrario, estaban sub. Alimentados y tanto les daba engullirse una carroña como un cristiano, siempre y cuando el amo, (o sea yo) se los permitiese, en cuanto les daba una orden, ellos obedecían en forma  servil, echándose al suelo, rezongando, claro está,  que esto lo había logrado a fuerza de palos, porque esos animales solo entienden de una sola manera… ¡palos!.
El negro Almeida se había acercado lo suficiente y los perros le mostraron los dientes él se puso en posición de ataque (no los perros), el negro, blandiendo un palo enorme, lo cual fue motivo suficiente para amedrentar a los canes.
Me saludó y me dijo:
-Mire Carlos, me voy a morir dentro de muy poco, ya hice los preparativos para el funeral, esta usted invitado, habrá buen vino y todo lo necesario para un velatorio digno.
¿Que me dice va a ir?
Yo lo miré desconcertado, el se diò cuenta y aclaró inmediatamente:
-Mire que nos es joda, me muero en serio y quiero que todos los amigos vengan.
-¿Que me dice?
 Yo le contesté que sí.
 -Como no voy a ir, si usted además de ser  vecino es mi amigo que ¡joder!, si se muere yo voy a estar ahí para despedirlo.
-Cuente conmigo, Don Almeida-
-Y vaya tranquilo-
Y así partió como llegó, silenciosamente, perdiéndose entre  los yuyos, con la vaquìa propia de un lugareño que conoce a la perfección el terreno.
 A las pocas semanas, se murió nomás, me enterè por las necrológicas de la radio, que anunciò el deceso de nuestro vecino.
Me apronté para ir al velorio, tal como lo había prometido y salí atravesando los   campos, acompañado de mis perros.
Cuando llegué a la chacra, ya estaban algunos vecinos. Saludé a la viuda y a los presentes. Me acerqué al finado, que estaba en un cajón ornamentado con puntillas blancas como nubes contrastando con su cara negra retinta.
Se había ido con la paz y la dicha propia de un hombre sereno.
El único comentario que pude hacer a la viuda fue:
- Está lindo el negro-.
Y la viuda no se si por compromiso me dijo: ¿Vio? – ¡esta igualito!-
Estos comentarios que uno hace en los velorios,  surgen  como un acto reflejo, son respuestas compasivas, aprendidas a temprana edad.
Frases y posturas tales como: lo acompaño en  el sentimiento, lo lamento mucho, que se le va hacer, son manifestadas  al deudo, acompañándolas con  movimientos de cabeza y con los  labios apretados.
 También los brazos son importantes en ésta especie de arte dramático improvisado, se debe guardar una posición firme y estos pueden ir hacia atrás o adelante con los dedos entrelazados, si  esta postura entumece los músculos se puede adoptar el clásico cruce de brazos, que es mas informal y permite el descanso de los miembros en forma más natural.
Si el finado es católico bastará con persignarse, en caso de ser musulmán, se complica un poco, pues habrá  que arrodillarse y rezarle a la mezquita. Pero éste no era el caso del Negro Almeida, pues él era ateo y comunista, así que solo bastaba con  mirarlo y  mandarse unos vinardos en honor a su memoria combativa.
Así se hizo y comenzó a correr el buen whisky, el tinto en damajuana y mucho  chiste verde. 
A eso de las diez de la noche, comenzaron las mujeres hacer churrascos con huevo frito, la cocina comenzó a emanar una nube de fritura que invadió toda la casa.
 Nos fuimos  sentando en torno a la mesa y alguien propuso acercar al negro a la cabecera, para compartir la última cena, su moción fue aceptada inmediatamente y tres o cuatro parroquianos trajeron el cajón del dormitorio al  comedor. Lo inclinaron a 45º en  la cabecera de la mesa, para pudiera observar con mayor comodidad.
Cenamos como animales y seguimos dándole al vino tinto durante toda la madrugada.
Al  despuntar el alba, una lluvia torrencial se desató, como si mil lloronas al unísono descargaran sus lamentos por la pérdida de nuestro amigo.
Se hicieron las nueve de la mañana y apareció el  señor de la cocheria, chapoteando barro. Los perros le ladraban mostrándole los dientes, el pobre hombre solo atinaba a decir lo que todos dicen cuando una jauría de perros ladran amenazantes:
-¡Juera bichos hediondos! y así, repetidas  veces. Hasta que salió un vecino a espantar la jauría.
-  Pase, buen hombre, acá esta el finado-Buenas señor, la carroza no puede entrar por el barro, vamos a tener que trasladar el cuerpo a pulso, el camino esta a la miseria y tenemos que estar a las once en el cementerio, el horario hay que cumplirlo.
-Y en tono de broma dijo:
- No sea cosa que las puertas del cielo se cierren y este cristiano quede en medio del viaje-.
Ha, ha, -respondí e inmediatamente agregué: -¡Pierda cuidado, vamos a enterrar a un compañero comunista, al  cielo no va seguro!
-Pase,  séquese un poco y tómese un trago de grapa así entra en calor-
-Se agradece- y se acomodó en un rincón frotándose las manos.
Hicimos una breve reunión para resolver este contratiempo, lo mas lógico (dijo catete un vecino experimentado en lluvias copiosas), es sacarlo con la rastra, esa sola propuesta fue presentada y  aceptada por unanimidad, ya que las luces de la imaginación a esa hora de la mañana (por el alto consumo de alcohol durante la noche) eran casi inexistentes. Entonces se ensilló la yegua de tiro, se le puso: pechera,  balancín y se  enganchó la rastra.
Para aquellos neófitos en artefactos campestres, exìsten tres tipos de rastras: la que sostiene  la bombacha de gaucho,  la que rompe terrones y ésta   última,  que sirve para transportar cosas.
La rastra es  una especie de balsa de tierra, carece de ruedas, como la palabra lo indica, se arrastra,  posee dos troncos en forma de ve y una chapa como base, es un vehiculo apto para el transporte de objetos varios, en las chacras.
Se acercó el animal ensillado a la casa, con la rastra por detrás y se colocó el féretro encima. Dos cuerdas aseguraron el cajón y así salimos en procesión a la ruta.
Los vecinos luchaban por avanzar  en un  terreno cenagoso. La yegua avanzaba con mucha dificultad y sus cascos a cada zancada  llenaba de barro el cajón, algunos  se  hundían hasta los tobillos y la lluvia no cedía. Aún así llegamos a la ruta, limpiamos las costras de barro del cajón y lo cargamos  en la carroza.
Luego trepamos al viejo Ford del 31 de Don Ramón, que aguardaba a la vera de la ruta  para transportarnos  al cementerio.
A las once en punto, estábamos todos reunidos dando el último adiós  a nuestro querido amigo y camarada, bajo una lluvia torrencial.
Lagrimas genuinas escaparon de algunos  presentes, mientras que otros entonaban cánticos revolucionarios de distinta índole, hasta que alguien cuya voz era más estertórea, dirigió la internacional socialista, que todos entonamos muy emocionados, finalizando el acto con un:
-¡Hasta la victoria siempre compañeros!- y un cerrado  aplauso puso fin a la ceremonia informal comunista y atea. (Que lo parió)
Así cerramos esta historia de velorios camperos y revolucionarios, que lejos de ser algo creado por una mente enajenada y enfermiza, no es más que la  pura y absoluta realidad. En un ámbito de campo donde la muerte, cuando llega (en tiempo y forma) es tomada en forma simple y  natural. Como la de nuestro querido vecino el Negro Almeida, que aprontó, con anticipación, su viaje a la eternidad,  honrando la amistad, acá, en la tierra.

