BARRIO PASO MOLINO
El molino de los religiosos jesuitas
Al promediar el siglo XVII, ya configurada la Gobernación Política y Militar de Montevideo, tendría lugar la inauguración del llamado “Molino de los Migueletes”, construido por los padres de la Compañía de Jesús residentes en nuestra ciudad.
En 1747 , El Presbítero Cosme Agulló se presentó ante el Cabildo, diciendo “que para la precisa manutención de dicha Residencia me veo obligado a dicha Residencia me veo obligado a hacer un molino de agua, a cuyo efecto suplico de V.S. quiera concederme el terreno necesario para la fábrica de dicho molino, es, a saber, en la costa del arroyo de los Migueletes, de esta banda, desde unas piedras nativas que están acordonadas en medio de dicho arroyo y sobresalen en una y otra costa en frente de la chacra que fue de don José Mitre y la posee el señor Doctor José Nicolás Barrales, Cura Vicario de la Ciudad y arroyo sucesivo aguas abajo hasta un bañado el que comienza enfrente de la chacra que es de Juan de Morales, para que en dicho terreno pueda cortar el agua, abrir acequias y conducirla al molino sin que ninguno me pare estorbo. En cuya devoción y porque dicho molino ha de ser un bien universal de todas las chacras y comercios de esta ciudad, a V.S. pido , etc”
El Cabildo accedió a la petición del P. Agulló el 23 de diciembre de 1749. En dicha resolución el cuerpo capitular deslindó con toda precisión el terreno, modificando en parte los límites propuestos por el solicitante. “Dicho terreno ha de ser el que está entre el arroyo de los Migueletes y otro arroyo que está por la parte del Sudeste (Quita Calzones) y dicho arroyo entra ene. De los Migueletes,y su frente ha de ser por donde atraviesa el camino del Paso Real. El camino del Paso Real es hoy la calle Agraciada, pues a ésta corresponde, aunque con alguna variación en su trazado, el antiguo camino a la “Estancia del Rey” o “Estancia del Cerro”. El Paso Real de los Migueletes estaba donde hoy existe el puente. Y el Molino debió estar emplazado cerca de la actual esquina de Manuel Herrera y Obes (ex Uruguayaza) y Zufriategui. En la parte final de la providencia del Cabildo, se establecía que “para mayor fuerza y propiedad de este terreno ofreció el reverendo padre Agulló cincuenta fanegas de cal y cien carretonadas de piedra, puestas en la obra pública de esta ciudad” Pero los Padres Jesuitas iban a encontrar obstáculos importantes para cumplir con la referida entrega de cal a extraerse de las canteras de propiedad de la Compañía, implicaba realizar ciento diez “viajes dobles” en largas distancias “a yugo de buey” o “pecho de caballo”, sobre malos y peligrosos caminos. Finalmente el Cabildo redujo la obligación por la entrega de cuarenta fanegas de cal, como resulta del recibo extendido por el padre Manuel García en 1758 y que canceló la antedicha obligación. Por lo demás, dificultades económicas de la Residencia jesuítica hicieron paralizar la construcción de la obra, determinando al Cabildo a intimar a los Padres la conclusión de la misma o la devolución del terreno. En 1752 el Cabildo, luego de referir los antecedentes , decía al padre Sánchez, Superior de la Residencia, que “constándole estar la obra parada, en perjuicio del bien común…(ilegible) en la falta de harina en lo …(ilegible)mayores…(ilegible) por deber prevalecer el bien común sobre el particular, siendo constante que el molino que tiene S.R. está si no acabado con muy poca falta de obra para concluirlo y siendo tan sensible para todo este pueblo la falta de la molienda dicha y principalmente quien padece es la vecindad por atender a la tropa que Su Majestad tiene en esta plaza, en cuyo nombre exhortamos y requerimos a V.R. mande proseguir la obra de dicho molino por las razones referidas porque en su defecto pedimos el terreno …(ilegible) libre, que en haciéndolo así Su Majestad se dará por bien servido y este Cabildo agradecido a la recíproca