CB

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El Invento

Años de manejar por la gran ciudad fue minando mi cuerpo de cansancio y comenzó a cobrar forma en mi cabeza una idea disparatada. Ya que estaba condenado a seguir manejando para ganarme la vida, no estaría  mal concretarla.
Viajar atrás tiene la ventaja de despreocuparse de la conducción, mientras que uno reniega constantemente con el tráfico, el otro, el que va atrás,  observa todo sin preocupaciones.
 Solo debe agregar (por una cuestión de solidaridad), algunos sonidos onomatopéyicos tales como:
¡Pa!, o ¡Fuà!,
O, bastará simplemente con un:
-¡Que animal!-
Estos comentarios hacen posible que uno,  no se sienta como un parásito larvario que va echado atrás, cómodamente,  importándole un cuerno los padecimientos del chofer.
Nada de eso, usted se compromete, está atento, y transpira, en ese enjambre de vehículos desordenados, a la par del conductor.
Cuando uno  retorna por la ruta a la noche, luego de haber pasado un fin de semana maravilloso,
-¿Cual es el comportamiento de sus acompañantes?-
La respuesta es:
-¡apatía absoluta!-
Si señor, su familia está absolutamente segura, de que usted no necesita ayuda alguna, ya que es un experimentado piloto, con un alto grado de suficiencia y que los años no los lleva al pedo, por lo cual se abandonan en el asiento trasero y duermen a pata suelta, sin preocuparse en lo más mínimo de usted: si tiene sueño, si le da un calambre, nada, absolutamente ninguna manifestación de solidaridad.
Y usted se hace terrible viaje,  deseando llegar para descansar y estirar sus pobres  piernas.
Es por esta razón que puse manos a la obra con una idea que rondaba en mi cabeza hace bastante tiempo.
Ustedes dirán que estaba loco, puede ser, pero todos los genios fueron tildados de locos y yo sin tener título de genio, trasladé el volante y los comandos más necesarios a la parte trasera de mi auto.
La gente del pueblo miraba con admiración, era un invento novedoso para la época. Una idea disparatada para algunos, original para otros, lo cierto es que a mí, poco me importaban los comentarios, en definitiva, era mi idea y yo estaba muy feliz de haberla concretado.
Decidido a probarla, cargué a toda la familia, llené el porta equipaje con todo lo necesario como para pasar un fin de semana cómodo y enfilamos  rumbo a la aventura.
-Noto por su mirada, una cierta preocupación.
Es cierto que somos muchos,  siete para ser exactos, perra incluida
Pero eso no me importó en lo absoluto, tenía la firme convicción que todo andaría bien. Es que  soy un tipo optimista y ante la adversidad me pongo más optimista aún.
Mi vieja decía que eso era tozudez, ¿sería por eso que me decían el tatu, cuando chico?
No lo sé, pero nos acomodamos como pudimos, acomodarnos es un decir, ya que todos somos bastante robustos, en tamaño y en peso.
Eso créame que a la hora de entrar en el auto, crea cierto malestar, pues requiere de un esfuerzo supremo, acomodar tanta exuberancia en esos asientos, sin fastidiarse uno al otro.
La más perjudicada fue mi suegra, que le tocó ir adelante, la puse ahí por una cuestión de venganza, ya que antes, (en los viajes largos) fastidiaba todo el tiempo con:
-¡Cuidado con ese auto!
-¡Ojo con ese carro!
-¡Espere no cruce que viene el tren!
Imagínese, insoportable, pero ahora  sentándola adelante, seria como decirle:
-“Bueno, ¿porque no maneja usted ya que sabe tanto”?
Lo único que complicaba esta venganza era su robustez, ya que es una persona entrada en carnes, grande la desgraciada y en la espalda tiene joroba, parece un ropero, pero en fin, ya estaba adelante y me las iba a pagar todas juntas.
Una vez acomodados  y antes de partir le advertí  que se agachara un poco, para dejarme ver, ella dijo algo que no entendí muy bien, pero no fue nada agradable por cierto, ya estaba enculada y eso me ponía de muy buen humor.
Avanzamos por la ciudad hasta tomar la ruta, cada tanto tenía que repetirle que bajara la cabeza porque en cuanto me descuidaba se enderezaba tapándome la visual, obligándome a cogotear por la ventana trasera para poder ver la ruta.
La atmósfera en el interior del auto comenzó a enrarecerse, la vieja seguía estorbando, no se resignaba a mantenerse agachada, quería participar del paisaje y cada tanto se enderezaba repentinamente para vichar, a sabiendas que su actitud podría ocasionar un terrible accidente. Creo que había descubierto la forma de fastidiarme, con su actitud, una terrible torticolis comenzaba a instalarse en mi cuello.
De parar ni hablar, estaba decidido a no detenerme hasta llegar.
 Escuché comentarios de todo calibre: que era un inconsciente, tozudo, retrasado mental y otras cosas por el estilo.
Hasta que grazno la vieja y en un intento por liderar el motín, dijo:
- ¡Yo me bajo!-
Por lo cual  le grité:
-¡Quédese ahí!
-¡Baje la cabeza!  ¡Que nos matamos!
Y en ese clima de tensión fui manejando, mientras  la familia me increpaba violentamente.
Hasta la perra se puso como loca y me tirò un par de dentelladas que por supuesto esquivé y respondí  con una tremenda patada.
Si me pregunta la duración del viaje, debo reconocer que se me fue la mano.  En condiciones normales de manejo unas cuatro horas, serían suficientes, pero teniendo en cuenta las dificultades de ese viaje experimental, más la poca colaboración de la vieja, demandó unas ocho horas de padecimiento , discusiones y puteadas.
- Si ya lo sé, usted dirá que mi comportamiento fuè irracional, casi demencial y debo reconocer que tiene usted razón. Algo de locura había  en mi comportamiento.
Para poder llegar tuve que implementar el método de la violencia, no física,  eso créanme que no va conmigo, pero si la violencia psicológica, ya que a  cierta cantidad de  kilómetros bastaba con un buen  grito, para que  la vieja se arroyara como bicho bolita.
Y así llegamos a destino. Hubo que desentumecer algunos cuerpos del grupo familiar, con  unas buenas sesiones de calistenia,  nada importante.
A la vuelta, viajaron mas cómodos ya que se vinieron en tren, nadie quiso acompañarme, ni siquiera la perra. Me pareció que me odiaba más que mi suegra, seguro fue por la patada, vio que esos bichos son muy rencorosos, no hay como la gallina para mascota, te da un huevo diario, no muerde, y cuando finaliza su vida útil te regala su cuerpo para un lindo puchero.
Inmediatamente de llegar a casa, tuve que abandonar mi  invento, no porque fuera un fracaso, para mi fue un éxito rotundo, pero mi familia no pensaba  lo mismo y ustedes saben como  es esto, la familia es la familia y a pesar de todo y por sobre todas las cosas uno, quiere hacerlos felices.
Volvió el volante a su sitio original y mi suegra a su asiento trasero, a indicarme, (como siempre):
-¡Ojo con el tren!
-¡Cuidado ese auto!
-¡Guarda con la bicicleta!
Y en una media lengua, casi inaudible:
-¡pedazo de animal!
Pero los gustos hay que dárselos en vida y como dice el refrán: 
-¡Quien me quita lo bailado!-

C B
               

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Josefina

La veía por la ventana todas las mañanas mientras él tomaba su mate cocido. Esperaba que llegara, como todos los días, a la parada del colectivo.
Tenía el pelo lacio muy negro, un conjunto de pollera y saco gris con una tarjeta colgando de la solapa, que no podía ver por la distancia, pero seguro era alguna identificación del trabajo.
Era delgada con buenas formas, estatura mediana, un porte elegante y una sonrisa fresca.
Ese día miró a lo alto de su ventana y le contestó el saludo. El se sintió desmayar de la emoción.
Le tiró una carta en forma de avión que despegó de la ventana, y fue zigzagueando  en el aire, hasta que se detuvo, a escasos metros de sus pies. Ella se agachó, la recogió y la metió en la cartera mientras hacía una seña al colectivo que ya estaba llegando.
Fue un jueves cuando la esperó y no se presentó. Pasaron varios días y no la vio más.
Se dijo “estará enferma o de vacaciones”, “se habrá casado”, pero lo cierto es que pasó un año entero y todas las mañanas esperaba en la misma ventana y ella nunca más regresó a la parada. Sólo el ómnibus, rutinario como siempre, seguía cargando gente y a nadie le importó su ausencia, sólo él desesperaba todas las mañanas por verla.
No tenía ningún dato, ningún teléfono donde preguntar, ni siquiera sabía su nombre, sólo conocía su sonrisa, su rostro había quedado grabado en su mente.
Cuando salió de la cárcel, recorrió el frente de su ventana, donde  tanto tiempo había estado detenido, esperó el colectivo a la misma hora que ella lo tomaba, preguntó al chofer si la conocía  y luego a cada uno de los pasajeros. Nadie supo darle detalles de esa chica.
Caminó las cuadras circundantes a la parada preguntando y sin embargo estaba como al principio, sin saber nada de ella.
Fue un día cuando, cruzando la Plaza de Mayo, se encontró con una señora con un pañuelo blanco en la cabeza y en su pecho una foto que lo paralizó. Reconoció inmediatamente el rostro, se acercó a la señora y con desesperación la interrogó por el retrato. Ella lo miró sorprendida, no entendía bien, pero a medida que fue contándole la historia, lo invitó a sentarse en uno de los bancos de la plaza y con lágrimas en los ojos le dijo:
- Se llamaba  Josefina, era profesora de literatura. Se la llevaron una noche y nunca más volvió a aparecer.
Se  quedaron en silencio, ella puso su mano sobre la de él y le dijo:
- Si quiere pasar por casa, hay entre sus notas una carta con forma de avión. Un día cuando estaba en su cuarto se me dio por leerla, seguramente es la suya. Al lado de esa había una respuesta. Si pasa, se la entrego, eso le pertenece a usted.
La acompañó en torno a la pirámide. Dieron muchas vueltas y se despidieron.
A  tan sólo cuatro cuadras de donde la veía por la ventana estaba la casa de Josefina.
Al día siguiente, tocó el timbre y Marta, que era la madre, le acercó las dos cartas. Él las tomó y, sin leerlas, caminó muchas cuadras, lleno de bronca.
Se detuvo en una plaza, se sentó y la abrió.
“Hola, me llamo Josefina, gracias por tu notita, fue muy romántica  la forma en que llegó a mí volando. Esto lo hace muy especial, ningún hombre hasta ahora ha reclamado mi amor por avión. No me asusta que estés preso, en estos días quién no lo está, si pensás diferente, marchás a la cárcel o, peor aún, desaparecés. Te veo todas las mañanas y debo confesarte que me pareces un tipo muy guapo. Yo no tengo compromiso por el momento, sólo luchar, luchar por cambiar algunas cosas. Soy profesora de literatura en la Facultad de Filosofía y Letras de Ciudad Universitaria, vivo con mi mamá muy cerca de aquí y mi campo de batalla son las letras, despertar las conciencias para que este mundo sea algo más justo.
Mañana te iré a visitar y podremos hablar más de política.
Te dejo un beso y acepto tu propuesta.
Hasta mañana
Josefina”.

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Juan y María

 

Juan y María

Se dejo caer pesadamente en el sillón del comedor, su cara contenía toda la expresión de cansancio, de un día agotador.
Descanso unos minutos, tomo impulso y se levanto con un quejido de dolor, abrió la ducha se desnudo y se quedo inmóvil bajo el agua.
Su mente no dejaba de pensar en ella, se le venia  su imagen constantemente.
Le dio como una angustia, una sensación que hacia años lo había abandonado, se asusto, y trato de pensar en que cenaría esa noche.
Terminado su baño , se entretuvo en preparar la cena, cuando la olla largaba ese olorcito a estofado , sonó el timbre, Juan se sobresalto y rápidamente cubrió su cuerpo semi desnudo con una bata pensó que era el encargado, siempre pasaba a esa hora , a tomar algo, eran buenos amigos , de muchos años, sin preguntar abrió la puerta y se quedo helado, era ella , la mujer que le quitaba el sueño, la hermosa niña de ojos claros que se había instalado en sus pensamientos día y noche, la que había tomado sus sueños por asalto, la que había echo renacer esa sensación olvidada por tanto tiempo, la sensación del amor, una especie de angustia oral, una incorfomidad permanente, una apatía constante, pero agradable al fin.
No supo que decirle, ella sonriente le dijo si podía pasar, claro dijo el disculpa, que bruto, es que me agarraste por sorpresa, que haces acá?
Sentate, te quedas a cenar?
Estoy haciendo un estofado, te gusta?
Si claro, me encantaría, me quedo
Juan trataba de disimular sus nervios, le temblaba todo el cuerpo, le preocupaba que ella notara ese nerviosismo se acerco a la olla, la destapo, le agrego un poco de sal, y volvió a taparla.
Ya esta listo, sentate en la mesa, enseguida te sirvo.
María  se levanto y comenzó a ayudar a servir, Juan se cambio de ropa y se sentaron a la mesa.
Hablaron de cosas sin importancia, terminaron de cenar y María le dijo te quedas sentado yo ordeno todo, vos cocinaste yo limpio.
Juan se sentía extraño de ver una mujer en su cocina, hacia años que la soledad lo había habituado a estar así, hablando solo después de la cena.
Hoy era un día especial, trataba de imaginarse una vida con ella, compartir las cenas, dormir acompañado, eso seria bueno.
De pronto María se acerco al sillón con dos tazas de café en la mano , le dio la suya y le dijo, mira Juan hoy vine porque tengo que decirte algo que hace años me da vuelta en la cabeza, nos conocemos hace mucho y a pesar que ambos sabemos que nos gustamos , ninguno se anima a dar un paso, ayer mientras cenaba, me dije,  porque no?, que tiene de malo, ya somos grandes y que perderíamos en probar, Juan se acomodo en el sillón mientras revolvía su taza de café con la cuchara, la escuchaba atentamente, como si esas palabras que había pensado por tanto tiempo las estaría diciéndolas el. Y continuo María, espera no digas nada, yo se que vos estas pensando que van a pensar los demás, antes de que lo digas, así nomás te lo  largo, me importa un cuerno, yo estoy bastante crecidita para decidir lo que mas me conviene, así que si vos aceptas, hoy mismo me mudo con vos, y que se caiga el mundo a pedazos, estoy tan enamorada  que no soportaría un día mas lejos de ti.
Que me dices?
Juan savia que la respuesta a dar tendría que tomarla sin dilación, se levanto del sillón dejo la taza en la mesa y se sentó a su lado, la abrazo tiernamente y le dijo a los ojos, si mi niña hermosa, acepto y que se venga el mundo abajo, ya nada me importa.
La beso en sus labios, recorrió su cuerpo por completo, la desnudo toda y ahí mismo en el sillón, la amo tiernamente. Ella se entrego por completo, devolviendo la misma ternura.
Así permanecieron toda la noche, abrazados desnudos, sintiendo sus cuerpos tibios.
A la mañana siguiente Juan se levanto temprano le acerco una bandeja con el desayuno y la despertó con un beso en sus labios.
María abrió sus ojos con una sonrisa y le devolvió el beso.
Juan mientras desayunaban le contó que sus hijos la habían llamado,
-y que les dijiste?
- que estabas acá conmigo, que pasamos la noche juntos
-y que te dijeron?
Se pusieron como locos, me dijeron de todo, a tu edad una señora de setenta años, con un viejo de ochenta, que era una vergüenza, que iban a pensar sus nietos y un montón de cosas más.
María se rió lo abrazo y lo beso apasionadamente, le dijo no te preocupes amor ya se les va a  pasar, ahora veni abrázame bien fuerte, hoy me siento como de quince y quiero quedarme así para siempre, hasta el final de mis días.
Te amo

CB

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La Momia del Tío

la momia

En una calurosa tarde de enero, a los sesenta años de edad, fallecía en Buenos Aires don Carlos Alberto, dejando como  único heredero a su sobrino Darío, cuya residencia era la ciudad de Montevideo.
El telegrama llegó a las manos de Darío dando cuenta de la infausta noticia e invitándolo de forma urgente por su albacea testamentaria para tomar posesión de los bienes.
En contadas horas viajó a Buenos Aires y, al llegar a la casa de su finado pariente, en la puerta se encontró a un señor de finos modales, quien estrechó fuertemente su mano y lo hizo pasar.
Una vez en el interior, el señor comenzó a leer lo que había sido la última voluntad de su tío: ”En la ciudad de Buenos Aires, a los 25 días de enero del año de  1990  yo, Carlos Alberto, en pleno uso de mis facultades, nombro a mi sobrino Darío (cuyos datos filiatorios son más que sobrados) como único y legítimo heredero universal de todos mis bienes terrenales, dejando  expresada en mi última  cláusula que, para efectivizar dicho testamento, es necesario que se cumpla mi última voluntad in eternum.”
La última voluntad de su tío no era otra que la de embalsamar su cuerpo y que éste fuera trasladado a su ciudad natal, Montevideo, precisamente a la casa de su sobrino, para  descansar -en ese estado- para siempre.
La espeluznante  decisión de su tío sonó, para Darío, como una venganza. Por abandonarlo en sus últimos años de existencia, quizás.
Darío se estremecía de espanto, mientras que el albacea lo tranquilizaba diciéndole que no se sorprendiera, que su tío era así, un hombre muy bromista y aún más en los últimos años de su vida.
-Se lo digo yo, que lo conocía muy bien. Pero mírelo de este modo, la situación no es tan grave teniendo en cuenta las cosas materiales que le dejó. Eso servirá de alguna manera para reparar este mal trago, ¿no le parece? -Le advertía el abogado con ojos inquisidores.
Y Darío, un poco exasperado, le respondió:
-Está muy bien todo lo que dice, lo entiendo perfectamente, pero entiéndame usted a mí. Andar con un cuerpo embalsamado por el Río de la Plata no es algo muy frecuente, yo preferiría enterrarlo acá en Buenos Aires o bien en Montevideo, pero enterrarlo al fin. Eso de estar momificado me suena a herejía,  poco cristiano, y si tenemos en cuenta que me lo tengo que llevar a mi propia casa donde viven mi mujer y mis hijos… ¡sería una locura!
El abogado lo miraba fijamente a los ojos, con una mirada comprensiva y, finalmente, apoyó su mano en el hombro de Darío y con un tono paternal interrumpió sus reflexiones y le dijo:
-Mire, querido amigo, hagámosla corta: el cuerpo ya está embalsamado, no le digo que está diez puntos pero en definitiva era su tío, así que tome a la momia y lárguese de acá. Yo le iré informando a medida que se liquiden los bienes -Y lo despidió con un apretón de manos.- Quédese tranquilo, su familia entenderá.
Y sin más trámite se marchó Darío con su momia a cuestas, rumbo al puerto de Buenos Aires, pero antes quiso echarle un vistazo, ya que los papeleos y trámites burocráticos se lo habían impedido. Retiró la tapa de la caja de madera y observó a su tío: la momia guardaba una expresión casi humana, todos los detalles propios del arte embalsamatorio habían sido meticulosamente respetados, salvo dos detalles: los vendajes clásicos de lino egipcio y la postura horizontal que nuestras costumbres occidentales habían aggiornado, reemplazándolas por el clásico saco, pantalón y corbata. En cuanto a la posición, se había adoptado la vertical y además sentado en una silla, lo que hacía de esta momia una de las primeras en su género.
El tío tenía una postura solemne y hasta esa pequeña joroba que le hacía pegar su barbilla al pecho había desaparecido.
Así viajó el cuerpo embalsamado de don Carlos Alberto hacia Montevideo, sentado en una silla como si estuviese vivo y disfrutara de un crucero de placer. Claro que para esto hubo que aceitar la máquina (ustedes me comprenden, ¿no?): sobornar al oficial del barco para que permitiera que la momia estuviera fuera de la bodega.
El oficial, al principio, se negó rotundamente aludiendo al reglamento, las leyes internacionales y no sé qué otra vaina. Pero a medida que los billetes iban llenando su mano derecha, la severidad y  la negación se transformaron en sumisión  e inmediatamente llamó a dos fornidos marineros para que trajeran a tan ilustre pasajero a cubierta y, guiñándole un ojo a Darío, le dijo que, en definitiva, pocos repararían que ese señor estaba muerto.
Y así  fue que, finalmente, tío y sobrino viajaron a tierra oriental meciéndose al vaivén de las olas. Sólo restaron unos simples y breves trámites en la aduana de Montevideo, que fueron supervisados personalmente por el oficial del barco, quien finalmente ayudó  a cargar a la momia en la camioneta, abrazando a Darío y deseándole un feliz retorno a su hogar.
Cuando llegó a su casa, su mujer e hijos lo abrazaron para consolarlo. Su cara denotaba una profunda preocupación, por lo que  María  lo tranquilizó diciéndole:
-No te preocupes, amor. Todo saldrá bien.
Darío, en un impulso de desesperación, estuvo a punto de decirles el motivo de su pesar, que no era  el duelo, sino lo que iba a ser de sus vidas en cuanto se enteraran que en la camioneta estaban los despojos momificados del tío. Pero decidió esperar al otro día para contar lo sucedido y revelar la verdad.
Esa noche no pegó un ojo, salió a tomar el fresco a la madrugada, se acercó a la caja donde estaba el tío, lo acomodó en una silla, intentó un diálogo amigable, pero enseguida cayó en la cuenta de que estaba hablando con un muerto y, sin más, pegó la vuelta y se fue a dormir.
Amaneció lluvioso en Montevideo. Darío, sin perder un minuto más, reunió a la familia, los miró detenidamente a los ojos y les contó con lujo de detalles su viaje a Buenos Aires.
María, siempre práctica en sus juicios, aceptó la idea de convivir con el tío, ya que esa decisión traería un ingreso nada despreciable a sus economías un tanto alicaídas. Por otra parte, los hijos, motivados por el recuerdo entrañable de los luchadores de Titanes en el Ring y especialmente de aquel personaje entrañable -“La Momia”-, lo tomaron con gran alegría.
Darío fue hasta el galpón, cargó en sus brazos al tío, lo sentó en la cabecera de la mesa familiar e improvisó un breve discurso:
-Este es su tío, acá está, saluden. Desde ahora y para siempre será parte de nuestra familia.
Pasaron los años y el tío participaba pasivamente de fiestas y reuniones familiares y hasta una vez Darío pensó seriamente en llevarlo con ellos de vacaciones.
Con el transcurso del tiempo, se empezó a notar algún deterioro importante en la persona del tío, hasta un brazo se perdió en una de las tantas mudanzas, que fue recuperado tiempo después en la Feria de Piedras Blancas. (Alguno, seguro de haber encontrado el brazo de don Zabala, fundador  de la Ciudad de Montevideo, lo había vendido al mejor postor por unas pocas monedas). Claro que el tío no protestó por la pérdida de dicho miembro, tampoco se alegró por la recuperación, pero lo cierto es que el paso del tiempo comenzaba a socavar las coyunturas de sus miembros y éstos se desprendían con cierta facilidad.
Luego, en una refriega familiar, perdió una de sus piernas y  fue arrumbada en un ropero. Así, poco a poco, Darío fue descuidando a su pobre tío, al que sólo le quedaba la cabeza, un brazo y una sola pierna, pero aún así, descuidado o no, el tío estaba siempre presente. Darío repetía, cuando los vinos nublaban su mente:
-¡Éste es mi tío, carajo!- Y lo abrazaba y besaba ruidosamente, prometiéndole que el año próximo le repondría los miembros faltantes.