correspondencia”. Como señala el investigador y cronista de estos hechos, Carlos Ferrés, las “justas” explicaciones de los Jesuitas satisficieron al Cabildo, que no urgió entonces la terminación de la obra que fue inaugurada, con cierta solemnidad, en fecha que no es posible establecer, aunque distintos documentos dicen que desde 1756 el molino estaba “en ejercicio”. El edificio en que se instaló el molino fue adecuado para su objeto. En el piso superior estaba colocada la maquinaria y más adelante se amplió la obra con un segundo molino y se completó con una tahona. Asimismo los Padres establecieron en las cercanías un horno de ladrillos, tejas y baldosas. Ferrés recuerda los nombres de Francisco Zufriategui y Juan Rodríguez, ambos obreros de la ciudad que realizaron los trabajos de herrería y carpintería, respectivamente, que la construcción requería. Habida cuenta de que el molino no había sido creado como negocio, sino para atender las necesidades propias de la Residencia y otros establecimientos de la Compañía y servir, al mismo tiempo, al público , en general , la tarifa que se estableció fue el resultado de una combinación de precios para que en un período determinado se pudiera amortizar el costo de la obra, pagar los jornales que originase la molienda y contar con algunos fondos para el mantenimiento y reparación. Cubierto el costo, la tarifa se reduciría a lo que representase únicamente el gasto por jornales y reparaciones. Pero el costo no llegó a amortizarse antes de la expulsión de los Padres en 1767. Por otra parte, las reparaciones fueron continuas, debido a que por desconocimiento de las mareas del Río de la Plata y la internación de sus aguas en el Miguelete por efecto de los fuertes vientos del oeste, los rodeznos o ruedas hidráulicas no fueron colocados a la altura conveniente con relación al nivel de las aguas en los días de crecientes grandes, sufriendo por esta razón frecuentes deterioros. Asimismo, fue utilizada mucha cal de mala calidad que obligó a repetir los trabajos de refacción en los cubos y acequias. En oportunidad de la expulsión, se practicó el inventario del Molino. En el mismo se incluye la casa de altos, con sala, alcoba, cocina, cuarto y rancho; dos molinos; la tahona antigua; una nueva en construcción; el horno de ladrillos; cinco carros; veintiocho rayos de carreta; dieciocho palos de ñandubay; cuatro palos de sauce y herramientas. También se señalan ocho negros y una negra esclava, veinticuatro caballos y yeguas, cuarenta y cuatro bueyes y treinta ovejas. En una de las sesiones de la Junta Municipal de Temporalidades encargada de administrar los bienes que pertenecieran a los expulso- en el año 1770, Francisco de Lores, que era uno de sus vocales, y que se hallaba en desacuerdo con la mayoría de los miembros sobre lo que era posible hacer redituar al molino, dijo que daría quinientos pesos anuales por el arrendamiento, cuya declaración fue incorporada a las actas. Dos años después , Lores, que deseaba tener la explotación del molino, intentó modificar su propuesta, pero la Junta lo conminó a hacerse cargo del arrendamiento por los quinientos pesos anuales. Ante la Junta Provincial, Lores apeló de esta resolución, expresando que era cierto que él había dicho en la Junta Municipal que daría quinientos pesos anuales, peroque eso lo había dicho “con poca reflexión” cuando era vocal de dicha Junta y no sabía que, por orden de Su Majestad los miembros de la Junta “no podían hacer operaciones sobre los bienes de temporalidades” y que habiendo pasado, con posterioridad, a “examinar” el molino y tahona, había verificado” que no estaban en aquel estado conveniente que pudiesen sufragar a la contribución de los quinientos anuales” ; y que además, su primera postura incluía dos “negros del servicio” , uno de los cuales “había sido vendido a don Francisco García de Zuñiga” y que al faltar este esclavo “tenía justa causa para desistirse”.