CB

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Lión

Lion

Doña René andaba distraída terminando unas costuras. De pronto, alguien golpeó la puerta.
-¿Quién llama?
-Soy yo, el Braulio.
-Pase, don Braulio, y le cebo unos amargos.
-Se agradece, doña René. Vengo a buscar mi bombacha.
-Bueno, justo estaba dándole los últimos retoques. Se le han rompío a lo grande… ¿Qué le pasó? ¿Lo corrió un jabalí?
-¡Ojalá, doña René…! Algo más grande, de no creer… ¡un lión!
-¿Un lión? ¡Pero si acá no hay liones!
            -No, doña René. A un lío grande, yo le digo un “lión”.
-¡Ah! Ya entendí, ¿un quilombo?
-¡Eso! Se me armó un terrible quilombo, camino a lo de Ponciano Ledesma.
-¿Se puede saber el motivo?
-Sí, ¡cómo no le viá contar a usté! Pero, eso sí, le pido discreción. Porque de esta salí mal parao y no quiero que en el pueblo se me ande cargando.
-Faltaba más, don Braulio… Seré una tumba, ni al cura le voy a contar cuando me confiese.
-Si es así, le cuento nomás. -Y don Braulio se despachó a gusto en su relato: -Estaba yendo a pagar el alquiler a lo de Ponciano, cuando en el camino me encontré con el Eugenio, el hermano de la Tota, cuñado de don Eustaquio, vecino de…
-Sí, sí, déle, no me dé tanta güelta como pedo en sobretodo… ¡Déle nomás al grano!
«Paciencia, Doña René… Le resumo: iba camino a pagar el alquiler y me lo encontré al Eugenio. Estaba como loco, con los ojos desorbitaos,  más desorientao que chancho en departamento. Se me tiró encima con tanta brutalidad, que casi me voltea de la bicicleta. Apenas pude sostenerme en pie, por el pechazo.
»Le pregunté qué carajo le pasó, y el Eugenio apenas si  podía hablar, estaba colorao como huevo recién rascao.
»-¡Don Braulio! ¡Me dejó la Remigia, me abandonó, se fue con el panadero!
»-¿Con Luis?
»-No, ¡con el Hugo!
»-¡Epa! ¡Rapidita, la negra!
»-Sí, don Braulio, pero era mi mujer y yo estaba encariñado con la infeliz.
»-Bueno, don Eugenio, serénese… ¡No vale la pena andar así por una pollera!
»-Es que no es sólo eso lo que me pone tan mal…
»-¿Y qué es, hombre, entonces?
»-¡Que se haya ido con mi motoneta!
»-¡A la pucha! ¿Y qué piensa hacer?
»-Nada, por ahora… Estoy demasiado caliente, soy capaz de cometer una locura, don Braulio, créame.
»-Bueno, déjelo por mi cuenta. Yo voy hablar con la negra, a ver si entra en razón y le devuelve la motoneta. Quédese tranquilo.
»-Le agradezco de corazón, don Braulio, usted siempre tan gaucho.
»-No diga zonceras, hombre -le respondí-, siempre pa’ servir.
Y salí nomás, rumbo a la tapera de Hugo, el panadero que se había apropiao de la negra Remigia y la motoneta de don Eugenio.
»Al llegar al rancho, golpié las manos y una jauría de bichos alborotados salió ladrando, mostrando los dientes. Lo único que la contenía era el tejido que, aunque medio caído, me salvó el pellejo. Lejos de achicarme, volví a golpiar, hasta que por una ventana sin vidrios asomó la jeta la negra infiel.
»-Hola, doña Remigia -le dije en tono conciliador-, vengo a conversar con usté, si me asujeta la jauría.
»-¿Qué quiere? -me  respondió Remigia. Seguro lo manda el Eugenio por la motoneta… Dígale que no le viá dar nada, que me corresponde por ley. Son bienes gananciales y me pertenecen, por tantos años de fidelidad.
»“¿Fidelidad?”, me dije yo  pa’ mis adentros, “si al Eugenio le decían dinosaurio, porque tenía cuernos hasta en el lomo, pobre hombre… Y encima esta negra jodiéndole la vida”.
»-Doña Remigia -insistí de nuevo-, vengo por las mías a terciar pa’ un arreglo.
»-¡Nada de arreglo ni que ocho cuarto! ¡Vaya por donde vino! ¡Qué joder! Usté es igual al Eugenio: ¡un  pelotudo!
»-¡Epa, doña! Sofrene la lengua, que me va’hacer enojar…
»-¡Haga lo que quiera!  La  motoneta es mía, ¡y se terminó el asunto!
»Créame, doña René, que con esa contestación se me escapó el indio de adentro, me brotó de lo profundo de mis alpargatas… Entonces, le grité:
»-Mirá, atorranta del demonio, conmigo no te metás… ¡Que te viá cruzar la jeta de un rebencazo!
»-¡Ja! ¡Ja! -se rió la desfachatada- ¿Vos y cuántos más? -me dijo desafiante.
»-¡Yo solito! -le dije- Y no me torees mas, porque empiezo a los rebencazos con estos perros de mierda, te viá buscar ahí y te doy de palos hasta que me canse.
»-¡Ja! ¡Ja! Vení nomás… ¡Vas a ver lo que es bueno! Miedo no te tengo.
»Y me largué nomás, doña  René, ya había aguantao demasiada insolencia. Me abrí paso entre los perros, a los garrotazos. Los bichos, a lo primero me hicieron frente, pero notaron mi  fiereza y decisión. Para mí, esos perros adivinaron  la calentura machaza que me brotaba por todos los poros y empezaron a recular, hasta que se desbandaron a fuerza de lonjazos nomás, aullando de terror.
»La negra, al ver que  estaba decidido a todo, se metió pa’ dentro del rancho.
»-¡Ah, negra ladina! ¡Te viá dar ahora pa’ que tengas! -Patié la puerta y entré nomás, a lo bruto, estaba desacatao. Dentro del rancho no se veía nada, estaba oscuro como cueva del demonio. De pronto sentí un olor impresionante, como a carroña descompuesta, y un gruñido fiero, pero no de cristiano… Era algo tan raro como enano negro. Pensé: “¿Otro perro? Esto no parece perro”.
»Y mientras adivinaba a qué fiera me enfrentaba, siento una terrible dentellada en los garrones, como si un cocodrilo me hubiera sujetao de las tabas, y de puro susto nomás empecé a darle lonjazos. Créame, doña René, estaba más asustao que indio en suterráneo. Sólo así me pude librar de esa alimaña anónima, que ni siquiera pude reconocer, pero mi instinto de conservación ante el peligro fue lo que me salvó el  pellejo y quedé más desorientao que sordo en terremoto. ¡Pero vivo al fin! Del susto, salté limpito el alambrado, pero la tela de la bombacha se enganchó, y por poquito no me deja como maniquí de vidriera: sin huevos. Salí disparando (¡que hasta la bicicleta dejé tirada!) con un aujero grande como la capa de ozono en mi bombacha.
»Y así llegue a lo de don Eugenio, todo transpirado y con los calzones rotos. Don Eugenio me esperaba en la puerta, para interrogarme.
»-¿Y? ¿Cómo le fue, don Braulio?
»-Mal -le dije yo-, muy mal, don Eugenio.
»-Cuénteme, hombre, me muero de curiosidad.
»-Déjeme respirar, don Eugenio, y le cuento. Estoy más agitao que rengo en tiroteo. –Y una vez que me repuse de la agitación le dije:
»-Cuando estaba por convencerla a punta de azotes, algo enorme casi me despena con los dientes. No sé qué era pero le puedo asegurar, don Eugenio, que esa negra tiene en el rancho algo muy fiero.
»-Sí, el panadero Hugo…
»-¡No! Hablo de una fiera verdadera… Un tigre o algo parecido, peligroso como piraña en bidé, hediondo como baño de boliche…
»-No me joda, don Braulio… ¿Y la bicicleta?
»-La dejé en la disparada. Ahora es de la negra. ¡Ya tiene motoneta y bicicleta, la desgraciada! ¡Nos jorobó a los dos! Créame, esa negra es como paloma de plaza, caga a la gente.
»-Pero Don Braulio… ¡En qué lío lo he metido!
»-Nada de Iío, don Eugenio: lión, lión.
»Y así quedé, doña René: sin bicicleta y con la bombacha desjarretada.»
-Bueno, don Braulio, no se aflija, esas cosas pasan. Pero mire qué bien quedaron, casi ni se nota el remendón. Eso sí, la mancha traté de sacarla lo más que pude, pero se ve que el susto fue grande, don Braulio, se ha cagao hasta los garrones…
-¡Eh! ¡Doña René, no lo diga tan fuerte que la van a oír!
-Vaya con Dios, don Braulio, que de mi  boca no sale una palabra.
Y así se fue el gaucho Braulio, a pata y con las bombachas remendadas, agradeciendo al supremo haberle regalado ese instinto campero, que le había salvado la vida por milagro.

 

CB

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Marcianos

Marcianos

Curbelo, tenia un despacho de pan, en un barrio de gente obrera, donde la necesidad reinaba en las calles  sin asfalto y la pobreza se había afincado en forma definitiva.
Había construido su futuro  bien de abajo, a puro coraje y con sus propias manos, levantó su modesto bolichito en las horas en que todos dormían.
Era un hombre sano, sin muchas luces, pero con una sabiduría natural que asombraba.
Era un agudo observador y de savias reflexiones acerca de  la vida.
No era muy afecto al baño, pero eso no perjudicaba en nada su hombría de bien, ni desmerecía su honradez.
Era reconocida su fama de goleador en el equipo local, un jugador nato, que había llevado a su cuadro al primer puesto en el campeonato de la liga.
Sumador de trofeos y a sabiendas de su habilidad, Curbelo no se la creía, era modesto y callado, sus compañeros lo apreciaban mucho, la tribuna lo alentaba siempre en los partidos.
El único defecto que había en Curbelo, eran sus pies, que  olían realmente muy mal, tenía una especie de fetidez maligna en sus patas, que no había cristiano alguno que pudiese soportar, un cambio de botines en los vestuarios. Cuando esto sucedía sus compañeros abandonaban el lugar, con excusas de toda índole, para no herir sus sentimientos. Lo cierto es que Curbelo padecía una enfermedad incurable por esos tiempos: “ICVSP” (incontinencia crónica de válvulas sudoríparas plantales) que lo obligaba  a llevar una vida solitaria, muy acotada en algunas actividades sociales que demandaran, andar a pie desnudo.
Todo el pueblo lo sabia y el último tratamiento observado por Curbelo, fue el que le diera don Catalino, un reflexòlogo de amplios conocimientos en pócimas naturales , un sabio herborista, conocedor de las propiedades medicinales de cuanto yuyo pululara en la tierra.
El tratamiento en cuestión fue aplicar en sus patas (durante dos semanas) emplastos de hiervas trituradas, mezcladas con excremento de murciélago y hongos vaginales.
Curbelo respetó metódicamente el tratamiento, con la fe de un devoto excelso, pero una vez finalizado el mismo, sus pies seguían oliendo igual o peor que antes.
A pesar de  su fuerza de voluntad, decidió suspender definitivamente todos los tratamientos, resignándose a convivir para siempre, con ese olor nauseabundo que emanaban de sus pies.
Con el tiempo fue creciendo en sus actividades, hasta conformar un mini polo comercial en la zona, que contemplaba casi todos los rubros del consumo minorista. Algo muy modesto, con techos de chapas y paredes de ladrillo pelado.
Un día el cielo del pueblo se oscureció por completo, la noche copaba todos los rincones y  un pánico total y desordenado, fue ganando a sus habitantes, hasta explotar en una histeria generalizada.
Nadie savia que es lo que ocurría, el cielo relampagueaba continuamente y  las miradas se detenían en las alturas tratando de adivinar el misterio.
De pronto algo apareció entre las nubes, silenciosamente, como si se arrastrara en el aire, una especie de ciudad flotante, una carcaza metalizada de cientos de leguas y se estacionó a considerable altura sobre el pueblo.
Curbelo había bajado las persianas del negocio, se  apostó en la puerta con un garrote de ñandubay, que utilizaba para disuadir a los chorros y quedó inmóvil, a la espera de algo que  presagiaba no ser bueno.
La gente se encerraba en sus casas, mirando por la ventana, otros corrían a reunirse con sus   vecinos para intercambiar opiniones.
Al cabo de una hora, de este extraño suceso, se escuchó un sonido muy agudo, que lastimaba  los oídos.
Repentinamente, una especie de compuerta se abrió lentamente y un as de luz  brillante, bajó justo al frente del boliche de Curbelo, ante la mirada de cientos de ojos desorbitados y paralizados por el miedo.
En el medio de ese rayo se observaba una figura negra descendiendo, que en segundos aterrizo en la tierra, levantando una polvareda que obligó a los espectadores a cubrirse la cara.
Cuando se disipó la nube de polvo, se reveló la forma de esa criatura, que era horripilante. Tenía cuatro brazos, con unos dedos extremadamente largos , un ojo enorme  en el medio de la cara, sin pelos en la cabeza  (que tenía forma de sandia ), boca chica, una piel fruncida y un cuerpo regordete, con una altura similar a la de un enano de jardín, una especie de  duende, pero más feo que la mierda.
Inmediatamente esgrimió algo parecido a un arma, de esas que se ven en las películas de ciencia ficción, pero esta era real, amenazó a los presentes que rápidamente  se parapetaron en todo lo que ofreciera protección.
Abrió su pequeña boca y vocalizo algo parecido a una presentación, que tiempo después fue reproducida totalmente por el diario local “La Cotorra Chismosa” y decía:
¡Husbera buenvas neutaro urcada vo rascatuculo elnabo! (que en idioma marciano, vaya a saber que carajo decía) lo cierto es que la gente a esa altura del partido, sabia que ese engendro no estaba solo (mucha nave para un enano) eso lo anunció Curbelo esgrimiendo su garrote en forma amenazante y todos  sabían que Curbelo era un tipo Savio por naturaleza, así que sus palabras fueron aceptadas como  válidas y la masa fue tomando una actitud belicosa para con el enano.
Sin embargo este sujeto venido de otros mundos, no se alteraba en lo más mínimo, repetía una y otra vez el mismo discurso:
Husbera buenvas neutaro urcada vo rascatuculo elnabo! Esta vez agitando sus tres brazos, pues en el cuarto tenía el arma, con la  que apuntaba a los terrícolas (habitantes del terrón)
No se sabe bien quién pego el grito de: “¡Muerte al Enano imperialista!”, lo cierto es que la multitud avanzó decidida a terminar con esa criatura, blandiendo en sus manos todo tipo de objetos tales como: palos, cascotes y hasta uno (que a falta de stok de estos elementos) se quitó una de sus botas de gomas y avanzaba en forma desafiante.
Esa sola consigna bastó para encender la mecha y fue la excusa perfecta, (una especie de válvula de escape) para descargar tanta bronca contenida durante años, como consecuencia de  la marginación, la explotación y la miseria.
El estado de excitación de las masas fue captada inmediatamente por el Enano, que parecía entender la belicosidad de los terrestres y sin titubear descargó con su arma una rayo tan potente que calcinó de un solo tiro a unos ocho o nueve vecinos, que yacían en el piso, con sus esqueletos desprovistos de carne y todos chamuscados, mientras que el resto de la turba,  huyó despavorida, atrincherándose entre las cunetas de la calle.
Sólo Curbelo permaneció inmóvil, con su palo de ñandubay en alto, pero sin mover un pelo. Observando el comportamiento del enano que emitió otro breve discurso, dando la impresión  que esta vez, se había enojado mucho y dijo algo como:
Aijunsi serram decagonus quem binen de muchus-vo
Por las ventanas de la nave se observaba un trajín frenético, como si se aprestaran sus ocupantes a invadirlo todo. El rayo bajaba y subía constantemente, descargando unos  bultos extraños  en forma de huevos.
Mientras esto ocurría, Curbelo lo observaba todo, como si estuviese buscando el talón de Aquiles  de esa nave. De pronto se fue agachando lentamente (para no despertar sospechas) y con su dedo índice  fue descalzando una a una sus zapatillas.
 Tomó una en cada mano, se fue acercando sigilosamente por detrás del enano y cuando estuvo lo suficientemente cerca, las colocó dentro del   as de luz, en el momento justo que este ascendía. Luego se fue alejando, lentamente.
Los sobrevivientes observaban como subía el calzado mal oliente de Curbelo directo hacia el interior de la nave.
Lo que ocurrió posteriormente, también fue publicado en el diario local, en primera plana, relatado por un cronista deportivo, a falta de otro especialista.
Y rezaba el encabezado:
“¡No pasarán! Y ¡No pasaron! ¡Nomás!”
Mientras que la crónica decía:
-“Luego de múltiples refriegas con el equipo marciano y teniendo que  lamentar considerables bajas en nuestro equipo, la intrepidez del delantero Curbelo, hombre sagaz en el deporte, las finanzas y ahora en cuestiones extraterrestres, logró vulnerar las defensas y asestar dos formidables zapatillazos en la portería del enemigo.
La nave madre al recibir el “regalito” de Curbelo, comenzó a tambalearse de un lado a otro  y sus tripulantes hicieron un rápido abandono de la misma siendo reducidos por nuestros heroicos defensores, a fuerza de garrotazos.
Como resultado de esta memorable y gloriosa contienda, una vez más el equipo local se anota una victoria contundente y definitiva, sobre el equipo invasor, de la mano de su insigne delantero  Curbelo.
Tiempo después, la nave fue transformada en un local bailable y las zapatillas de Curbelo expuestas en una vitrina, junto a uno de los invasores momificados, en una especie de altar, para conmemorar la derrota del invasor.