EL PASEO DEL PASO MOLINO
Como señalamos en otro capítulo, el Paso del Molino fue, desde fines de la década de los años 50 hasta el 900, un paseo preferido por la “gente principal” de Montevideo.”La Nación” ,del sábado 7 de enero de 1860, al referirse a la concurrencia que había tenido lugar el día anterior, viernes 6, en el Paseo del Paso del Molino, comentaba que la misma había sido menor de la habitual, aunque no por eso menor de la habitual, aunque no por eso menos alegre. Hacía saber que había tenido lugar la segunda carrera de sortijas “en la cual no estuvieron tan felices los jinetes, pues fue contada la sortija que pudieron sacar”. La banda de una fragata francesa había hecho oír su música y -según dice el cronista – “no faltaron sus pasajes amorosos entre las bellas jóvenes y elegantes dandies que habían reunidos allí.” Varios años después, Manuel Muñoz y Maines, publicaba sus recuerdos del paseo en el ejemplar de “El Sud-Americano”, de Buenos Aires, el 20 de junio de 1890, y decía :
“Yo me refiero al puente del Paso del Molino hace unos veinte años, más o menos . (hacia 1870). ¡El puente del Paso del Molino! Aquel punto de reunión de nuestra distinguida sociedad de entonces, a la hora del paseo, a medio día en invierno, después de misa de una, los domingos, y a la tarde en verano, después de comer, hasta ya muy entrada la noche, la hora del teatro, del salón, etc.” El puente era el límite de la ciudad comprendidas las quintas, y en campo abierto. Era así como un balcón al cual se asomaban las niñas de la casa con el objeto de aspirar el aire puro del campo y darle acción a la vista, mientras oían la frase gastada y embustera, pero siempre seductora del novio, o la frase ligera, variada, y siempre sincera del amigo.
¡Que panorama!
No era una monótona planicie ; ondulaban el terreno en toda aquella extensión, preciosas cuchillas verdes sobre las cuales, como una inmensa víbora blanca, caracoleaba el camino de arena que conducía al Cerro ; y aquí y allí diseminado en toda la zona pacía el ganado manso de los tambos vecinos; y uno a o dos o más jinetes en sus caballos criollos corrían en las laderas, y todo bajo un cielo azul guarnecido con cintas y encajes blancos, y más tarde, allá cuando el sol cayendo tras las cuchillas recoge sus rayos que prodigó temprano, para rematar la tarde, franjeado de rojo y oro. ¡Qué crónica bonita sería la crónica de aquella época!
Allí estaban diariamente a aquellas horas, las familias de Acevedo, Zumarán, Lassala, Muñoz, Castellanos, Martínez, Ferreira, Reissig, Flores, Masa, Reyes, Artagaveitia, Oribe,Pereira,Arocena, Cibils, Larravide, Hughes, Villegas, Mac Eachen, Maines, Larrazabal, Lecocq, Camusso, Viana, Alvarez, Giró, Roosen, Wilson, Real de Azúa, Algorta, Rodríguez Larreta, García Lagos, Carballo, Thode, Gomensoro, Quevedo, Tomkinson, Usher, Carreras, Salvañach, Lerena, Soria, Ruano, Riveiro, Freire, Díaz, y otras. Esas, damas , hoy ya casi todas casadas y llenas de hijos, las madres de esas pollas que no concurren al puente aquél, hoy inutilizado, pero si al Prado a donde irán, irán hasta que les llegue la época de conducir ellas a su vez a sus hijas ¡hoy nuestras nietas! al otro paseo que sucederá al Prado , como el Prado sucedió al puente, como ellas nos sucedieron a nosotros. Todos los que íbamos al puente, ya a caballo, ya en carruaje, ya en tranway según el estado de los bolsillos, íbamos en la seguridad de encontrar allí a nuestras novias o por lo menos a donde elegirlas. Nuestras novias de entonces, hoy las madres de nuestras hijas, que no tomaron todavía rapé, pero son ya las madres de esas mujercitas en quienes se adivina que ni cuenta se dan de que también nosotros hemos sido jóvenes como ellas, y hemos