CB

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Mutaciones y Formularios

Mutaciones

Dejé este mundo cruel e ingrato una noche lluviosa, no por propia voluntad, sino por un atracón de achuras. La vesícula traicionera y ladina cedió  repentinamente y dijo vasta. 
Cuando desperté me encontré en el infierno. Rodeado de llamas.
 Me recibió el propio mandinga, un cornudo soberano  simpático y atento.
Mi único comentario para romper el fuego fue:
-¡Linda braza para un asado!-
-Ah ah, me dijo el cornupido sonriente, tome asiento, dándome un caluroso apretón de manos.
Inmediatamente me hizo una breve exposición a modo de presentacion:
-Como verá, se dicen cosas espantosas de  este lugar, pero, salvo los calores, la gente esta tranquila, no hemos recibido queja alguna en miles de años y le aseguro que no es demagogia, acá la gente viene mala y se pone mansa y dócil como nunca estuvo en la tierra. Y no se vaya a creer que se aplica la violencia, nada de eso.
- Mire le doy un ejemplo: acá tenemos  gente de toda laya, local e internacional, por nombrarle solo algunos: Pacheco Areco, Aparicio  Méndez, de chile tenemos a Pinochet, de paraguay a Stroessner  y la lista es interminable. Cuando  llegaron venían con unos humos que ni le cuento y de a poco los fuimos amansando, si los viera ahora están trabajando, viviendo de su salario, claro que por razones de seguridad los tenemos separados, porque estos hombres no se han hecho querer mucho en vida y  por acá abajo tampoco.
-Pero, cuénteme de usted, así voy llenando este formulario para asignarle algún trabajo.
¿Trabajo?-dije yo, sorprendido ¿formulario?, pero… no entiendo.
-Vea don Carlos, los  tiempos han cambiado y la globalización nos ha afectado a todos, acá el fuego no sale gratis. Hay que pagarlo, es que lo han privatizado y si no pagamos la factura  nos cortan el suministro.
Estamos en tratativas con Chávez para firmar un acuerdo ventajoso, nosotros traemos algunos oligarcas y ellos nos mandan gas envasado,  acá todo el mundo trabaja, no crea que se matan, ni que se transpira la gota gorda, nada de eso. El salario no es malo, alcanza para darse algunos pequeños  gustos.
-Mire usted-le dije yo -eso si que es administrar, ya me esta gustando el infierno, solo una cosa:
- No quisiera  cruzarme con los personajes que usted mencionó, por una cuestión de salud y de principios, ¿vio? , se lo pido como un favor muy especial.
-Quédese tranquilo, a esos ni yo los quiero tener acá, pero vio como es esto, alguien tiene que hacer el trabajo feo, para que otros se lleven los laureles, señalándome con el dedo índice hacia arriba.
Me dijo: pero esa es otra historia, sigamos con el papeleo,
-¿Su  ocupación?
-Mire don lucifer (si me permite llamarlo así), me gustaría un trabajo cualquiera, no tengo pretensiones. En la tierra era cuentapropista, de ser posible algo relacionado con la escritura andaría muy bien.
-Lo tendré en cuenta, vaya acomodándose nomás tranquilo, que le avisaremos cuando esté su puesto.
De pronto el secretario entra a la oficina con unos papeles en las manos e interrumpe nuestro dialogo:
-¡Don Lucy!, (que así lo llamaban en la intimidad  los amigos mas cercanos)
-Me llamaron de arriba, mandaron mal el formulario,
-A este señor le toca el cielo.
-De pronto Don Lucifer cierra el puño y golpea con tremenda violencia el escritorio, produciendo un desparramo de hojas y llamas por todos lados.
-¡La gran puta!-, otra vez me hacen quedar como la mierda.
-Don Carlos, -sepa disculparnos, pero esto es responsabilidad  total y absoluta de la burocracia allá arriba, no ponen atención en los papeles. Ya les dije que así no se trabaja, pero esta gente (señalando insistentemente hacia arriba) son duros.
- En nombre del infierno le pido mil disculpas,  sírvase, acá tiene mi numero de celular, por si algo necesita. Estamos para servirle.
Me dio un apretón de mano y me acompañó a la salida del infierno.
Cuando al cielo llegué, un barbudo me esperaba, me  extendió la mano y me pidió disculpas en nombre del cielo.
Me dijo:
-Bienvenido, tome  asiento-, vaya llenando  este formulario.
Así le ubicamos un trabajo
-¿Trabajo?-dije yo, pero como puede ser ,!esto es el cielo!
Vea don Carlos, antes acá  nadie hacia nada, todo estaba subvencionado, manejábamos un  presupuesto importante, pero en los últimos treinta años la crisis de la tierra nos ha golpeado tan fuerte que para subsistir tuvimos que solventar nuestros propios gastos, Aunque el cielo sea grande, las cosas han aumentado mucho y créame que la inflación no solo es una cuestión terrenal.
-Los precios están por las nubes y aunque nosotros estamos en ellas, la crisis acá también  se siente-
-Tuvimos que ingeniárnoslas para financiar el presupuesto y no nos ha ido tan mal-
-Le cuento: vendemos paquetes turísticos, tenemos Shopping,  bingo y estamos organizando un ruedo para la semana santa, hay mucho gaucho oseoso que para jinetear andaría muy bien.
-Bueno, ahora lo dejo que ando muy ocupado, tengo que controlar los obreros. Y se fue San Pedro arrastrando un pesado manojo de llaves, a sus tareas diarias, dejándo a su  secretario para que me asignara un puesto de trabajo.
Y así quedé instalado en una oficina en mi nueva condición de asalariado del cielo.
Con el primer sueldo me compré una nube modelo 80, motor 1.6, sin aire acondicionado, pero buena máquina voladora y en el  primer feriado largo, me fui al cielo de Nueva York.
Al llegar, había una terrible congestión de nubes. Todas amontonadas, haciendo cola para retirar el permiso de ingreso. Porque hasta en eso los yanquis son estrictos y no se salva de los controles ni el cielo.
Un hombre de uniforme  me detuvo:
-¿Señor?
-Vengo de turista, a pasear nomás-le dije
-Bien: sírvase  este formulario, me lo alcanza ni bien lo termina de llenar.
El formulario decía: nombre, apellido, motivo de la visita, ¿piensa usted atentar contra el supremo?, y otras preguntas que desafiaban la inteligencia del menos iluminado. Se lo entregué apenas con mi nombre escrito y me largué de ahí montado en mi nube. 
Me fui en busca de otro sitio menos concurrido y más solitario. Así llegué hasta el desierto, que no había hombre alguno. A meditar en  mi nueva condición de errante.
En medio de la reflexión apareció un hombre enfundado en una túnica negra, montado en una nube con forma de  camello.  Estacionó su vehiculo a la par y  me dijo:
-Oiga señor, acá no se puede estacionar, esta es zona de petrolera , no se puede fumar, ni andar armado, solo con permiso se puede transitar, me tiene que llenar este formulario.
Nuevamente  puse fue  mi nombre y me fui  hacia otros rumbos menos transitados. Pero, es que a  donde iba, los  formularios me acosaban, así que retorné a mi lugar, decidido a no recorrer más los caminos del cielo.
Y me dedique a  mejorar algunas cuestiones laborales. Organicé un sindicato, para reclamar mejoras urgentes.  
Me candidatee para intendente y saquè como diez mil  votos, casi me adueño de todo, hasta que se avivo el jefe y a las patadas  me llevaron a su oficina.
El barbudo me dijo con cara de hiena:
- Mire don Carlos,   se ha pasado de la raya, me ha alborotado a toda la gente, su permanencia en el cielo ha sido  revocada,  vamos a ver si llegamos a un acuerdo razonable:
-Le propongo retornar a la tierra, si  acepta, lo  reencarno en el bicho que usted guste, pero acá no se puede quedar y ojo que la orden ¡viene de arriba!
Rápidamente pensé  en las distintas fieras, Ya  que la propuesta contemplaba solamente fiera, nada de humano, (no se que impedimento habría para esa transformación), pero la condición era esa; tendría que regresar en forma de bicho.
Si me daba a elegir, mucho mejor, no sea cosa que el barbudo por una cuestión de venganza personal, decidiera  por mí y retornara a la tierra en forma de alimaña rastrera,  víbora o rata, eso si que sería una tragedia.
Lo medité unos segundos:
-para perro no nací, menos para gato, me gusta andar volando y eso elegí, algo donde poderme ir, pero volando.
El barbudo me miro fijo y dijo: ¡le salió como un versito! (tratando de aflojar el momento de tensión)

  1. ¡Que así sea!,

Hizo un ademán raro y en cuestión de unos minutos estaba en la tierra, sobre un árbol.
Me miré de arriba abajo y  Mi nueva condición era de ave emplumada, con pico duro como acha y todo de verde, aleteaba muy alegre en un monte de eucaliptos .Estaba transformado en un bello cotorro y ahí nomás salí volando a recorrer los campos.
Me había dejado  lejos de mis pago natal, el muy crinudo.
Pero no me vendría nada mal practicar el aleteo, estaba seguro que la conjunción de ave y humano me daría una ventaja considerable en la tierra.
Allí me orienté y llegué a Montevideo le fui a cantar a mi hermano, que me sacó a escobazos por tanto chillido, y me dijo:
-¡Fuera bicho escandaloso!, acá estamos de luto y cotorras no queremos. Me posé a lo lejos esperando que se tranquilizara. Hasta mi primo Don Maga tampoco me reconoció, me tiro con un cascote que casi me despluma, yo contesté la agresión mandándole una cagada.
De pronto a lo lejos vi. Una hermosa señorita, me le tirè en picada y me recibió muy bien y ahí nomás me le acomodé en su hombro.
Me llevo a su rancho y me dejó sobre la mesa, me convido con biscocho y me puso un tarro de agua, me dijo:
-Acá estás, esta será tu casa, te llamarás Gumercindo y aunque seas  bicho fiero, te casaras conmigo.
Conmovido por la declaración de amor y gustándome la muchacha, me encaminé nuevamente al cielo para entrevistarme con el barbudo.
Le dije:
- He vuelto por una razón muy importante, sepa disculpar tanta insolencia pero tengo que pedirle una gauchada, allá abajo conseguí una mujer encantadora, se llama Ramona y le pido un favor muy grande, cámbiele de condición y hágala cotorra así no lo jorobo más y dejo de molestarlo.
El barbudo me miró arto desconfiado (temiendo alguna jugarreta de mi parte) y con un apretón de mano o de ala porque estaba en condición de ave, me dijo vaya tranquilo, me ocuparé personalmente de su asunto, délo por echo, vaya, vuelva urgente que el amor lo esta esperando.
Y así retorné volando a las alas de Ramona que estaba transformada en una linda cotorra, con un pico  sabroso y unas plumas muy sensuales. Nos mudamos a un monte de eucaliptos, frente a la casa de mi hermano y ahí formamos una linda familia.

CB

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Reencuentros

Reencuentros

A los 323 Juanes del Crucero Gral. Belgrano

Doña Blanca era una señora  que tendría  como setenta años. Esos cálculos los hacían los vecinos del barrio, pero lo cierto es que nadie savia  exactamente, cuantas lunas habían pasado  sobre su cabeza blanca.
Cuenta mi madre que cuando ellos  llegaron, doña blanca era una hermosa mujer, de alegre sonrisa, muy atenta en sus modales y extremadamente solidaria.
Vivía en una casa de altos rodeada de un modesto jardín y una gran  palta en la entrada. Era la viuda de un obrero textil y tenían un solo hijo.
Sus ojos eran celestes como el cielo, su rostro surcado de arrugas y su pelo  lacio  muy blanco.
Iba todos los días al puerto, se sentaba en uno de los pocos bancos sanos, que aún quedaban de pie y se quedaba ahí durante horas.
Luego se levantaba dificultosamente, asistida de un bastón  y retornaba a su casa a paso lento.
Había algo misterioso en esa mujer que provocaba una gran curiosidad.
Un día la esperé en el puerto, en el mismo banco que se sentara por décadas.
Doña Blanca llegó como todos los días, se sentó a mi lado sin  reparar en mi presencia. Así estuvimos un largo rato, mirando el horizonte azul del Río de la Plata. Hasta que finalmente le pregunté:
 -¿A quien espera abuela?-
Blanca me miró a los ojos y un escalofrío estremeció todo mi cuerpo. Sentí en esa mirada azul la angustia de sus años, la ansiedad  concentrada en esas diminutas pupilas.
Me dijo:
-A mi Juan-
-¿Quien es Juan? -le pregunte casi como un susurro.- 
-Mi hijo, tiene que regresar en uno de esos barcos-.Juan era un chico alegre, alto de pelo lacio como el padre, muy estudioso, cuando se recibió de medico, se fue  a la guerra.
Ya su padre no estaba, así que no pude convencerlo. Traté de todas las formas posibles, para que no fuese, pero él me decía que su profesión salvaría más  vidas ahí y  que ya habría tiempo de poner un consultorio, pero que tenia que ir, era su obligación.
Y se marchó de acá mismo, donde estamos sentados ahora.  Se embarcó una tarde de  otoño hace una eternidad,  lo despedí con el corazón destrozado y  desde entonces que lo espero.
Nada pude decirle, una angustia repentina cerraba el paso de mis palabras, su dolor me había inundado de  tristeza.
Quedé mudo, reflexionando sobre su historia.
La firme voluntad de esa mujer en el reencuentro, de pronto me había contagiado una inmensa dosis de optimismo.
Enseguida supe que algo mágico había  en esa espera, algo que desafiaba la lógica de la racionalidad y sin conocer a Juan sabía que vendría, lo presentía en lo más profundo de mi corazón.
Así, acompañe durante varios días a Doña Blanca en su espera, alentándola. No sabía exactamente, cual era la razón que me anclaba a su lado,  pero ahí estaba todos los días, a la tarde, sentado a su lado con nuestras miradas firmes en el horizonte.
Un domingo  me retrasé un poco, llegué corriendo, algo me decía que debía apurarme, cuando  por fin doble la esquina que da a la rambla, vi el banco vacío.
A medida que  iba acercándome  pude observar un bulto pequeño sobre él. Crucé la avenida a toda carrera, me senté en el banco, quedé agitado, casi sin aliento. 
Pensé que  Doña Blanca se habría retrasado. Miré el bulto sobre el banco, era un paquete envuelto en papel madera, atado con un hilo sisal y en una de sus caras tenia escrito mi nombre. Lo tomé entre mis manos y torpemente comencé a rasgar su envoltura. Contenía   una caja de zapatos, llena  de fotos amarillentas, ahí descubrí a Juan, que me miraba sonriente.
De pronto cerré la caja, y la estreché entre mis brazos, me recosté sobre el respaldo del banco, miré al horizonte y algo me dejó paralizado.
Un barco a lo lejos dejaba ver una mano en alto, saludando insistentemente hacia mí.
Me levanté de un salto, corrí a la orilla y reconocí a Blanca en la cubierta del barco, junto a su hijo Juan, que la abrazaba.
Bajé hasta la playa, agitando mis brazos y pronunciando el nombre de ambos.
Observé que blanca le indicaba algo sobre mí a su Juan, el me miró a la distancia y en esos segundos comprendí todo.
 La espera para doña blanca había finalizado.
El barco se movía lentamente, sonó tres veces su silbato  grave a modo de saludo y se fue diluyendo en un horizonte de brumas blancas.
Tomé  la caja, la puse  bajo el brazo y me perdí entre las calles de  una ciudad  indiferente y sin memoria, en busca de otras Blancas y otros Juanes que estarán esperando su barco.