tenido entusiasmo por el paseo y por todo lo que a ellas hoy le entusiasma; pero, no el paseo del Prado, repito, no; el del puente, ese puente del Paso del Molino, que ¡ay! Siento que pasa, que pasa como pasa todo lo que yo quisiera que no pasase, y que sin embargo,¡pasa, se va!” . Otra estampa literaria del paseo, con el título “El Paso del Molino a la hora del crepúsculo” , fue la publicada en “El Club Universitario” , periódico científico literario, en el ejemplar del 23 de febrero de 1873, debida a la pluma del entonces veinteañero Eduardo Acevedo Díaz. Dice la citada crónica en sus párrafos sustanciales:
“El tren-way volaba por la Agraciada conduciéndome con más una treintena de “voyager” al Paso del Molino; la fusta hería los aires, la espuma bañaba el cuerpo de los potros, un polvillo dorado subía del empedrado en coquetas evoluciones hasta el interior de los coches, las bellas cubrían el rostro con pantallas y algunos solterones con abanicos; a ambos flancos de la vía, coches, carrozas, ómnibus, tilburys y tartanas avanzaban simultáneamente sin consideración a jinetes y transeúntes. Aquello era una confusión inimitable. Bello espectáculo! ¡gracioso panorama! Risueña perspectiva! Estoy creyendo que voy a gozar. Brillan los veinte años en mi frente y mi corazón bulle como las marinas espumas. Las flores tienen ya sus compañeras. Mujeres románticas atravesaban los vergeles recogiendo aromas de poesía; en plácidos desmayos oscilaban la moribunda luz y a través de las hojas mil chispas titilaban millaradas de topacios suspendidos como coronas del crepúsculo sobre las sienes de Flora : la rosa, la reina de los jardines, como la llamaba Byron, ¡ay! empezaba ya a estar marchita y triste! Y las corolas de nieve del jazmín destilaban ambrosía embriagadora levantada tenuemente en alas del suspiro crepuscular, suspiro sublime de la creación próximo a reposar al regazo de la noche. El murmullo de las fuentes moría en el rumor de los jardines, el concierto casi indistinto de las aves desaparecía en el ruido de la carretera convertida en Babilonia.
¿Y son estas hermosas, decíame yo, las que según mis anteriores observaciones, solo hablan de Rocambole y de la Revista de Modas? No hay duda, son las mismas con el barniz de la suprema elegancia. En aquel carruaje de caballos tordos ricamente enjaezados con un lacayo negro en la testera, que viene arremetiendo los vientos para adelantarse a los demás, vienen dos damas bellísimas y seductoras, cuajadas de destellos e impregnadas de aristocráticos perfumes consiguientemente. A retaguardia dos dandys, diestramente manejando un ligero landó, se apresuran impacientes como para constituirse en guardia de honor de las predichas beldades; y algún manso jinete es el pavo de la boda en medio al torbellino producido por el amor propio. Por la vía los trenes pasan de carrera y a los flancos se deslizan fugaces como meteoros las carrozas privilegiadas arrastrando tal vez en vestidos y en alhajas, las rentas de seis meses o de un año. He aquí una fortuna que va paseando alegremente de las arcas al Paso del Molino. Pero sigamos avanzando hacia el Paso. Este puentecito se llama Quitacalzones, y en otro tiempo, Giovanni Mastai, hoy pio IX, siendo simple clérigo adjunto a una misión apostólica a Chile, y paseando de tránsito por estos sitios, cayó lindamente al arroyuelo y casi se ahoga por no haberse quitado los calzones. Al presente no ofrece peligro, y aquel incidente pudo presagiar al Papa que este suelo no iba a ser propicio al fanatismo religioso. Como yo soy racionalista pur sang, supe aferrarme bien a la balaustrada para no caer y remedar así al bondadoso padre de la cristiandad. Ese puentecito es un prodigio de lo bello, entre nosotros.