CB

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Tan Solo un Voto

Tan solo

Exuperancio Oriol, había sido seleccionado para representar al departamento de Ribera en las domas del prado.
Habilidoso como ninguno, hijo y nieto de domadores, llevaba en su sangre la destreza criolla como un hecho natural.
Había crecido en las cuchillas montaraces de Vichadero y se había formado en un ámbito agreste y de profunda tradición criolla. Jamás había salido del pueblo, jamás conoció otro vehiculo que no fuera su caballo.
El convite vino de la mano del propio intendente, don  Placido Prota que se llegó hasta la estancia de los Oriol para darle las buenas noticias.
Don Tolentino Oriol mandó llamar a su hijo, que estaba en el campo, en plena faena separando hacienda.
-Venga mosito, que su tata lo a mandado a llamar urgente.  Exuperancio obediente salió carpiendo carqueja rumbo al rancho.
-Si tata, acá estoy-
-Venga mijo, que ha venido el intendente y:
-¡en persona!-Tiene algo muy  importante que decirle-.
-Buenas Don Placido, que honor tenerlo por acá-
-Gracias muchacho-
-Vean: no les robo mucho tiempo, ustedes están ocupados y yo también ando a los apurones-.
-Usted mijo, ha sido elegido como el mejor domador de nuestros pagos, su fama es arto conocida y hemos decidido en la intendencia, mandarlo pa que le demuestre a los montevideanos, que nosotros somos los mejores.
-¡Tenemos confianza en que va a dejar en alto el honor de  nuestro pueblo!-
-¡Vamos a ser conocidos en todo el país-
-Va a salir en la televisión y en las radios-
-¡Va a ser famoso!! -¡Que mierda!-
-Pero, tengo que votar Don Placido-
Nada de peros ni de votos, usted  va a estar jineteando a quinientos kilómetros de acá, eso lo excluye de cualquier sanción.
-Yo me encargo-.
-Acá le traigo el pasaje, me apronta las maletas y se me larga al aeropuerto, ¡ya mismo!.-
-Demás esta decirle que todos los gastos corren por cuenta de la intendencia, esto  es una cuestión de ¡e s t a d o!
-Mi puesto de intendente está en juego-
-Téngalo bien presente-
-Si usted lo dice don Placido y mi tata lo autoriza estoy para servirle.-
-Muy bien, traiga sus pilchas y vamos yendo, que en un ratito sale su avión-.
-¿Avión?
-Nada de avión, yo me voy a caballo-.
-Mire mozo no se retobe, usted se viene conmigo, se sube al avión y se terminó la discusión-.
Y aya marchó el joven Exuperancio con el intendente rumbo al aeropuerto. Al llegar, comenzó a fruncirse de arriba a bajo, al ver  tanto avión amontonado.
El intendente lo acompaño y a fuerza de  empujones, lograron  subirlo al avión, porque el mozo se había agarrado de los pasamanos de la escalerilla y no había quien le haga soltar los fierros. El piloto en persona trató de convencerlo de buenas maneras, pero no hubo caso, estaba prendido como abrojo.
Hasta que  un corpulento milico, arto  de tanta mariconada, lo agarrò del cogote y le pegó un tiròn  que casi le arranca el zapallo, el muy  bruto y lo mandó para dentro del avión.
Al cerrar la puerta ya no había retorno para el gaucho Exuperancio que empezó a sollozar como gurì pidiendo por su mama.
Se le acercó una azafata y lo llevó de la mano hasta su asiento, le colocó el cinto de seguridad y le sacudió el hombro para darle ánimos.
A su lado había una mujer de gran porte que  se había acomodado medio de prepo, ya que el asiento solo contemplaba delgadeces y no tanta abundancia de cadera.
El julepe que lo acometía a Exuperancio, era soberano y la señora adivinó el espanto por su cara.
-Quédese tranquilo hombre, este bicho bellaquea un poco al arrancar, nada de preocuparse, va a ver que después es placentero.-
Pero Exuperancio era conciente que estaba en el interior del vientre de una máquina que nunca había visto. Sentía que sus entrañas se revolvían con elocuencia y el guiso de la noche  subía a los empujones. La rapidez de la azafata encerró el rezongo del estomago en una bolsa de papel y Exuperancio respiró aliviado. Agradeciendo tan buen tino de esa hermosura.
Y despegó nomás el bicho alado, rugiendo como chancho rumbo al azul celeste.
Exuperancio se afirmó cuanto pudo en su asiento, como si fuese el recado de su pingo y en un impulso infantil y desesperado, abrazó a la gorda y gritó:
-¡quiero a mi mama!-
Nuevamente la azafata llegó para  tranquilizarlo, diciéndole:
-Pero que gaucho asustadizo, míreme a los ojos.
¡Pero míreme  hombre!
–Esto es igualito a un pingo, corcovea a lo primero y después se cansa  y se pone mansito.-
 -Usted es un hombre de campo, no se me afloje-.
-Es que nunca viaje dentro de la panza de un bagual, esto es nuevo para mi, no puedo controlar al susto, es como si me hubiera comido un bicho y pa pior, no tiene patas.
¡Tiene alas! Como langosta.
-Bueno, bueno hombre, ya estamos en el cielo, tenga paciencia.
¿En el cielo?,
-Dijo Exuperancio-
-¿A  que altura?
-Cinco mil metros-.
-¡Pa!, más alto que un ocalito.-
-Si mucho mas alto, pero no se aflija esto es mas seguro que un charré.
-Bueno, si usted lo dice, me quedo mas tranquilo y mirando a la gorda que había quedado a la miseria por su abrazo de terror, le dijo:
-Sepa disculparme doña, me dejé llevar por el espanto-. (Mientras que  su mano le acomodaba el  vestido que se  había arrugado todo, por el forcejeo).
Al desembarcar en Montevideo, un cartel, decía: Exuperancio- Domador.
 Lo llevaron directo al Prado. En el camino vio la gran ciudad. Cosas muy distintas a su pueblo, gente que iba y venía sin sentido, vehículos a toda velocidad, en una urgencia demencial y frenética que lo mareaba.
Cuando llegó al predio,  un secretario de don placido estaba esperándolo. Lo acomodó en un rincón de un galpón lleno de gauchos.
Diciéndole:
-Mire mocito, en un ratito nomás  estará en lo suyo, trate de descansar porque acá los baguales son fieros-.
-¡Ah me olvidaba!, tome póngase esta remera.-
Exuperancio, toma la remera en sus manos y lee la publicidad:
Vote don Placido Prota, el mejor intendente de Vichadero.
-Obediente  se la puso y se recostó a esperar su turno, ya sabia lo que tenia que hacer, era su oficio  y estaba sereno.
-De pronto escuchó por los altavoces su nombre:
-“¡Recién llegado del pueblo de  Vichadero Departamento de Ribera, el joven domador Exuperancio!,
-¡Juerte ese aplauso!”
Y salió al ruedo levantando su mano para saludar. Jineteó baguales de todo color y pelo, demostrando ser el mejor en su oficio y a todos les dejó su marca de lonja con  rueda de honor y llevando  bandera.
Se ganó premios de todo tipo, pero el que más le gustó fue la  bicicleta de carrera.
A fuerza de destreza y habilidad se hizo conocido en esa semana criolla. La televisión y la radio hablaban todo el tiempo de él.
Al terminar la semana vino un hombre al galpón y dijo:
- Estimados amigos, los esperamos el próximo año. Muchas gracias por venir, sírvanse despejar el galpón que tenemos otra actividad esperando.
Y así se quedó Exuperancio  con sus bártulos en la puerta de la rural.
Pensó para sus adentros: “ese viejo maula, si que sabe de política, a esta altura  ya estará festejando su triunfo en la  Intendencia”.
En los tiempos libres montaba en su bicicleta y paseaba por el predio.
Al terminar la semana vino un hombre al galpón y dijo:
- Estimados amigos, los esperamos el próximo año. Muchas gracias por venir, sírvanse despejar el galpón que tenemos otra actividad esperando.
Y así se quedó Exuperancio  con sus bártulos en la puerta de la rural.
Le extraño que nadie lo viniese a recoger, pero con tal de no subir al avión, estaba dispuesto arreglárselas sólo.
Preguntó para llegar a Ribera y le señalaron el camino. Montó en su bicicleta y se largó a  jinetear las rutas orientales.
Exuperancio era un joven sano y robusto, de  firme determinación  y su destino era Vichadero, así que al séptimo día de pedaleo incesante, estaba entrando al pueblo.
Le extrañó que no hubiera gente en  la plaza, todo estaba vació, ni perros había. La avenida principal siempre concurrida, estaba desierta.
Se fue al boliche de don Coitiño y alcanzo a su dueño justo cuando estaba por salir.
-Buenas don Coitiño-
-Que está pasando en el pueblo que no hay naides-
-Como anda mijo- que alegría- estoy yendo pal entierro.
-¿Que entierro?
Ah! Claro, usted recién viene de la doma, no sabe nada de los últimos acontecimientos.
-Venga que en el camino le cuento:
-Resulta que estaban en el escrutinio final y la cosa muy  peliaguda, iban cabeza a cabeza, parejito los votos, don Placido Prota por un lado  y el Dr. Telésforo Verulo por el otro.
Nadie se declaraba ganador, porque los resultados estaban muy ajustados.
-Finalmente la corte electoral se expidió, dando por ganador  a su adversario. Lo curioso de esto es que ganó por tan solo un voto.
 -Créame moso, ¡solo un voto! , -imagínese la desgracia para don Placido.
-Estaba como loco, sentado en su sillón que había conservado por treinta años, el viejo se las había arreglado para mantenerse en el poder todo ese tiempo, pero ahora con esto del Pepe las cosas han cambiado y las elecciones son transparentes, no hay acomodo que valga, así que don Placido Perdió por primera vez la Intendencia de Vichadero.
-Figúrese ¡un voto solo!, si usted hubiese estado aquí, otra hubiera sido la historia y Don Placido era consiente de eso, así que le vino un sofocón que lo dejó fulminado en su sillón, pobre hombre tan cerca de la victoria y perder.
-Se rumorea en el pueblo que murió pronunciando su nombre-
- Dijo antes de morir:
-“Exuperancio, dame tu voto”-
-Y partió pal cielo-
-Que lo parió don Coitiño-
-Así es mijo, ahora el pueblo esta en el cementerio pa despedir los restos-
- Apúrese que no llegamos.-
-Ah por cierto:
- Lo vimos en la televisión, salió igualito, lástima que llegó en mal momento, sino lo festejábamos a lo grande en el boliche.
-Pero ya habrá tiempo pa festejos-
-Vamos métale, no sea remolón, que nos perdemos el entierro.

CB

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