EL ANTIGUO PUENTE DEL PASO MOLINO
La epidemia de fiebre amarilla que se abatió sobre Montevideo en 1857, determinó que muchas familias principales, huyendo del contagio, se instalaran en sus quintas de la zona del Paso del Molino. Esta circunstancia y el creciente tránsito del paso determinó que, el 12 de enero de aquel año, la Junta Económico-Administrativa celebrara un contrato con una empresa integrada por los señores Adolfo Rodríguez, Tomás Tomkinson, Ricardo B. Hughes, Lucas Fernández y Juan F. de la Serna, que se denominaba “Sociedad Puente del Miguelete y Calzada del Arroyo Seco” . Dicha empresa como expresa su denominación – tenía por objeto la construcción a su costo, de una calzada de piedra en el arenal del Arroyo Seco – aproximadamente en el eje de la actual Avda. Agraciada, a la altura de la calle Entre Ríos – y un puente de material en el Paso del Molino. El puente debía ser una construcción de cal y canto con arcos de luz variable entre 15 y 18 varas, elevado , según buen cálculo, sobre el nivel de las máximas avenidas, de modo que siempre pudiera dar paso a pie enjuto. Por la parte central circularían los vehículos y flanqueando la vía se extenderían dos veredas para uso de los peatones. Los empresarios tendrían derecho a explotar la obra por un término de 50 años, cobrando el peaje que se fijara de acuerdo con las autoridades municipales, a cuyos efectos y para mejor percepción de las cuotas quedaban facultados para establecer barreras que cerrarían la vía. Tras alguna demora provocada por la referida epidemia de fiebre amarilla, las obras fueron concluidas y habilitadas a fines de 1858. “Es digno notar – expresaba”La República”, el 28 de noviembre de ese mismo año, citada por Alfredo R. Castellanos – la gran conveniencia que es e puente y calzada ha establecido ya para todos los vecinos de sus alrededores, facilitándoles el tránsito gratis, pues sólo los animales y rodados son los obligados a pagar peaje”. Asimismo , expresaba “La Nación” el 25 de noviembre de 1859, también citada por Castellanos:
“El Paso del Molino con su bella y modesta capilla, su nuevo puente y sus casas fabricadas al capricho de los propietarios, va sobrepujando ya a la vieja y arenosa Aguada. Dentro de poco tiempo el Paso del Molino será el pequeño Versalles de Montevideo. Todos los días por la tarde, el camino que conduce hacia el puente desde la capital es un verdadero tránsito de romería, carruajes de todas formas y dimensiones, jinetes jóvenes y viejos, amazonas hermosísimas, entre las que lucen su elegancia algunas hijas de la orilla argentina, trabajadores a pie que se retiran de sus quehaceres con su chaqueta al hombro y el palo en la mano, condenados a recibir el polvo que levantan los carruajes y los caballos de los que están sobre ellos por su posición social, forman una vista encantadora de ese camino.” Sin embargo, al poco tiempo , el público que tantos elogios prodigara al puente sobre el Miguelete, reaccionó en forma desfavorable. El Arroyo Seco, durante casi todo el año, era un hilo de agua y levantaba protestas que se tuviera que pagar peaje por un servicio que, en verdad, resultaba innecesario. Pero la sociedad, con ambos peajes, debía resarcirse del capital invertido en el puente del Paso del Molino. Una verdadera tempestad se desató en el ambiente , y lo que se había estimado como una acción progresista de emprendedores vecinos, pasó a ser considerada una empresa de tremenda usura. Y el 12 de enero de 1859, se ordenó el retiro de las cadenas que cerraban el camino al Cerro, actual avenida Agraciada, en el Paso del Arroyo Seco, por considerarse que el servicio era accesorio del que se cobraba en el Paso del Molino. Finalmente , ese mismo año, se anuló la concesión por considerarla ilegal, de acuerdo con la Ley del 3 de noviembre de 1829 que mandaba sacar a remate todas las concesiones que otorgara el Estado. La sociedad recibió el importe de la obra, sin intereses. Y la concesión fue sacada a remate como lo disponía la Ley de 1829. El 24 de marzo de 1860, se adjudicó el paso del arroyo Miguelete en el puente, a don Juan Garatey. Por un año tendría este señor la concesión, debiendo abonar 120 mensuales a la Junta Económico-Administrativa. Los peajes se regulaban, según Juan Carlos Pedemonte, de acuerdo a la siguiente tarifa:
Jinete: veinte centésimos.
Animal vacuno, mular o caballar:
Diez centésimos.
Cerdo o lanares : cinco centésimos.
Vehículo, cargado o vacío, ida y regreso en el día: sesenta centésimos.
Los peajes serían cobrados únicamente en uno u otro paso: no se pagaría nunca en un mismo sentido, en el arroyo Seco y en el Paso del Molino.
La anterior sociedad cobraba un “vintén” a los peatones o jinetes y dos “vintenes” a los vehículos. Por muchos años se utilizó por parte de gente a pie, de carros, diligencias, carruajes, jinetes y tropas aquel puente de cal y canto con tres arcos. Muchas veces quedó bajo las aguas en las grandes crecientes. Y en los períodos en que el arroyo no ofrecía dificultades para ser atravesado en cualquier punto, se vigilaba que nadie dejara de utilizar el servicio, para lo cual se cerraban los accesos con cadenas.Pero el antiguo puente iba a resultar destruido por un violento temporal, acompañado de una lluvia torrencial, que se desató en la noche del 27 y en la madrugada del 28 de marzo de 1895 y , finalmente , sustituido por el que actualmente existe, que al librarse al tránsito, se hizo eliminado el peaje.
EL PASO DEL MOLINO EN 1815
Vecino también del Miguelete fue el P. Dámaso Antonio Larrañaga. Su chacra- situada a la altura de la Avda. Luis A. Herrera (ex Larrañaga) Nº 4196 – fue para el apasionado naturalista, que mantenía correspondencia con el célebre Bonpland, un verdadero jardín botánico, donde entre los diversos árboles y plantas que se conservan, subsisten dos timbres – que la tradición afirma que el ilustre sacerdote plantó con sus propias manos, y cuyas ramas fueron entrelazándose en lo que puede considerarse un verdadero abrazo vegetal. A la muerte del P. Larrañaga, la quinta pasó a su hermana Josefa Larrañaga de Errazquin, de ésta a su hija Clara Errazquin de Jackson, de ésta, a su vez , a su hija Clara Jackson de Heber y finalmente a Elena Heber, esposa del Dr. Alejandro Gallinal, quien residió en la misma durante más de cuarenta años. En la actualidad , es propiedad del Centro de Almaceneros Minoristas , Baristas y Afines del Uruguay (CAMBADU).
En 1815 , el P. Larrañaga, acompañado de Miguel Pisan, Antolín Reyna, fray José Lamas y escoltados de ocho hombres con un sargento, había partido el 31 de mayo de aquel año con destino al Cuartel General de Artigas, en Paysandú, comisionado por el Cabildo de la ciudad ante el Jefe Oriental. En el “Diario de viaje desde Montevideo a Paysandú” que redactara algún tiempo después, el P. Larrañaga nos ha dejado una descripción de la situación en que se hallaba , por entonces , el llamado “Paso del Molino” sobre el Miguelete. Dice el citado documento:
“A las tres menos diez salimos y pasamos por el Paso del Molino, que llevaba tan poco agua que apenas llegaba a las rodillas de las mulas. El paso es bueno, pero tiene mala bajada que podría remediarse con cien pesos muy fácilmente. Este arroyo se pone muy frecuentemente a nado y se ha proyectado un puente en el Paso de las Duranas, que en el día está abandonado por el mucho lodo y otros inconvenientes originándose una quinta que han puesto en el mismo paso. El puente debe construirse sobre el paso chico, pues en partes se estrecha y tiene buenos cimientos y aún materiales para su construcción en la misma pizarra que está del otro lado y a mi juicio con dos mil pesos habrá bastante. Es esta obra de suma importancia, pues muchas de las huertas que abastecen a la ciudad están del otro lado y con este motivo no hay año que no haya desgracias, o que a lo menos la plaza no carezca de buen surtido”
(Fuente Libro LOS BARRIOS DE MONTEVIDEO – Paso Molino , El Prado y sus alrededores- autores Aníbal Barrios Píntos / Washington Reyes Abadie.)
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